Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

Imputado

«Pedro Sánchez se ha convertido en un símbolo de nuestra política contemporánea: polarizadora, teatral y adicta al poder»

Esta semana vamos a intentar jugar a adivinar el futuro próximo. Imaginemos un escenario que, aunque hace unos años nos habría parecido absurdo, hoy parece no ser tan imposible: la imputación de Pedro Sánchez. En esta España nuestra, donde lo improbable se convierte en rutina, la pregunta ha dejado de ser un ejercicio de ciencia ficción para tornarse una cuestión de calendario: ¿qué ocurre si Pedro Sánchez es imputado?

Primero, lo obvio: el show mediático. Las cadenas amigas de Moncloa, expertas en gimnasias argumentales, nos venderían la imputación como un ataque a la democracia, a los derechos fundamentales y, si me apuras, al cambio climático. En el otro extremo, tertulianos enloquecidos reclamarían su traslado inmediato a Soto del Real, sin pasar por la casilla de salida. Pero detrás del ruido se esconde un hecho de calado histórico: sería la primera vez que un presidente del Gobierno en activo enfrenta un proceso de este calibre en nuestra democracia.

Y entonces llegaría la prueba del algodón para nuestro sistema. ¿Qué hará el PSOE? ¿Cerrar filas como si de un líder mesiánico se tratara, sacrificando lo poco que queda de credibilidad en el altar del sanchismo? ¿O, en un giro inesperado, abrir la puerta a la regeneración política que tantas veces han prometido y jamás han cumplido? La respuesta, me temo, es tan predecible como descorazonadora: Sánchez, maestro en moldear el relato a su favor, nos presentará su imputación como un ataque orquestado por la «derecha judicial», un término que últimamente sirve para todo.

Y no quedará ahí. Como ya ha demostrado en el pasado, el sanchismo utilizará este episodio para polarizar aún más a la sociedad, convirtiendo el debate en un enfrentamiento visceral entre «ellos y nosotros». La estrategia será clara: transformar un proceso judicial en una guerra cultural donde el PSOE se presentará como el único defensor del «pueblo» frente a unas instituciones que tachará de elitistas, conservadoras y desconectadas de la realidad. Se redoblarán las críticas al poder judicial, acusándolo de ser un obstáculo para la «voluntad popular» y de estar al servicio de una supuesta conspiración de derechas. Y, por desgracia, una parte de la sociedad comprará ese relato.

No subestimemos su capacidad para sobrevivir. Este es el mismo hombre que transformó una moción de censura improbable en un mandato de casi seis años. Su manual de resistencia —que por cierto, aún puede escribirse con tinta judicial— dictará que no se mueve de su sillón. Y ahí es donde entrará el Congreso en escena.

Porque, querido lector, para que un presidente sea procesado es imprescindible que las Cortes levanten el suplicatorio. Y no olvidemos que Sánchez gobierna con una amalgama de socios que, en muchos casos, ven al Estado como el enemigo. ¿Realmente creen que ERC o Bildu dejarían caer a su mejor socio en Moncloa? Lo que Sánchez nos vende como «geometría variable» es, en realidad, una alianza de conveniencia, cimentada en intercambios opacos de favores políticos. Si levantar ese suplicatorio pone en riesgo su agenda legislativa, tengan por seguro que los votos no estarán. El hombre que prometió dignificar la política se agarrará a su inmunidad como un náufrago a un trozo de madera.

Pero, pongámonos en el mejor de los casos: se levanta el suplicatorio, el proceso sigue adelante, y Sánchez acaba en los tribunales. Aquí es donde la ironía del destino alcanza su punto más alto. ¿Se imaginan un país donde un presidente en activo comparezca ante un juez mientras sigue dictando la agenda política? Seríamos la comidilla de Europa. La democracia española, que tantos elogios cosechó durante décadas, quedaría reducida a un sainete del que hasta Berlanga se avergonzaría. Pero el daño no se limitaría a nuestra imagen exterior; la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones, ya en mínimos históricos, tocaría fondo.

¿Y el PSOE? Aquí cabe recordar las palabras de Felipe González, que hace años sentenció con puntería quirúrgica: «El problema no es perder unas elecciones, es perder el respeto de la gente». Pues bien, si Sánchez arrastra a su partido por este camino de sumisión al líder a cualquier precio, los socialistas pueden acabar enfrentando algo peor que una derrota electoral: la irrelevancia histórica. Porque la política tiene algo de justicia poética, y los excesos de hoy son los pasivos de mañana.

Ahora bien, no se equivoquen: esto no es una cuestión de filias o fobias hacia Sánchez. Es algo mucho más grave. Es la credibilidad de nuestra democracia lo que está en juego. Una democracia que no puede permitirse líderes que se consideren inviolables, que manipulen las instituciones para perpetuar su poder o que conviertan los valores republicanos en un simple eslogan de campaña. Si permitimos que esto ocurra, no sólo habremos fracasado como país, habremos traicionado el legado de aquellos que lucharon por la libertad y el Estado de derecho.

Pedro Sánchez se ha convertido en un símbolo de nuestra política contemporánea: polarizadora, teatral y adicta al poder. Pero incluso los símbolos caen, y cuando lo hagan, será el momento de reconstruir lo que hoy parece irreparable. Porque una cosa está clara: si llega el día en que Sánchez sea imputado, no será sólo un juicio contra él. Será un juicio contra nosotros como sociedad.

Y como decía Groucho Marx, para cerrar con una nota de humor ácido: «Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros.» Quizás ese debería ser el epitafio político de un presidente cuya capacidad de mutar supera cualquier camaleón conocido. Mientras tanto, seguimos esperando, con una mezcla de asombro y resignación, el próximo capítulo de esta tragicomedia nacional.

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