Falta corazón
El titulo no es mío; lo decía no hace mucho el Papa Francisco en su carta encíclica Dilexit nos del para nosotros «rafaelita» 24 de octubre de 2024. La cuestión es que «falta corazón» y prueba de ello, y es pensamiento de San Juan Pablo II, es que en una sociedad como la nuestra la persona «corre el riesgo de perder su centro, el centro de sí misma» y que este mismo Hombre «se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obrar» porque le falta corazón. Parece que para este mismo contemporáneo nuestro, falto de corazón, lo meramente tecnológico o instintivo le resulta tremendamente exasperante. Francisco lo tiene bastante claro: claramente es una «sociedad anticorazón» aquella que está dominada por el «narcisismo y la autorreferencia». La pendiente inclinada hacia abajo y la ausencia de frenos puede ser tal que «el otro desaparece del horizonte y nos encerramos en nuestras mismidad sin capacidad de relaciones sanas» (BYUNG-CHUL HAN, La agonía del Eros). Tal vez sea oportuno recordar que sin corazón no hay vínculo auténtico, «porque una relación que no se construya con el corazón es incapaz de superar la fragmentación del individualismo». Todo lo más que obtendríamos serían «dos mónadas que se juntan pero que no se conectan realmente» (Dilexit nos 17; en adelante DN).
Ahora bien, ¿falta corazón creyente? Es difícil y puede que osado emitir un juicio estimativo. Si bien, ciertos indicios no faltan y, como suele suceder, fundamentalmente tienen dos procedencias.
Una de las procedencias estaría en lo que podríamos denominar como «moralismo autosuficiente» (DN 27) o «una religiosidad del mero cumplimiento» (DN 114). El remedio, así lo postulaba el mismísimo San Francisco de Sales, estaría en «la plena confianza en la acción misteriosa de su gracia» cuya fuente radica en el Corazón de Cristo. Se trataría, en definitiva, de aquellas «formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para ‘ganarse el cielo’». Santa Teresa de Lisieux siempre lo tuvo claro: «El mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien re recibir» (Carta a Celina)”.
La otra de las procedencias se encontraría en el vano intento por desarrollar una «espiritualidad sin carne» (DN 87). Parece que no son pocas las diferentes «formas de religiosidad sin referencia a una relación personal con un Dios de amor». Es lo que a lo largo de la historia ha podido ir revistiéndose de diferentes disfraces como el «dualismo jansenista», un inveterado «gnosticismo» caracterizado por ignorar «la verdad de ‘la salvación de la carne» (DN 87) o un «engañoso trascendentalismo, igualmente desencarnado». De este síndrome no estamos exentos ni comunidades ni pastores –así lo refiere Francisco – cuando parece que la única preocupación estaría en «actividades externas», «reformas estructurales vacías de Evangelio», «organizaciones obsesivas», «proyectos mundanos» y «reflexiones secularizadas». Por estos vericuetos el subproducto sería más bien «un cristianismo que ha olvidado la ternura de la fe, la alegría de la entrega al servicio, el fervor de la misión persona a persona, la cautivadora belleza de Cristo, la estremecida gratitud por la amistad que él ofrece y por el sentido último que da a la propia vida» (DN 88). En definitiva, el drama y el riesgo a la par de una misión en «que se digan y se hagan muchas cosas pero no se logre provocar el feliz encuentro con ese amor de Cristo que abraza y que salva» (DN 208). En esto – y así concluyo - hay interrogantes más que acuciantes: «¿Acaso podrá agradar al Corazón de Cristo que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales?» (DN 205).