El rodadero de los lobosJesús Cabrera

Patios conventuales

«En ellos hay silencio, limpieza máxima, una arquitectura que sobrecoge y unas plantas que, tradicionalmente, no son las del patio de vecinos»

Actualizada 04:30

La posibilidad de que los patios de los conventos formen parte del concurso que anualmente convoca el Ayuntamiento será la novedad en la edición de este año. Es la oportunidad para muchos cordobeses y para todo el que nos visite de conocer una parte del patrimonio artístico y monumental de la ciudad que generalmente está vetado a las visitas turísticas y que viene a completar de forma certera la imagen y la proyección cultural de la ciudad.

Que los patios conventuales formen parte este mes de mayo de esta oferta tiene una doble ventaja. Por una parte, el conocimiento de unos recintos con siglos de historia, que siguen habitados, que conservan unas señas de identidad propias y que, a la vez, son singulares y diferentes al resto. Por otra, hay una razón más práctica y es que al aumentar la oferta se reparten más los visitantes y -en teoría- se tienen que diluir algunas masificaciones, aunque no todas.

Un patio conventual se huele a lo lejos. En él hay silencio, limpieza máxima, una arquitectura que sobrecoge y unas plantas que, tradicionalmente, no son las del patio de vecinos. La flor casi brilla por su ausencia y proliferan las pilistras de brillantes hojas, la frondosa esparraguera -la fina y la basta- o la siempre misteriosa costilla de Adán, entre otras. Y poco más. Rellenar un patio conventual con las mismas flores que se pueden encontrar en los otros patios es un error de base que desvirtúa su auténtica personalidad.

La clave de los patios de los conventos está en mantener su fidelidad a la tradición y no maquillarlos con plantas que no les son propias ni llenarlos de cachibaches que distraen y convierten en un negocio de chamarilería lo que tiene que ser un perfecto equilibrio entre la arquitectura y la nada.

Si los patios de los vecinos se han transformado en algo que nunca fueron, con las mecedoras regaladas por Sadeco, las placas de los premios, los tiestos pintados de azul manchego o las máquinas de coser y las radios de válvulas, cuando nunca estuvieron allí, ahora es la oportunidad de hacer que los patios conventuales mantengan una fidelidad a sí mismos y no entren en el quirofano para unas cirugías estéticas que, como todas, más pronto que tarde acabarán desfigurando su rostro.

¿Que hay alguien a quien le molesta que estos patios entren en concurso en una categoría propia y con un sólo premio? Es lógico que lo haya, como también sería lógico que se aportara la verdadera razón de su rechazo, que no es otra que se trata de recintos religiosos.

Apelar a razones estramboticas o azuzar el fantasma de la Unesco choca estrepitosamente con lo que se ha hecho en este concurso, con la admisión de los denominados patios institucionales, que están muy bien pero que no hay nada más alejado de algo vivido y cálido. Sólo se salvan los de Viana.

Por ejemplo: en 2017 abrieron sus puertas los de Orive, Museo Arqueológico, Trueque (con su horroroso toldo), Subdelegación de Defensa, Archivo Municipal, Zoco, Museo Taurino, Santa Clara, Museo de Bellas Artes o Casa Árabe, entre otros. Preciosos casi todo, pero mucho más alejados del concepto que los patios conventuales.

Así pues, bienvenidos sean los patios conventuales, con su encanto, su historia y su misterio cargado de siglos. Su atractivo está en su elegante austeridad, que hay que respetar y conservar a toda costa. Si se les disfraza de lo que no son nos habremos cargado la iniciativa y sería mejor dedicarse a otra cosa.

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