La verónicaAdolfo Ariza

Si Chesterton hubiese sido cardenal

Para nuestro simpar Chesterton no hay «utilidad» en «un ceremonial pobre, o ambiguo, o de segunda categoría, o manido»

Actualizada 04:30

De haber sido cardenal, cosa harto improbable por sí misma, hubiese llegado presuroso a esa misma Roma que no se ruboriza por «el tono triunfalista y exhibicionista de los monumentos de la ciudad del Papa» ya que «este tono triunfal no es simplemente vanagloria, pues la lucha y el triunfo no fueron en vano». No en vano, una verdadera ciudad y una verdadera civilización «se alegran verdaderamente de algunos juicios pontificios importantes, desde el Papa del siglo IX que justificó las estatuas al Papa del siglo XIX que justificó las huelgas».

Es más, frente a las acusaciones de una pretendida pompa y ampulosidad, no piensa que los Papas se hayan equivocado ya que una vez que habían decidido salir «al encuentro de la naturaleza humana en el tema de lo ceremonial», hicieron «un ceremonial espléndido». Para nuestro simpar Chesterton no hay «utilidad» en «un ceremonial pobre, o ambiguo, o de segunda categoría, o manido». Aunque puede imaginarse «a los primeros papas preguntándose si no sería más sublime prescindir de toda ceremoniosidad», encuentra que «la única respuesta a esto es la más profunda de todas, que nos llega en el rito de la Misa como un movimiento de música lejana» y que a él siempre le ha sugerido «el ritmo y la cadencia de una danza antediluviana»: «Su deleite son los hijos de los hombres» (Proverbios 8, 31).

Conviene tener muy presente que aquel que fue recibido en el seno de la Iglesia Católica «en un pequeño cobertizo pintado de color ladrillo, situado entre los fregaderos y los aseos de un hotel cercano a una estación del ferrocarril, entiende perfectamente que sería el mismísimo Papa el primero en decirle que el paso que había dado al entrar en aquel cobertizo era “inconcebiblemente más importante que entrar en la basílica de San Pedro, o en el Vaticano, o ante su presencia». Además de que esto sólo lo puede decir aquel que está «influenciado por la arquitectura exquisita, la música sublime o las ventanas historiadas adornadas profusamente proyectando una tenue luz religiosa».

De haber podido intervenir en el pre-conclave ya se hubiera encargado de dejar bien claro que en cuestiones del Magisterio de la Iglesia conviene tener muy presente que «las distinciones teológicas son finas, pero no delgadas». Le enfada un cierto mantra pululante: «El hombre que se queda satisfecho diciendo ‘no queremos que los teólogos hilen muy fino’, también se quedara satisfecho diciendo ‘no queremos que los médicos hilen filamentos más delicados que pelos’». No duda que «la civilización europea estaría hoy muerta si sus doctores de la divinidad no hubieran debatido los más mínimos matices sobre la doctrina». «Los grandes concilios religiosos son mucho más prácticos e importantes que los grandes tratados internacionales, generalmente considerados como momentos cruciales de la historia». Valga como muestra un botón: «El día en que se clausuraron ciertas disputas metafísicas sobre el destino y la libertad, quedó decidido si Austria sería como Arabia, o si viajar por España sería como viajar por Marruecos». En definitiva, «las distinciones sutiles han hecho a los cristianos sencillos: todos los que creen que beber es correcto pero emborracharse está mal, todos los que piensan que el matrimonio es normal y la poligamia anormal, todos los que creen que está mal pegar primero y correcto devolverlo y, como en el presente caso, todos los que creen que es correcto tallar estatuas y erróneo adorarlas». «Cuestiones todas que, cuando se para a pensar en ellas, son distinciones teológicas muy sutiles».

Su presencia en la Ciudad Eterna le recuerda que una cosa muerta puede ser arrastrada por la corriente, pero solo algo vivo puede ir contra ella”. Si ha habido ocasiones en la que la Fe, aparentemente, ha sido arrojada a los perros, finalmente «fueron los perros los que perecieron». De ahí que «un perro muerto puede ser alzado sobre la corriente del agua encrespada con toda la viveza del sabueso, pero sólo un perro vivo es capaz de nadar contracorriente». Para colmo de los colmos no puede dejar de ver en ningún momento la realidad de una Iglesia de hombres y mujeres que «sirven a una madre que parece hacerse más hermosa a medida que surgen nuevas generaciones y la llaman bendita». Ya lo advierte: «Y muchas veces nos dará la impresión de que la Iglesia se hace más joven a medida que el mundo envejece».

Finalmente, a poco que le hubieran podido dejar, habría contado su más tierno sueño de la infancia por el que entiende que sólo puede acabar su propia historia como «una historia de detectives, con respuestas a sus particulares preguntas y con una solución al problema planteado inicialmente». Lo vio con nitidez: «[…] para mí, mi final es mi principio […] y la aplastante convicción de que existe una llave que puede abrir todas las puertas me devuelve a la primera percepción del glorioso regalo de los sentidos y a la sensacional experiencia de la sensación. Surge de nuevo ante mí, nítida y clara como antaño, la figura de un hombre con una llave que cruza un puente, tal como lo vi cuando por primera vez miré el país de las hadas a través de la ventana del teatrillo de juguete de mi padre. Pero sé que aquel a quien llaman Pontifex, el constructor del puente, también se llama Claviger, el portador de la llave, y que esas llaves le fueron entregadas para atar y desatar cuando era un pobre pescador de una lejana provincia, junto a un pequeño mar casi secreto».

Post data. El recién elegido Papa será advertido triplemente con las siguientes admoniciones. Primera: «Cristo no eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un pusilánime y, en una palabra, un hombre». Segunda: «Sobre esa piedra construyó su Iglesia; y las puertas del infierno no han prevalecido sobre ella». Tercera: «Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia cristiana histórica fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible».

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