Ha llegado a mí, gracias a un amigo italiano que me ha puesto al día de su literatura, la obra de Italo Calvino El barón rampante. Obra que, si no han leído, les recomiendo absolutamente. Trata sobre la vida de un niño, Cósimo de Piovasco, foráneo de Ombrosa, hijo de una familia de aristócratas venidos a menos, cuyo padre dedica la vida a su afán por ser duque y cuya madre es una generala frustrada de familia castrense.
Cósimo, un día como otro cualquiera, ante el dislate de su hermana, una chica piadosa y monja impostada, amante de las torturas a los pequeños seres y cocinera de diseño, que fue a servir un plato de caracoles decapitados con sus cabecitas clavadas en mondadientes formando pequeños flamencos y servidos en bandeja de plata; el baroncito de Rondó se reveló contra toda su familia —y contra el mundo, por añadidura— y se subió a un árbol para no bajar. El primer día, nadie le prestó atención a la irreverencia del niño que se había levantado de la mesa sin permiso de sus padres y el único verdaderamente preocupado —y narrador de la historia— fue su hermano, Biaggio.
De ahí en adelante, no les cuento más. Se lo leen ustedes. El objeto del artículo era más bien tratar el fondo de la obra, el tomar una decisión y seguirla hasta las ultimísimas consecuencias. Cósimo lo hace, un día, harto de cómo está configurado el mundo, decide subirse a un árbol para no bajar y, desde entonces tiene dos posibles caminos a seguir: bajar del árbol y redimirse, pedir disculpas a sus padres, asumir un castigo y seguir con su normal vida de heredero del título; o bien, seguir allí encaramado a una rama. Pues toma la segunda vía y, con ello, hace frente a todas las consecuencias; porque ya no bajará nunca (salvo en una ocasión en que salta de un árbol a la verga de un velero para combatir a tres piratas), ahora toda su vida se desarrollará en base a su decisión, todas las relaciones terrestres serán diferentes desde que resuelve quedarse a vivir en los árboles, lo va a hacer todo ahí. Ítalo Calvino nos enfrenta al personaje que se revela con todas sus consecuencias, beneficiosas o no. Pero no es una rebelión absurda e infundada, desde que Cósimo resuelve sus necesidades más básicas como la caza, el vestido, el aseo, la exploración desde sus nuevos caminos aéreos… resulta que —al toparse con el bandido Gian dei Brughi—el barón se vuelve un auténtico ilustrado, llegando incluso a cartearse con influyentes filósofos y pensadores. De modo que, ante la sorpresa de todos, Cósimo no se vuelve un salvaje, todo lo contrario.
Claro que, estar ahí arriba, limita sobremanera su vida y lo que quisiera poder hacer, aparentemente incluso puede desarrollar sus amoríos desde las ramas e incluso tener bastardos. Pero la consecuencia última de decidir vivir sobre los árboles, resulta en morir sobre ellos, dejándonos con una escena de su muerte tan mágica y surrealista como su vida. Pero también nos deja una reflexión sobre tomar las propias decisiones, sobre aferrarse a una idea y hacerla propia y no soltarla, pese a las consecuencias, pese a la pérdida, pese a todo. No obstante, nos deja una importante lección, subirse a los árboles lo aleja físicamente del resto de los hombres, pero no por ello lo lleva a despreocuparse de ellos: resulta que al subirse en los árboles, no sólo no se vuelve un ser huraño, aislado, antisocial; sino que se convierte en un individuo plenamente consciente de las labores de los labriegos, de los problemas del pueblo, de pronto comienza a reconocer al otro desde su perspectiva de pájaro. Es, ahora, mucho más humano que el resto de individuos de su familia que, sin subirse a ninguna parte, ahí a nivel del suelo, resulta que son superiores a todos los demás, quieren una reverenda pleitesía que los reconozca como familia de familias, personas que están sobre todos los demás ciudadanos y que, bajo ninguna circunstancia, bajarían al fango.
Cósimo descubre que la clave de todo radica en el conocimiento, pero que ese conocimiento es vano si no es para servir; no es el filósofo que, alejado del mundo, cabila sobre el sexo de los ángeles, ni el aristócrata docto y amanerado que recita de memoria máximas en latín aprendidas del abate en su niñez para deslumbrar con su cultura a los comensales de actos de postín cuya exclusividad radica en el mero hecho de ser pocos los que pueden acceder; el barón está ahí para asistir a las fiestas populares y divertirse y sorprender al vulgo con su presencia, no para recibir reverencias y buscar casamientos estratégicos que hagan que su descendencia acumule tantos títulos como ínfulas pueda tener un hombre. Aunque ello lo conduzca a una vida bastante disfuncional y a una percepción por el resto como persona deficiente, como un fallo del sistema. Cósimo descubre que el molde no encaja en él, y por eso lo desecha, pese a todo. Con todo, pone en jaque a los grupos sociales más diversos, desde la anquilosada aristocracia italiana, hasta a los masones, ilustrados, a la Compañía de Jesús —a quienes deja por el suelo, demostrando en la práctica lo que verdaderamente significa amar y servir—, incluso, desde su altura —no física— hace pequeño a Napoleón, quien, tras comparar su situación a la de Diógenes con Alejandro Magno (apártate, que me quitas el sol), dice que, de ser otra persona, elegiría ser Cósimo. ¡Habrase visto!