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Crónicas castizas

La creyente leal

Era leal, de una lealtad diamantina que no entendía de quejas ni protestas por muy amargos que fueran los tragos y lo fueron muchos y repetidos, pero ella aunque era tenue y guapa se mostraba inasequible al desaliento. Decía alguien por ahí que hay gente que lucha un día y son buenos y otra gente que lucha toda la vida y esos son los imprescindibles. Ella lo era

Su madre le había puesto uno de esos nombres por los que luego te arrepientes de que sea tu madre y que la dejaran hacerlo en el registro civil. Como empezó joven a ganarse el pan de camarera donde fue escalando en la profesión sirviendo y organizando eventos de concurrencia de prosapia, la nueva aristocracia del dinero, a base de aprender y de su buen hacer, ella fue llegando a puestos de responsabilidad, pero durante un tiempo su madre se hizo cargo de su hijo, de su cuidado y estudios, aunque cuando la abuela intentó eliminarla de la vida de su vástago nuestra protagonista tuvo que conciliar las maratonianas jornadas de trabajo y estudio con la atención del chaval. Era muy especial para ella. Le habían detectado un cáncer durante su embarazo y los médicos le aconsejaron deshacerse del bebé para poder someterla a quimio o radioterapia o las dos cosas. Ella no permitió que mataran al no nacido y sólo consintió en recibir la agresiva cura para su salud cuando trajo al mundo a su bebé.

Era una firme defensora de sus ideas. Militó en un grupo perseguido que se dedicaba a acoger y alimentar a españoles sin techo, causa impopular en un mundo woke, y a otros que no lo eran tanto pero lo necesitaban. No había subvenciones ni ayudas para ellos, sin un partido o ONG guardaespaldas que los favoreciese en los dineros que se reparten por doquier en las instituciones colonizadas por la partitocracia a los próximos. Ellos no entraban en esa lista, así que tenían que rascarse el bolsillo de forma imperativa, sablear a los conocidos, propiciar colectas de alimentos y ropa y buscar locales del Estado vacíos, como un viejo cuartel de militares mutilados o una sede sindical abandonada que unas manos amigas de fontaneros y electricistas de la cuerda ponían en funcionamiento esencial. Soportó en esos locales y en persona acosos y asaltos violentos de los intolerantes enemigos que eran cuantos tenían como lema «viva la libertad de pensamiento y muera quien no piense como yo». Ella no dio un paso atrás ni se arredró ni entonces ni después.

Para complicarse la vida aún más vendía y leía libros prohibidos, malditos, de esos que mancillan con sólo mencionarlos, cuyos editores, algún autor y cuantos se beneficiaban de sus ventas de una manera y otra no eran capaces siquiera de almacenarlos y ponerlos a la venta, lo que la dejaban a ella poniendo su cara, su teléfono y su dirección en el madrileño barrio de Carabanchel. Esa mujer sí lo hacía, dedicando todo el tiempo que le permitía su hijo, sus estudios y su trabajo. Entregaba hasta el último euro a los libreros y no era extraño que tuviera que pagar de su dinero algún envío o alguna pérdida ignorando mis protestas y recomendándola que les pusiera las peras al cuarto a esos arrojados adalides que se escondían tras ella, tras su cuerpo menudo y su voluntad gigantesca.

Organizaba encuentros nacionales e internacionales, alquilaba salas de hoteles, contrataba vuelos y habitaciones para los ponentes.

Por si fuera poco y para explicarla más amaba a los animales, grandes y chicos, pero no en teoría estéril sino que era colaboradora activa de varios refugios de bestias.

Era leal, de una lealtad diamantina que no entendía de quejas ni protestas por muy amargos que fueran los tragos y lo fueron muchos y repetidos, pero ella aunque era tenue y guapa se mostraba inasequible al desaliento. Decía alguien por ahí que hay gente que lucha un día y son buenos y otra gente que lucha toda la vida y esos son los imprescindibles. Ella lo era.

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