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Busto de Magno Máximo

Magno Máximo, el cuarto emperador hispano olvidado por la historia de Roma

¿Sabías que hubo un cuarto emperador hispano? Se llamaba Magno Clemente Máximo que, a pesar de ser menos recordado que los tres gigantes hispanos, llegó a gobernar durante varios años en un período de convulsión imperial

Cuando pensamos en Hispania dentro del Imperio romano, lo hacemos con legítimo orgullo, pues de nuestras tierras salieron emperadores que marcaron el rumbo de Roma y dejaron una huella imborrable en la historia universal. El primero fue Trajano, nacido en Itálica, el emperador que llevó al Imperio a su máxima extensión territorial, conquistando Dacia y consolidando una Roma que parecía imparable.

Adriano, su paisano y sucesor, no solo viajó incansablemente por todo el Imperio, sino que supo fortalecer sus fronteras y enriquecer la cultura, la arquitectura y la vida urbana, dejando un legado que aún hoy admiramos. Otro personaje fundamental es Teodosio el Grande, nacido en Cauca, la actual Coca, en Segovia, que tuvo la capacidad de gobernar un Imperio aún unido, de consolidar la autoridad imperial y de consagrar la victoria del cristianismo, sentando las bases de la Europa medieval. Tres nombres que parecen suficientes para explicar por qué Hispania nunca estuvo en un segundo plano.

Pero la historia guarda un detalle menos conocido: ¿sabías que hubo un cuarto emperador hispano? Se llamaba Magno Clemente Máximo. Mucho menos recordado que los tres gigantes hispanos, Máximo llegó a gobernar durante varios años en un período de convulsión imperial y se presentó como defensor de la fe ortodoxa, comprometido con la unidad del Imperio y la protección del cristianismo niceno.

Nacido también en Hispania hacia el año 335, en la Gallaecia —según nos cuenta el historiador griego Zósimo en su Historia Nueva—, Máximo pertenecía a la familia de los Flavios, lo que reforzaba su vinculación con la tradición imperial.

Hizo carrera en el ejército, sirviendo en Britania bajo las órdenes de Flavio Teodosio el Viejo, padre del gran emperador Teodosio. Participó en campañas en África y en Tracia, destacando pronto por su capacidad militar, hasta alcanzar el cargo de comes Britanniarum, comandante de las tropas en Britania. Su vida cambió por completo en el año 383, cuando el emperador Graciano fue asesinado en Lyon y sus soldados proclamaron a Máximo como nuevo emperador. Cruzó el canal de la Mancha, se instaló en Tréveris y empezó a gobernar con el respaldo de sus legiones.

Para afianzar su poder, presentó a su hijo Flavio Victor como coemperador y se rodeó de una corte que imitaba la de los grandes emperadores. Durante este período, se le consideraba emparentado con Teodosio, reforzando la legitimidad de su posición. En 384, tras un acuerdo concluido en Verona entre los diferentes poderes del Imperio, se estableció un reparto tripartito: Magno Máximo quedó al frente de Britania, la Galia e Hispania; el joven Valentiniano II conservaba Italia, y Teodosio gobernaba Oriente. A ojos de muchos contemporáneos, no era un rebelde cualquiera, sino un emperador reconocido en parte del Imperio.

Una de las facetas más controvertidas de su gobierno fue su relación con la Iglesia. Máximo se presentó como campeón de la ortodoxia nicena, en contraste con la corte de Milán, más inclinada al arrianismo bajo la influencia de la emperatriz Justina. En ese contexto tuvo lugar el episodio del proceso de Prisciliano, obispo hispano acusado de herejía y prácticas mágicas.

En el año 385, en Tréveris, Magno Máximo autorizó su ejecución, convirtiéndose en el primer emperador que mandaba a la muerte a un cristiano por motivos doctrinales. Esta decisión causó un enorme escándalo: Ambrosio de Milán y el papa Siricio lo condenaron abiertamente, porque consideraban que la Iglesia debía juzgar la fe, no el poder civil. Para Magno Máximo, en cambio, era una manera de reforzar su papel de garante de la ortodoxia y de mostrar que su autoridad se apoyaba en Dios tanto como en las legiones.

El delicado equilibrio entre los tres emperadores se quebró pronto. En el año 387, Máximo invadió Italia y obligó a Valentiniano II y a su madre a huir a Tesalónica. Allí encontraron el apoyo de Teodosio, que aceptó intervenir tras asegurarse una alianza matrimonial con Gala, hija de Justina. La guerra estaba servida. Tras una cuidadosa preparación, Teodosio lanzó su campaña en el año 388.

Las tropas de Máximo fueron derrotadas en Panonia y el emperador hispano, refugiado en Aquilea, fue capturado y ejecutado por sus propios soldados antes de que Teodosio tuviera que decidir su destino, acabando así su aventura imperial.

El balance de su figura es complejo. Oficialmente, quedó como un usurpador que había perturbado el orden y que terminó aplastado por el poder legítimo de Teodosio. Pero esa etiqueta simplifica demasiado. Durante cinco años, Magno Máximo gobernó con autoridad sobre una parte significativa del Imperio, reorganizó provincias en la Galia y en la Tarraconense —donde elevó su rango administrativo—, acuñó moneda propia en Hispania y buscó integrar a la aristocracia local en su régimen.

Su insistencia en la defensa de la ortodoxia cristiana, aunque acabó con la tragedia de Prisciliano, muestra hasta qué punto la política y la religión estaban ya indisolublemente unidas en la Antigüedad tardía.

Así, Hispania no solo dio a Roma emperadores gloriosos como Trajano, Adriano o Teodosio. También fue cuna de un personaje fascinante y complejo como Magno Máximo, que defendió la ortodoxia cristiana, reorganizó provincias y gobernó con visión propia. Su historia, a menudo relegada, nos recuerda que incluso los nombres menos célebres tuvieron un impacto real y duradero en la política y la religión del Imperio.

Máximo demostró que un emperador podía combinar ambición, capacidad militar y compromiso religioso, y que la conexión con su tierra natal podía ser un elemento clave de su gobierno. En este sentido, su figura completa el retrato de una Hispania que no solo aportaba hombres de armas y recursos al Imperio, sino también líderes capaces de moldear la historia, defender la fe y dejar su impronta en la política y la administración del mundo romano.