Hermann Göring en los juicios de Núremberg
Adicto, narcisista y obsesionado con los trenes: el retrato de Göring que va más allá del monstruo nazi
Si hay algo que distingue al 'Reichsmarschall' del resto de la cúpula nazi, es que él no encajaba en el molde del burócrata gris ni en el de fanático ascético. Göring era otra cosa. Era una ópera wagneriana desafinada, un personaje barroco, excesivo y pantagruélico
El cine, ese espejo que a veces deforma y otras revela, ha traído de nuevo los fantasmas del siglo XX. Con el estreno de Nuremberg, donde Russell Crowe se mete en la piel (y en los kilos) de Hermann Göring, la historia invita al espectador a sentarse de nuevo en el banquillo. Su vida privada es un abanico de vicios capitales. Porque, más allá de las órdenes de bombardeo y la firma de decretos inhumanos, existía un hombre, Hermann, cuyas curiosidades y manías pintan el retrato de una decadencia moral absoluta. No era un monstruo de hielo, como Himmler; era un monstruo de carne, grasa, morfina y vanidad.
La primera curiosidad que salta a la vista –y que la película se encarga de subrayar– es su obsesión enfermiza por la estética. En un régimen que predicaba la austeridad espartana y el uniforme de campaña, Göring se comportaba como una prima donna. Su armario era más grande que el vestuario de un teatro nacional. Diseñaba sus propios uniformes porque los reglamentarios le parecían aburridos, y mejoró las condecoraciones de dos de sus pilotos, Galland y Rudel, con oro y brillantes.
Se le vio vestido con abrigos de piel de foca blanca hasta los tobillos, con túnicas que imitaban las togas romanas, con trajes de terciopelo verde esmeralda para la caza y azul celeste para la aviación. Pero el detalle que mejor define su desconexión con la virilidad nazi era su tocador: no son pocos los que afirman que Göring se maquillaba. Usaba polvos para aclarar su tez y, lo más inaudito, se pintaba las uñas de rojo cuando se disfrazaba de Nerón.
Cuentan los diplomáticos de la época que, en las recepciones, cambiaba de atuendo hasta cuatro veces al día. Iba cargado de joyas como un ídolo pagano, con anillos de rubíes y diamantes. Era la vanidad elevada a la categoría de política de Estado. Una vanidad que escondía un complejo profundo: el del antiguo héroe de guerra, el as de la aviación y subjefe de la escuadrilla del Barón Rojo, atrapado en un cuerpo deformado por la gula y las drogas.
Leones como mascotas
Si Calígula nombró cónsul a su caballo, Göring no se quedó atrás en excentricidades zoológicas. En su residencia de Carinhall —ese templo del mal gusto que construyó en los bosques de Berlín—, la mascota de la casa no era un pastor alemán, como mandaba el canon nazi. Eran leones. El mariscal tenía una obsesión con estos felinos, símbolos de realeza y fuerza. Tuvo varios cachorros, siendo la leona «Mucki» la más famosa. La anécdota es terrorífica y ridícula a la vez: Göring permitía que los leones deambulasen libremente por la mansión durante las visitas oficiales.
Imaginen la escena: embajadores extranjeros y ministros temblando de miedo, intentando mantener la compostura diplomática mientras un león joven les olisqueaba las botas o les daba un zarpazo «juguetón» en la pierna, todo ello mientras Göring, repanchigado en un trono de roble, reía a carcajadas con esa risa estruendosa que helaba la sangre. Era su forma de decir: «Yo domo a la bestia y, por tanto, os domo a vosotros».
El niño que jugaba a la guerra
Quizás la anécdota más inquietante era su afición al modelismo ferroviario. Göring mandó instalar en el ático de su mansión una de las maquetas de trenes más grandes del mundo en aquella época: una red compleja de vías, estaciones, túneles y paisajes alpinos. Tenía incluso un sistema para simular bombardeos aéreos sobre los trenes de juguete.
Lo grotesco del asunto es que, mientras la verdadera Luftwaffe, bajo su mando, bombardeaba Londres o Varsovia, y mientras los trenes reales de la Reichsbahn transportaban a millones de almas hacia el exterminio en el este, el segundo hombre más poderoso del Reich se pasaba las tardes en su ático, vestido con un kimono de seda, moviendo palanquitas y dirigiendo trenes de miniatura. Es la metáfora perfecta de la banalidad del mal: un niño grande y cruel jugando a ser Dios mientras el mundo real ardía por su culpa.
La codicia de Göring era conocida por todos: saqueó los museos de Europa para llenar Carinhall. Se consideraba un connoisseur, un experto refinado con un ojo infalible para la belleza clásica. Odiaba el «arte degenerado» moderno y buscaba desesperadamente obras de los viejos maestros.
Sin embargo, la Divina Providencia –que tiene un sentido de la justicia muy fino– le reservó una humillación histórica. Göring pagó una fortuna por un cuadro titulado Cristo con la adúltera, atribuido al maestro holandés Vermeer. Lo exhibió como la joya de su colección. Tras la guerra, durante los interrogatorios, se descubrió la verdad: el cuadro no era un Vermeer. Era una falsificación pintada por un artista holandés llamado Han van Meegeren, que lo había creado en su cocina para engañar a los nazis.
Cuando le comunicaron a Göring en su celda de Núremberg que su «obra maestra» era falsa, el mariscal palideció y se hundió. Según los testigos, le dolió más saberse estafado en su orgullo de coleccionista que la acusación de haber arrasado ciudades enteras. Tal era el calibre de su soberbia.
Adicción a la morfina
No se puede entender a la persona sin entender su química. Desde que recibió un disparo en la ingle durante el Putsch de Múnich en 1923, Göring vivió esclavo de la aguja. No era un consumidor recreativo, sino un adicto funcional grave. Consumía paracodeína y morfina como si fueran caramelos. Esta adicción explica sus cambios de humor repentinos: pasaba de la euforia encantadora a la depresión o la ira homicida en cuestión de minutos. En las reuniones militares, a veces se quedaba dormido o divagaba sobre temas inconexos.
Göring en cautiverio, 9 de mayo de 1945
Cuando fue capturado por los americanos, llegó con dos maletas: una con ropa y otra, enorme, llena de miles de pastillas de paracodeína. Fue necesaria una desintoxicación médica forzosa en prisión para que el hombre real emergiera de la bruma química. Y aquí reside la paradoja final: al perder peso y limpiarse de la droga, Göring recuperó su inteligencia afilada.
El hombre que se defendió como un león en el juicio de Núremberg ya no era el bufón drogado de los últimos años de la guerra, sino el cerebro lúcido y maligno que había ayudado a Hitler a subir al poder como jefe de Policía del estado de Baviera.
La humanidad del mal
Ver a Russell Crowe o leer sobre estas anécdotas no debe servir para humanizar a Göring en el sentido de exculparlo. Al contrario. Al ver sus debilidades, sus juegos infantiles, sus mascotas y su vanidad de nuevo rico, comprendemos algo mucho más aterrador: no hacía falta ser un demonio sobrenatural para causar tanto dolor.
Hermann Göring fue un hombre dotado de talentos naturales que decidió ponerse al servicio de la oscuridad a cambio de lujos, poder y paracodeína. Sus excentricidades eran los síntomas de un alma podrida, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, entre un tren de juguete y un tren de deportados, entre un cuadro falso y la verdad eterna.
Y esa lección, la de cómo el vicio corrompe el talento, es la que perdura cuando vemos a Russell Crowe en la piel de Göring y se apagan las luces de la sala.