
William de Klerk y Nelson Mandela en una imagen de archivo
Obituario
El gerifalte blanco que liberó a Mandela
Figura del régimen de apartheid, entendió que no quedaba más remedio que desmontarlo y entregar el poder a quien los sudafricanos eligiesen, independientemente de su etnia
El 11 de de febrero de 1990, Nelson Mandela abandonaba, ante las cámaras del mundo entero, la cárcel de 'Víctor Verster', tras 28 injustos años entre barrotes. Tres lustros de presión internacional sobre Sudáfrica, plasmada en unas sanciones cada vez más apremiantes, forzaron el histórico acontecimiento. Más una valoración justa obliga a reservar un lugar de honor a Frederik Willem De Klerk, quien tuvo la valentía de tomar la decisión y de anunciarla públicamente antes ante un Parlamento mayoritariamente hostil. El presidente de Sudáfrica -llevaba en el cargo desde agosto de 1989- hizo, obviamente, alarde de realismo antes de dar el histórico paso: el deterioro de la situación económica, una tensión social incontrolable y un aislamiento diplomático insostenible no permitían otra salida.
Lo que conviene subrayar es que estos condicionantes no supusieron la principal dificultad para el mandatario. Lo que de verdad tuvo que superar De Klerk fueron décadas de prejuicios sedimentados, en primer lugar, por su nacimiento en el seno de una familia estrechamente vinculada al apartheid. Su padre, Jan De Klerk, desempeñó varias carteras ministeriales, y hasta asumió -con carácter interino- la jefatura del Estado, mientras se implementaba la segregación racial, que el proceso tuvo sus tiempos. En segundo lugar, De Klerk tuvo que renegar de su propio pasado, pues en casi dos décadas de carrera política, nunca se había distinguido por un afán aperturista.
Su oportunidad llegó a raíz de la dimisión de Pieter Botha: el favorito de este último para sucederle al frente del Partido Nacional era Barend du Plessis, titular de la cartera de Economía, por lo que a De Clerk solo le quedaba sacar provecho de su condición de outsider, cosa que hizo con suma habilidad. Una vez se hizo con el control del partido, se lanzó al asalto, también con éxito, de la Presidencia de la República. Con todo el aparato del Estado a su disposición quedaba por delante la liquidación del régimen de apartheid, decantándose, como otros dirigentes en la misma tesitura, por la opción de la voladura controlada.
Aunque con una singular diferencia: el primer movimiento fue en política exterior mediante un viaje al Reino Unido, pues Margaret Thatcher, que apuraba su último año en Downing Street, era la única mandataria de peso en la escena internacional que se había distanciado de las sanciones a Sudáfrica. Un posicionamiento que compatibilizó con la firme petición a De Klerk para que liberase a Mandela. El destinatario entendió el mensaje y supo anticipar que el histórico gesto para con el líder opositor no era una culminación, sino un principio. El principio de un largo recorrido que debía desembocar en una Sudáfrica completamente igualitaria.
Semejante objetivo no significaba únicamente pactar con Mandela. Significaba, asimismo, hacerlo con el resto de grupos étnicos -Sudáfrica es un mosaico- y convencer a la minoría blanca de la imperiosa necesidad de compartir el poder. La travesía se desarrolló en medio de dificultades. El levantamiento del estado de emergencia -en vigor desde 1985-, la libertad del resto de presos o la legalización de una treintena de presos políticos fueron bien acogidas si bien no apaciguaron las tensiones. Principalmente con los zulúes y con los extremistas blancos. Ambos no quería perder sus privilegios.
Los escollos de la transición sudafricana, que rebotaban directamente en De Klerk, fueron muchos. E imprevisibles: cuando el presidente creyó haber superado lo más difícil con su victoria en el referéndum de reforma institucional de marzo de 1992 -en el que, por última vez, solo participaron los blancos-, le tocó gestionar una interrupción de las negociaciones que se prolongó durante un año. Y con una ola de violencia que sumó alrededor de 20.000 muertos. Pero de nuevo el temple y la buena voluntad de De Klerk imperaron: el 6 de mayo de 1994, tras las primeras elecciones multirraciales, entregó el poder a Nelson Mandela. Y después de haber compartido con él un merecidísimo Premio Nobel de la Paz. Por cierto, sin haber condenado nunca el apartheid, solo sus «efectos dañinos». Cuestión de matices.
Video póstumo

Precisamente en respuesta directa a sus críticos, el propio De Klerk había dejado grabado un «último mensaje» en un vídeo que su fundación difundió este jueves de manera póstuma.
En él admitía haber tenido posturas insensibles en el pasado, pero reiteraba la sinceridad de sus peticiones de perdón.
«Dejadme hoy, en este último mensaje, repetir: yo, sin reservas, me disculpo por el dolor, el sufrimiento, la indignidad y el daño que el apartheid trajo», recalcaba el líder afrikáner.
«Lo hago no solo en mi capacidad de antiguo líder del Partido Nacional (el que construyó y mantuvo el apartheid), sino como individuo», agregaba un De Klerk ya visiblemente debilitado por el cáncer que finalmente causó su muerte.