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05 de mayo de 2024

Isabel II y Thatcher, en 2005

Isabel II y la ex primer ministra, Margaret Thatcher, en 2005.©GTRESONLINE

Isabel II

Las escasas intervenciones en política de Isabel II

Se ciñó a rajatabla a su deber de neutralidad, pero ayudó a resolver crisis institucionales y se sirvió de la sutileza y del simbolismo para dejar clara su postura en determinados asuntos

«Ser consultado, alentar y advertir». En sus setenta años de reinado, Isabel II no se apartó ni un ápice del tríptico de recomendaciones acuñadas por el ensayista Walter Bagehot para definir las funciones del monarca en un Monarquía parlamentaria.
La fallecida reina siempre sorteó con habilidad las crisis políticas e institucionales a las que tuvo que enfrentarse. Empezando por la del Canal de Suez en 1956.
Están documentadas las desavenencias que se produjeron entre los miembros de su Casa respecto de la actitud a adoptar en relación con la acción militar en Egipto: el secretario privado, sir Michael Adeane la aprobaba a diferencia de sus dos adjuntos, sir Edward Ford -antiguo preceptor de Faruk II- y sir Martin Charteris.
¿Y la Reina? Cuando veinte años después, un autor dio a entender públicamente que se había opuesto «con firmeza» a la operación, sir Anthony Eden, quien, como primer ministro, fue el máximo responsable de la opción militar, desmintió las aseveraciones, pero precisó a continuación: «tampoco estaba a favor».
Es decir, Isabel II se situó dentro de los límites de sus funciones constitucionales.
La lógica dimisión de Eden tras el fracaso de Suez supuso para Isabel II, formalmente competente para designar al sucesor. Situación harto incómoda: por entonces los partidos no disponían de mecanismos para resolver ese entuerto.
Para no comprometerla, los próceres conservadores pidieron a uno de ellos, el marqués de Salisbury, que llevase a cabo unas consultas de las que debía surgir el nombre de la persona más adecuada para instalarse en Downing Street.
La Reina, por su parte, pidió consejo directamente a Eden y su predecesor, sir Winston Churchill. Cuando Salisbury acudió a Buckingham a anunciar a la Reina que Harold MacMillan quién más apoyos recababa, ésta le nombró primer ministro.
Actitud constitucionalmente impecable según las reglas de la época; pero que no impidió, que el principal derrotado de la contienda, Rab Butler, descargase su resentimiento utilizando en modo irónico la expresión «nuestra muy querida Reina» en el transcurso de una entrevista periodística que no llegó a publicarse.
Un escenario similar se produjo seis años más tarde. Esta vez MacMillan era el dimisionario -el caso Profumo y su salud declinante no le dejaron otra opción-, Isabel II se vio de nuevo en la tesitura (y en contra de su voluntad) de tener que inmiscuirse en la «cocina» interna del Partido Conservador.

Se desplazó, acompañada por Adeane, al hospital donde estaba ingresado MacMillan para aceptar su renuncia y sondearle sobre el futuro más inmediato

En una inevitable transgresión del protocolo, se desplazó, acompañada por Adeane, al hospital donde estaba ingresado MacMillan para aceptar su renuncia y sondearle sobre el futuro más inmediato.
La opinión del saliente coincidió con la que se desprendió de los cabildeos conservadores: Isabel II invitó a sir Alec Douglas-Home, ministro de Asuntos Exteriores, a formar Gobierno.
Fue la última vez que la Soberana intervino de forma directa en la vida política. Ni siquiera tuvo que hacerlo cuando en 2010, si se exceptúan los años de la Segunda Guerra Mundial el Reino Unido tuvo su primer gobierno de coalición en siete décadas: los partidos ya habían refinado y modernizado su funcionamiento interno. Un alivio para la Soberana.

Los siguientes embrollos políticos en los que se vio, directa o involuntariamente, la Reina tuvieron que ver con la Commonwealth

Los siguientes embrollos políticos en los que se vio, directa o involuntariamente, la Reina tuvieron que ver con la Commonwealth, siendo el espinoso caso de Rodesia del Sur la demostración meridiana de la sutileza política de Isabel II.
La declaración unilateral de independencia impulsada en aquel territorio del sur de África por Ian Smith planteó un conflicto de primer orden: Londres, seguido por la mayoría de la comunidad internacional, condenó desde el primer momento los hechos consumados de un Smith que controlaba la mayor parte del territorio.
Quien no se plegó a los designios del golpista blanco fue el gobernador del territorio aún colonial -y, por ende, representante directo de la Reina-, sir Humphrey Gibbs, que se atrincheró en su residencia oficial.
El escenario se enrocaba paulatinamente y desbordaba al primer ministro Harold Wilson. Isabel II, obviamente, carecía de la capacidad de intervención directo; pero tomó la iniciativa de actuar a través de su canal, el simbólico, nombrando a Gibbs Caballero Gran Cruz de la Orden Real Victoriana, una de las cuatro órdenes que puede conceder directamente.

Con ese gesto tan político dejó claro en quien descansaba la legitimidad y su representación en Rodesia: solo en Gibbs

Con ese gesto tan político dejó claro en quien descansaba la legitimidad y su representación en Rodesia: solo en Gibbs.
A partir del año siguiente, el sexto jefe de Gobierno de su reinado fue Edward Heath, el primer líder conservador procedente de la working class. Y también el primer ministro con el que Isabel II tuvo las relaciones, políticas y personales, más complicadas.
El punto de fricción solía ser la Commonwealth. Artífice de la adhesión de Gran Bretaña a la Comunidad Económica Europea, Heath sentía cierto desdén, sin proclamarlo abiertamente, hacia la organización que agrupa a las antiguas colonias británicas.
En una ocasión intentó disuadir a la Reina a viajar a Canadá para asistir a una cumbre; una forma de deslucir el encuentro. La Soberana se negó en redondo, y en un discurso navideño, no supervisado por el Gobierno, dejó bien claro que el acercamiento a Europa no significaba un alejamiento de la Commonwealth.
Episodio de poca importancia en comparación con la tormenta institucional que asoló Australia a finales de 1975, cuando el gobernador general, sir John Kerr, cesó abruptamente al primer ministro laborista Gough Whitlam.
Kerr, representante de la Reina en Australia, se extralimitó en sus funciones, según los laboristas y buena parte de la clase política local. Los críticos trasladaron su descontento a Buckingham, donde Charteris -ya secretario privado en jefe- entendió que había que proteger a la Reina de la crisis.
En una carta dirigida a Kerr defendió que el hecho de que nadie hubiera utilizado los poderes constitucionales para destituir a un gobierno no significaba que no existieran, pero a continuación aclaró que los poderes de último recurso pertenecían a Kerr y no a la Reina.

La Commonwealth generó tensiones entre Isabel II y Margaret Thatcher

La Commonwealth generó asimismo tensiones entre Isabel II y Margaret Thatcher. Todo empezó bien: en la cumbre de Lusaka de 1979, la primera en la que participó la Dama de Hierro, la Reina hizo todo lo posible para facilitar su integración en el evento.
Así lo corrobora John Campbell, uno de los biógrafos de Thatcher. Las cosas se complicaron al optar la primera ministra por no aplicar sanciones a la Suráfrica del apartheid. Pero el resto de jefes de Estado y de Gobierno de la Commonwealth hicieron bloque contra Thatcher. La perspectiva de ver a la organización partida en dos asustó a la Reina. Thatcher no cedió.
Aunque sí reprochó en 1983 al presidente Ronald Reagan, su gran aliado, que invadiese Granada -cuyo jefe de Estado es el monarca británico- sin previo aviso.
¿Lo hizo por iniciativa propia o a instancias de la Reina? Hay historiadores para cada versión. Lo cierto es que es uno de los tantos secretos que ambas, la Reina y la Dama de Hierro, se han llevado a sus respectivas tumbas.
(apoyo) Isabel II no era ‘indepe’

Isabel II no era «indepe»

La Reina aceptó sin queja que algunos de los territorios sobre los que había reinado (Pakistán, Trinidad y Tobago, Islas Fiyi, Isla Mauricio, Barbados…) se decantarán por la República. Mas se mostraba contraria al secesionismo en sus predios.
El 26 de octubre de 1995, cuatro días antes del referéndum sobre la independencia de Quebec, el locutor y humorista Pierre Brassard, haciéndose pasar por el primer ministro canadiense Jean Chrétien, logró establecer comunicación telefónica con la Reina exponiéndole la grave situación del país: su unidad peligraba. Respuesta de Isabel II: «haré lo que pueda para ayudar». Entiéndase que prefería un Canadá unido.
​Con el mismo ingenio, y sin bromas radiofónicas de por medio, se pronunció en septiembre de 2014 poco antes del referéndum sobre la independencia de Escocia. Al preguntarle un pasante, a la salida de Misa, sobre el asunto, respondió que esperaba qua la gente pensara «con cuidado sobre el futuro». La críptica frase fue unánimemente interpretada como un apoyo a la unidad de su reino. Fue escuchada.
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