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25 de abril de 2024

El presidente de Rusia, Vladimir Putin, con la cúpula militar rusa

El presidente de Rusia, Vladimir Putin, con la cúpula militar rusaAFP

318 días de guerra

La voraz ambición de Putin y el sombrero del pato

Putin sueña con una corona imperial en la que Ucrania sería la joya que justificaría tanto los trabajos de su largo reinado como los crímenes cometidos para mantenerse en el poder

Hace ya algunos meses, mientras aprovechaba el sol de la tarde para pasear por un parque público, tuve la fortuna de encontrarme con uno de esos teatros de guiñol que le transportan a uno a los lejanos años de su infancia. Como hacemos muchos de los que crecimos sin televisión, me quedé unos momentos para tratar de reconocer en mi memoria la obra que se representaba. Vano propósito.
El mundo ha dado demasiadas vueltas. Cuando yo era niño, todos los cuentos infantiles tenían un componente violento que hoy suele evitarse. Ya nadie quiere que sus hijos oigan hablar de un lobo feroz que se coma a los pobres cerditos, o una madrastra malvada que envenene a Blancanieves.
La historia que esa tarde se contaba era, como exigen los tiempos, menos sangrienta. A un pato le había tocado en un sorteo un bonito sombrero que un envidioso tigre quería para sí. El pérfido felino sabía que estaba mal abusar de su fuerza para quitarle el sombrero al pato, pero el deseo era más poderoso que la razón. «Es que yo lo quiero» se justificaba el tigre de cara al público.

Putin sueña con una corona imperial en la que Ucrania sería la joya que justificaría tanto los trabajos de su largo reinado como los crímenes cometidos para mantenerse en el poder

Lamento no haberme quedado a ver el final de la representación porque desde entonces, cada vez que veo al presidente Putin en cualquiera de los medios de comunicación en que suele aparecer, no puedo evitar recordar al tigre de la historia.
Cierto es que lo que el líder ruso ambiciona no es físicamente un sombrero pero, si vamos al fondo de la cuestión, tampoco es tan diferente. Putin sueña con una corona imperial en la que Ucrania sería la joya que justificaría tanto los trabajos de su largo reinado como los crímenes cometidos para mantenerse en el poder.
El antiguo espía ruso reconvertido en estadista no ha inventado nada que pueda legar a la humanidad. Si acaso, ha retrocedido ocho siglos en el tiempo, recuperando el trasnochado espíritu de la época en la que la Primera Crónica General glosaba la conquista de Sevilla por Fernando III el Santo como «la cosa que dio cima a las otras cosas todas que este rey don Fernando hizo».
Como ha llovido mucho desde entonces, Putin se siente en la obligación de ocultar sus motivos. No necesitaba hacerlo el tigre del guiñol, que asumía su propia maldad. Tampoco el Rey Santo, en una época en la que conquistar nuevas tierras para la corona era el primer deber de todo monarca, además de la única manera de cuadrar las cuentas del reino antes de que se inventara el PIB.
Sin embargo, todos los líderes que en tiempos contemporáneos se han lanzado a campañas de conquista se han esforzado —casi siempre sin éxito— para legitimar sus acciones. Es lo mínimo que se puede pedir cuando uno exige a tantos de sus súbditos que sacrifiquen sus vidas en la empresa.
No me importa reconocer que, en la ardua tarea de justificar lo injustificable, Putin se ha mostrado extremadamente diligente. Otros líderes han utilizado pretextos históricos, geopolíticos o humanitarios para crear las condiciones que, al menos a ojos de sus aliados, legitiman la guerra como un mal necesario. Otros antes que él han fomentado entre sus súbditos el odio, la ambición o el miedo, y han acudido a la religión para hacerse seguir en su loca carrera bélica. Putin, justo es decirlo, ha tocado todos los palos. Justo es también reconocer que, como cabría esperar de tan frenética actividad, a menudo sus pretextos han resultado contradictorios.
¿Por qué invade Putin Ucrania? ¿Para prevenir un ataque de la OTAN, de la mano de los nazis ucranianos? La excusa sería más creíble si el líder ruso no presumiera casi cada día de que tiene el mejor arsenal nuclear del mundo, con el que puede aniquilar a cualquiera que levante un dedo contra él.

La Alianza se ha fortalecido, ha recuperado su razón de existir y está en proceso de integrar dos nuevos países, Suecia y Finlandia, sin que Rusia se haya sentido inclinada a invadir ninguno

¿Para debilitar a la OTAN o prevenir su expansión? También el pretexto ganaría credibilidad si Putin explicara en qué medida la conquista de cuatro regiones ucranianas contribuye a tales propósitos. Por ahora, y como era de prever, la Alianza se ha fortalecido, ha recuperado su razón de existir y está en proceso de integrar dos nuevos países, Suecia y Finlandia, sin que Rusia se haya sentido inclinada a invadir ninguno de ellos.
¿Para debilitar el liderazgo del imperio americano y crear un mundo más equilibrado y justo? La excusa no encaja bien con la tesis de Lavrov, que asegura a quien desee oírle —y no son pocos en España— que son los Estados Unidos quienes han provocado la guerra y quienes desean prolongarla porque les permite alcanzar todos sus objetivos estratégicos. Surge entonces la pregunta obvia: si el resultado de la invasión es que Europa se someta a la gran potencia americana y que Rusia quede debilitada militarmente ¿por qué no darla por finalizada y volverse a casa?
La respuesta la ha dado el propio Putin, que insiste en que la denominada «operación militar especial» ya ha dado frutos positivos: la integración de cuatro nuevas regiones en la Federación Rusa.

El problema real está en Ucrania. Putin dice que esta nación es una creación de los comunistas que no tiene derecho a existir

Parece pues que el problema real está en Ucrania. Putin dice que esta nación es una creación de los comunistas que no tiene derecho a existir. Asegura a quien quiera escucharle que él no está conquistando nada, sino recuperando lo que históricamente es suyo. Tal devoción por la historia no justifica ninguna guerra según la carta de la ONU pero, en cualquier caso, sería mucho más creíble si Rusia accediera a devolver Kaliningrado —antigua Prusia Oriental— a Alemania o las islas Kuriles a Japón.
Luego está la excusa de la guerra civil en el Donbás. Los malvados ucranianos, dice Putin, matan civiles por el delito de hablar ruso. En momentos de arrebatadora inspiración, alguno de los portavoces del Kremlin se ha dejado llevar y ha llegado a asegurar que «Rusia es el único país que hace la guerra por compasión».

Fue Putin quien provocó la guerra civil y quien la sostuvo durante ocho años con armas y soldados

Sin pretender justificar el régimen de Zelenski y su forma de luchar contra los independentistas —no hay guerra sin crímenes— lo cierto es que la compasión sería un mejor pretexto si no supiéramos que fue Putin quien provocó la guerra civil y quien la sostuvo durante ocho años con armas y soldados; si olvidáramos la destrucción de Grozni y cómo solventó Putin a sangre y fuego su propia guerra civil en Chechenia; si no viéramos en televisión los crímenes del liderazgo político ruso, que no duda en ordenar el bombardeo de objetivos civiles en las ciudades ucranianas, y de muchos de sus soldados que, sobre el terreno, asesinan y violan con la mayor impunidad sabiendo que, para no dañar la imagen de la patria, no van a ser juzgados. Para cualquiera que no cierre los ojos a la realidad, la excusa de la compasión es solo una broma macabra.

La voluntad de los ucranianos

¿Qué decir, por último, de la voluntad de los ucranianos? Putin asegura que los habitantes de Crimea y de las regiones que tiene parcialmente ocupadas han apoyado en referéndum su integración en Rusia de forma abrumadora. Pero ese encomiable fervor por la libre determinación de los pueblos, tan intenso que justifica el celebrar consultas a punta de pistola en el territorio de sus vecinos, sería mucho más creíble si el líder ruso y sus acólitos no insistieran tan a menudo en que las regiones anexionadas son ya «rusas para siempre».

Es obvio que, si los habitantes (de las regiones anexionadas) quisieran volver a votar, se encontrarían con la solución chechena: o rusos o muertos.

Es obvio que, si sus habitantes quisieran volver a votar, se encontrarían con la solución chechena: o rusos o muertos. Eso sí, tendrían el honor de ser sacrificados en el altar de ese supremacismo que, aunque algunos lo nieguen, inspira todos los nacionalismos, y no solo el ruso.
Entre tanto pretexto absurdo, es difícil no ver como sobresale una sólida verdad: Putin invade Ucrania porque quiere conquistarla, en su totalidad o, como mal menor, en la extensión que sea posible. ¿Demasiado obvio? Así es.
Siempre habrá analistas que, como el sastre de otro conocido cuento infantil, confeccionarán vistosas teorías conspiratorias para intentar cubrir las vergüenzas de su emperador a los ojos de las personas que presuman de inteligentes. No les haga el lector demasiado caso. En lo que se refiere a sus motivaciones para esta guerra, lo verdaderamente inteligente es admitir que Putin va desnudo. Y no solo de medio cuerpo para arriba, como le gusta aparecer en las fotografías.

Para Rusia, esta guerra es un verdadero desastre que retrasará décadas su desarrollo económico y social

Nos queda, si acaso, un último extremo por aclarar. Lo que Putin está haciendo es criminal, pero ¿persigue al menos el beneficio de la madre patria? No. Para Rusia, esta guerra es un verdadero desastre que retrasará décadas su desarrollo económico y social. Dejémonos pues de vaguedades. Como el tigre del guiñol, que quería el sombrero del pato, Putin quiere una corona. «Es que yo quiero Ucrania», imagino oírle decir. Y, con la conquista, quiere el poder y la gloria, las dos formidables palancas que de verdad mueven a tiranos como él.
Como he dicho, lamento no haber presenciado el final de la obra en el teatro de guiñol. Pero, si yo tuviera que escribir un desenlace apropiado, serían los demás animales quienes, sordos a las justificaciones del tigre y sus pocos amigos, obligarían al felino a devolver el sombrero a su legítimo dueño. Al menos, así es como me gustaría que terminase la aventura de Putin y su ansiada corona. Aunque, por desgracia —y eso es lo que hace al líder ruso mucho más antipático que el tigre del guiñol— el sufrido pueblo ucraniano tenga que pagar con sangre el único final feliz que cabe en esta historia.
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