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El observadorFlorentino Portero

Humillación

Siguiendo la política exterior establecida por Trump durante su presidencia, los críticos opinan que Estados Unidos debería ayudar a los europeos a frenar a Rusia, no liderar a los europeos. Si es un serio problema de seguridad para el Viejo Continente, que sean sus gobiernos los que actúen

Actualizada 01:30

La voladura parcial del puente de Crimea tiene efectos dispares que debemos valorar con cierto cuidado. Ha puesto de manifiesto lo que los militares rusos temieron desde un primer momento, que fuera un objetivo a batir por parte de sus iguales ucranianos y que, a lo peor, fueran capaces de lograrlo. Sí, lo han conseguido, justo después de ejecutar de manera brillante una contraofensiva que ha puesto en evidencia las vulnerabilidades del despliegue ruso. Desde el mes de marzo hasta nuestros días hemos pasado de reconocer el valor de la resistencia ucraniana, apenas dotada de medios de combate, a tener que aplaudir su habilidad táctica para llevar a cabo una operación de esta complejidad.

Con el puente dañado la cadena logística rusa se va a ver aún más alterada. Ya no es sólo que unidades en primera línea reciban con dificultad suministros y municiones, es que éstas no llegan a la retaguardia en las cantidades necesarias. En esas circunstancias las fuerzas ucranianas tendrán un mayor margen de maniobra para recuperar territorio perdido.

Por último, y más importante, está el nuevo ridículo internacional de Rusia. Recordemos que la invasión de Ucrania se enmarcó en el intento de Moscú de recomponer el mapa de seguridad del Viejo Continente, reduciendo la presencia de Estados Unidos y dividiendo a los estados europeos. Putin sentía que, tras años de recuperación económica y de reforma de las fuerzas armadas, el país estaba en condiciones de exigir el pleno reconocimiento de su condición de superpotencia. Atrás quedaban ya los tiempos en que su Gobierno trataba de encontrar su sitio en el «orden liberal», de coquetear con la Alianza Atlántica, de presentarse como una nación fiable. Rusia, tal como la entienden Putin y sus compañeros políticos, pertenece a otra cultura política, es más, es la cabeza de una «civilización» alternativa. Abandonado el marxismo, recuperado el nacionalismo con la complicidad de la Iglesia Ortodoxa, fieles siempre al leninismo, la élite política se consideraba preparada para derribar el agrietado muro de la cohesión occidental para imponer su voluntad en su «legítima» esfera de influencia.

¿Qué queda de aquellos objetivos? Rusia está retrocediendo, su economía se resiente y el rechazo popular crece ante las fundadas dudas de que la invasión de Ucrania poco tiene que ver con el concepto de «guerra patria», de defensa de la nación ante el invasor. Es Rusia quien invade, lo hace ilegalmente, violando compromisos previos, y sin justificación alguna. China e India marcan distancias ante una operación que hace ya meses dejó de ser quirúrgica para devenir en guerra de desgaste.

Ante tal humillación Rusia no tiene marcha atrás. Tiene que demostrar tanto voluntad de combate como capacidad destructiva. Ese es el mensaje que se nos quiere hacer llegar con el bombardeo de ciudades. Putin está dispuesto a todo porque no tiene la posibilidad de dar marcha atrás. Tiene que consolidar las posiciones para esperar que el campo de batalla principal, el económico, genere los resultados previstos en la esfera política. El alza de los precios y las dificultades para acceder a las fuentes de energía tienen que alimentar, en la visión rusa, el rechazo a las élites dirigentes que viene de atrás. Con la emergencia de nuevas fuerzas políticas y su acceso al poder, Moscú confía en poder romper la Alianza y el consenso en la Unión Europea, así como hallar una salida digna a su situación ¿Lo logrará?

La continua petición de unidad por parte de las autoridades de la Alianza y de la Unión son clara expresión de su preocupación ante su posible pérdida. Si casi todos coinciden en condenar la invasión rusa, las diferencias aumentan cuando se trata de aprobar sanciones o de ayudar a Ucrania, más aún cuando no hay acuerdo sobre cuál es el objetivo último de estas medidas. Mientras tanto, Estados Unidos va levantando las sanciones impuestas a Venezuela para así incrementar la oferta de petróleo en los mercados al tiempo que en el Capitolio va creciendo la preocupación por el coste de la ayuda a Ucrania. La mayor resistencia la encontramos en las filas republicanas y, aunque no es mayoritaria, no deja de aumentar. Siguiendo la política exterior establecida por Trump durante su presidencia, los críticos opinan que Estados Unidos debería ayudar a los europeos a frenar a Rusia, no liderar a los europeos. Si es un serio problema de seguridad para el Viejo Continente, que sean sus gobiernos los que actúen. No les falta razón, si no fuera porque eso implicaría la ruptura del bloque occidental. En el Capitolio también se constata que una cosa es condenar a Rusia y otra ayudar a Ucrania.

Las dudas occidentales alimentan la esperanza de todos aquellos interesados en acabar con el «orden liberal», confirmando lo ya sabido, que Occidente no es capaz de mantener en el tiempo una posición de firmeza y que tras las condenas y las sanciones llegarán la desunión y la marcha atrás. Como el almirante Carrero señaló al general Franco tras el inicio del aislamiento de España, todo lo que hay que hacer es «esperar y aguantar». El aislamiento económico de España duró poco, aunque el diplomático se prolongó. Veremos si a Putin le salen las cuentas.

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