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25 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Iceta: destruyendo museos

Senyor Iceta, ya sé que su saber museístico no es apoteósico, pero «arte local» es un oxímoron. La universalidad define al arte

Actualizada 09:25

Los como yo muy aficionados al cine recuerdan, seguro, la película: El tren. John Frankenheimer. Blanco y negro. 1964. Narra un hecho real: en agosto de 1944 y dada ya la guerra por perdida, un coronel nazi transfiere a Berlín los legendarios fondos impresionistas del Museo parisino del Jeu-de-Paume. El tren que los transporta es desviado, saboteado, descarrilado por resistentes que buscan preservar sus cuadros. Uno tras otro, los saboteadores van cayendo fusilados. El coronel acaba por aplicar el recurso extremo: hace atar, sobre el morro de la locomotora, a un puñado de rehenes franceses. En caso de voladura, morirán. ¿Qué tiene más peso moral, salvar las obras de arte o bien la vida de unos inocentes? Quienes recuerden la película conocen el desenlace. Quienes no, pueden buscarla en cualquier plataforma. Tal vez perciban hasta qué punto su dilema es el nuestro.
El nuestro. El Senyor Iceta dice ser ministro de cultura. Y lo es de barbarie. Es lo más benévolo que se me ocurre, cuando leo en El Debate su chusca ocurrencia para modernizar nuestros museos: «descolonizarlos», vocación cateta que equivale a devolver cada obra al sitio en el que fue realizada. Encaja a las mil maravillas con ese provincianismo que imprime sello al tedioso socialismo catalán: cada cual en su aldea, y que el arte acabe por ser tan liliputiensemente localista como lo son los héroes Puigdemont y Torra; como lo es, en versión pachanga, el Senyor Iceta. ¡Y tengamos la sardana en paz!
¿Alguien se ha preguntado qué quedaría del Templo de Pérgamo sin el estuche arquitectónico que lo preserva en Berlín? ¿Se le pasó a alguien por la cabeza en las manos de qué privados coleccionistas y traficantes hubieran terminado las maravillas egipcias o las máscaras africanas, de no haber gozado de protección exquisita en los más grandes museos del planeta? ¿Alguien se detiene a calcular qué porcentaje de esas obras sería hoy polvo sin los «coloniales» museos?
Con idéntica unción, he visitado el prodigioso bronce del Auriga en Delfos y los conmovedores mármoles del Partenón en Londres. El arte debe ser conservado allí en donde los hombres hayan podido –hayan sabido– preservarlo. Siento tener que recordárselo, Senyor Iceta, ya sé que su saber museístico no es apoteósico, pero «arte local» es un oxímoron. La universalidad define al arte.
El museo moderno es un invento muy reciente: última década del siglo XIX. Cuando el hombre se supo universal y quiso hacer del arte emblema. Para ello ideó un templo propio: el «museo», lugar sagrado de las musas, deidades protectoras de las artes. Y sí, todo en ese invento es descontextualización y artificio. Pero, sin ambos, nada de este último refugio de la trascendencia existiría hoy para nosotros.
Recuerdo el bello Museo imaginario de André Malraux: «Un crucifijo románico no era, de entrada, una escultura, la Madonna de Cimabue no era, en primer lugar, un cuadro, ni siquiera la Palas Atenea de Fidias era, antes que nada, una estatua». Eran actos de fe, presencias que una religión ofrece a sus creyentes, y en los que la belleza era sólo anticipo de otras promesas mayores. El museo las arrebata a todo cuanto no sea su belleza. Y no sabe el museo –y no debe saber– de las naciones o creencias, de las convicciones o desengaños que atravesaron al hombre que un día consumó el milagro de conmover a todas –a todas– las miradas humanas.
El museo consuma ese milagro de armonizar en «imágenes soberanas» el «delirio disperso de ese monstruo de sueños» que es el hombre; ese milagro que «nos hace soñar con la primera noche glacial en la que una especie de gorila se sintió misteriosamente hermano del cielo estrellado»; sin nación, sin provincia, sin aldea. Arte: belleza sólo. Para el Senyor Iceta, sin duda, lo abominable.
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