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25 de abril de 2024

Palabra de honorCarmen Cordón

El color «carne»

Para merecer el nombre 'demócrata' hay que ejercer, serlo a diario y atreverse a plantarse, como hicieron los chavales del colegio La Salle en Mallorca. Hay que decir que cocinar con semen es una cochinada monumental y afirmar sin rubor que el color carne es el beige de toda la vida

Actualizada 01:30

Una sugerencia para aquéllos que, como yo, se han postrado ante el asedio del nuevo mundo digital y llevan el móvil como un apéndice más de su cuerpo. ¡Tengan mucho cuidado con dejarse llevar por la dinámica yonqui del «scroll-down» en Instagram! Las redes las carga el diablo y te arriesgas a encontrarte, como me sucedió el otro día, con escenas esperpénticas de pseudofamosetes, como la escritora Noemí Casquet, detallando toda ufana cómo «ordeña» a su pareja para cocinar spaguetti al semen. ¡Qué asco! Les pido perdón, sé que han recreado en sus mentes una imagen que no podrán olvidar cada vez que miren un plato de carbonara, pero me parecía importante resaltar tanto los peligros que allí acechan como las maravillas a nuestro alcance, que también las hay. Por ejemplo, les recomiendo encarecidamente el gozo efímero de atender unas mini cápsulas de videos en directo con magistrales explicaciones de obras de arte que regala en Instagram el Museo del Prado (de lunes a viernes de 10 menos 10 a 10 de la mañana), eso sí, sin bajar la guardia. Hasta en ese oasis de belleza, arte y cultura uno corre peligro.
Les cuento:
Estaba yo el otro día en plena sesión sobre el cuadro Venus y Adonis de Paolo Veronese, disfrutando de la magistral explicación del profesor Alejandro Vergara sobre la escena de Venus acariciando dulcemente la frente del cazador Adonis que descansa en su regazo. El profesor nos llevaba de la mano descubriendo las pistas secretas con las que del pintor barroco evocaba el amor carnal: la mirada de Venus en su amado, el sopor del cazador tras el esfuerzo físico, la presencia de Cupido con su arco disparado, la voluptuosidad de las telas, y cómo Il Veronés manejaba una paleta gloriosa con el predominio del color «carne»; fue precisamente en ese momento cuando una asistente del público, perteneciente a esa raza bovina que tanto abunda con el discurso progre de lo «políticamente correcto» saltó cual activista rampante con un aluvión de emoticonos ensordecedores denunciando la ofensa máxima en mayúsculas (para profanos de este mundo, así se grita en Internet, en mayúsculas) «¿CARNE? ¿QUÉ CARNE? ¿CÓMO SE LE OCURRE, PROFESOR?» Y, así, como si de la barbaridad más atroz realizable por el ser humano se tratase, surgieron como hongos de otoño unos cuantos a lo «black live matters» exigiendo justicia comunicativa al experto en arte: «SEÑOR PROFESOR, LA CARNE PUEDE SER DE MUCHOS COLORES», cacareaba allí una minoría exigua de obedientes centinelas de lo políticamente correcto diciendo que les parecía mentira que en un foro tan elevado «todavía se dijesen cosas así». Aquellos ofendiditos se adueñaron de los comentarios y la mayoría callamos. Yo callé.
Suelo huir de los enfados. Opino que tirarse de los pelos ante estas batallitas con estrechos de miras son energía mal empleada. Es mejor conservar las fuerzas para combates más interesantes. Pero hoy me arrepiento. Callé, y callamos todos; éramos una mayoría silente y abochornada ante semejante interrupción de los dictadores del siglo XXI (gracias a Dios el profesor Vergara, al estar mirando el cuadro, estuvo ajeno a las sandeces comentadas por sus espectadores), pero, ante ese intento de linchamiento, donde claramente no había ninguna intención de ataque racista por parte del profesor, la mayoría callamos.
La plaga de la corrección política nos ha llevado a un calvario social en el que uno ya no se siente tranquilo ni para hablar sobre lo que entiende. Es ésta una moda que invade todos los campos de influencia y se ha convertido en una censura asfixiante. Cada vez más, los radicales sectarios se abren paso en el debate social en cada video, en cada bar, en cada anuncio, hasta en las escuelas, y callar nos ha puesto en manos de sus totalitarismos ideológicos. No hay que ceder ni un milímetro más. Renunciar al libre discurso o al libre pensamiento para evitar herir la sensibilidad de algunos ya no es buena educación, es una cobardía y un camino muy peligroso que atenta directamente contra los principios de la democracia. Creen algunos que democracia es tener el Gobierno elegido en las urnas. Eso es una condición necesaria, pero no suficiente para garantizar la pluralidad de una sociedad y la diversidad de sus creencias, opiniones y visiones. Albert Boadella denunciaba el otro día la autocensura de sus sátiras. Al cambio climático, la diversidad sexual, el animalismo, la pandemia, la violencia en las calles a manos de extranjeros ilegales, o la guerra, ni tocarlas. Y si se te ocurre ser mínimamente crítico, como Pablo Motos, te aplasta una campaña de publicidad pagada por la llorona ministra de Igualdad, manipulando su excelente trabajo (como si no hubiese cosas más importantes a las que derivar los recursos de los españoles).
Decía Javier Marías: «Hemos pasado de 'toda opinión es respetable', a que nadie exprese opiniones contrarias a las mías».
¡Ya está bien! Para merecer el nombre «demócrata» hay que ejercer, serlo a diario y atreverse a plantarse, como hicieron los chavales del colegio La Salle en Mallorca sin plegarse a obedecer a los totalitarios catalanistas. Hay que atreverse a decir que cocinar con semen es una cochinada monumental y poder afirmar sin rubor que el color carne es el beige de toda la vida.
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