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14 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿Peor un malvado o un tonto?

Hay millones de ciudadanos dispuestos a salir de sus domicilios, acercarse a un colegio electoral, tomar una papeleta con sus nombres y votar a semejante gente

Actualizada 01:30

Igual en todo al espectador que, atrapado ante una pésima comedia, vacila entre la carcajada salvaje y la salutífera huida, vacilo yo entre hilaridad y exilio ante los seis meses de campaña electoral que se nos vienen encima. Y sólo acierto a balbucear: ¡socorro!
Ya sé que no debiera dejar que me afectara tamaña bobería. No suelo votar a estos joviales partidos nuestros, de cuya equiparable honradez no abrigo una sola duda. Ni una sola. No hay lazo, ni monetario ni sentimental, que me haga menos repugnante a uno que a otro. Hacerme representar por gentes cuya envergadura intelectual no alcanza la media de un parvulario, se me antoja poco grato. Voy pagando, como todos, mis impuestos. Sé que de esos impuestos va a vivir la peor gente. Sé que no hay solución a ese nimio detalle tan desagradable. Bajo qué siglas se embolsen los parásitos lo que con dureza hubimos de ganar los tontos productivos, me trae mayestáticamente al fresco. Sé que no hay solución. Sea, pues. Pero haya, al menos, ciertos límites al saqueo. Y sean, esos límites, fijados en leyes que vayan un átomo más allá de las gozosas rebatiñas de un patio colegial en hora de recreo.
La política es –debiera ser– aburrida administración de los negocios públicos. Poco más que el prosaico balance de gastos e ingresos, sin el cual no hay sociedad que sobreviva. Pero, cuando el político se hastía de esa poco vistosa condición de contable bien pagado, le acometen los delirios de grandeza: sueña con salvar universos, asaltar cielos, resucitar planetas maltratados, distribuir sexos –¡perdón, perdón, géneros!– en simpáticos bingos aleatorios, inventar «neolenguas» con muchos os-as-es, lenguas que hablen a la medida exacta de sus neuronas… Es una tentación bien comprensible en aquellos que disfrutan de potestad para decidir por todos y acerca de todo.
Se entiende, desde luego. Perfectamente. Pero no es política. Es algo infinitamente más ambicioso y, desde luego, más perverso. Erik Peterson le da nombre, en su debate contra Carl Schmitt, allá por los preludios del nazismo: «teología política». Esto es, propósito de enmascarar bajo garantía de providencialismo sagrado lo que no es sino decisión mundana al servicio de intereses muy transitorios. Lo peor. Lo peor, sin duda, de todos los peores que arman el edificio de la política.
En eso estamos. La única diferencia –muy notable– es que, hace un siglo, aun los políticos más indignos o más criminales hablaban la lengua de los adultos. Hoy, es todo tan infantil en el lenguaje de un Sánchez, de un Iglesias, de unas Díaz, Belarra o Montero, que no asustan siquiera. Dan risa sólo. Lo verdaderamente grave, lo que no tiene ni la más mínima gracia, es que hay millones de ciudadanos dispuestos a salir de sus domicilios, acercarse a un colegio electoral, tomar una papeleta con sus nombres y votar a semejante gente. ¿Es, de verdad, menos dañino un tonto que un malvado?
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