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19 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Martin Amis y la viuda encinta

Lo detestan nuestros anacrónicos izquierdistas. Es lógico. Lo detestan nuestras feminazis

Actualizada 01:30

Se escribe contra todos. Y el escritor es un enemigo público. O bien no es nada.
Enciendes el ordenador y Martin Amis ha muerto. Es lo primero que ves en la pantalla. Lo único. Y la estúpida política se esfuma. Amis tenía con exactitud tu edad, te dices. Tenía, pues, tus mitologías: es inevitable. Las de un tiempo en el cual sólo importaba la lectura. Y, para prolongarla sólo, nos pusimos algunos a escribir. Pero eso era secundario. Leer era lo único esencial de la vida: leer lo propio como lo ajeno, lo que amábamos desesperadamente como lo que detestábamos o aun despreciábamos: leerlo todo. Leer: eso que nuestro mundo de ahora ignora.
Tuvo Amis, en aquellos años, su momento de gloria: el último, antes de que el mundo se volviese analfabeto. Y maquinó en él su precisa voladura de la red de convenciones sobre la cual el orden establecido había alzado su castillo de naipes. Sarcástica, como la gran tradición británica exige, la Trilogía de Londres era un recuento de escombros.
Vino, con el cambio de siglo, el horizonte de un mundo despiadado: era preciso hacer el saldo de viejas fantasías, cuyo rostro homicida era ya inocultable. Muchos de sus lectores –y bastantes de sus amigos– no entendieron el demoledor libro que, en 2002, marcó su ruptura con los ensueños izquierdistas de final de los setenta: Koba el temible, un retrato al vitriolo del exitoso genocidio staliniano. Pero el retrato lleva un enigmático subtítulo: «Los veinte millones y la risa». Y, en ese subtítulo, su última carga de profundidad: los veinte millones son de Stalin, la risa –o, al menos, la sonrisa indulgente– es la nuestra, la de un confortable occidente que se empecinó en ser ciego.
El libro arranca de una anécdota y un estupor. 1999 y un trivial mitin europeísta en Londres. Lo acompaña, esa noche, Robert Conquest, comunista en los años de entreguerras. También autor, en 1968, del primer balance riguroso del genocidio en los campos de concentración soviéticos. Está hablando Christopher Hitchens. El joven trotskista de veinte años antes hace un guiño a las «noches incontables» que pasó en este mismo lugar, reunido con los «antiguos camaradas». El público, escribe Amis, «respondió con una carcajada afectuosa». Y el drama de dos generaciones de intelectuales europeos se cruza: la de Amis, que es la mía, y la de Conquest, que es la de nuestros mayores. Al salir del mitin, el joven pregunta al viejo: «¿Tú te reíste?» Y Conquest, el Robert Conquest del escalofriante Gran Terror, responde, lacónico: «Sí». «Yo también», cierra un Amis sombrío.
Lo detestan nuestros anacrónicos izquierdistas. Es lógico. Lo detestan nuestras feminazis. ¿Cómo podrían no detestar al hombre que –bajo la sombra de la vida y muerte de su hermana, en The pregnant widow– tuvo la rara decencia de explicitar la paradoja de este atroz empeño nuestro de querer ser todo en todas partes y al mismo tiempo, sin avenirnos a saber eso un preámbulo de la autodestrucción? Y, en el exergo de esa novela de 2010, las líneas hirientes de Herzen: «La muerte de las formas contemporáneas del orden social debería regocijar nuestra alma más que perturbarla. Pero lo aterrador es que el mundo que desaparece deja tras él, no a un heredero, sino a una viuda encinta. Entre la muerte del uno y el nacimiento del otro, habrá pasado mucha agua bajo los puentes y una larga noche de caos y desolación».
En el año 2004, junto al fotógrafo Stefano de Luigi, Martin Amis publica el breve ensayo Pornoland. Y, en él, la delicadísima transcripción de su sobremesa en Malibú con Chloé, actriz porno que le dice ser una meretriz bien pagada. Amis replica. «No, no eres exactamente una prostituta. Te pareces, más bien, a los gladiadores. Por supuesto que los gladiadores eran esclavos. Pero algunos ganaron su libertad». Y tú, al leer eso, entiendes que el escritor está hablando de sí mismo. Y de su oficio: ser un enemigo público; o bien, ser nada.
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