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19 de abril de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La llave turca

En plena guerra de Ucrania, de quién se haga con el poder en Estambul va a depender el inmediato destino militar de Europa

Actualizada 01:30

El tiempo pasa muy deprisa. Y deja tras de sí sólo un olvido más hondo que cualquier presente. ¿Quién recuerda que, hasta el ascenso de Recep Tayyip Erdogan, iniciado en 2002 y consumado en 2014, Turquía era un país laico, sin velos, sin discriminaciones vestimentarias, sin Estado ni instituciones confesionales, y que las calles de Estambul las transitaban mujeres tan sin enmascarar como las de cualquier ciudad europea? ¿Quién se para a considerar el estupor de que Turquía sea hoy el eje de transmisión que sincroniza la maraña de las redes islamistas en guerra mundial contra los infieles?
Turquía es una nación muy reciente. Lo es, en su configuración actual como República Turca, desde 1923. Antes de Turquía, hubo el Imperio Otomano, a partir del año 1299, con fecha crítica en la toma de Constantinopla en 1453 y la destrucción de los últimos bastiones del Imperio bizantino. Setecientos años de sultanato expansivo son una herencia a la cual difícilmente se sobrevive indemne. La expansión del imperio, en sus momentos más altos, alcanzó desde los muros de Viena hasta el confín de Palestina. Era el modelo teocrático de un poder extremadamente cruel, cuya hegemonía militar y comercial hizo temblar, durante siglos, a la Europa cristiana. Más tarde, corrupción e incuria fueron desmoronándolo todo, poco a poco.
Hasta que, en 1923, un grupo de militares jóvenes, encabezado por Mustafá Kemal (más tarde conocido como Ataturk o «padre de los turcos»), apueste, tras el desastre de la Gran Guerra y el derrocamiento del Sultán Mehmet VI, por borrar definitivamente la anacronía de un imperio ya extinto. La República de Turquía nació en el impulso de un nacionalismo laico. También de un militarismo implacablemente autoritario. Un régimen que podía, al mismo tiempo, abolir las abominables leyes islámicas y exterminar fríamente al pueblo armenio, en lo que es el primer genocidio metódico del siglo XX. Un régimen que, sin dejar de proclamarse europeizante, reprimió a todos sus adversarios con una crueldad que el viejo sultanato hubiera envidiado. Modernidad y genocidio no están reñidos.
El ascenso de Erdogan al poder pone fecha a la reislamización de Turquía. Los velos se enseñorean de las calles, la ley islámica impone sus lógicas, como soporte de esa especie de sultanato republicano que, a partir de su acceso a una presidencia dotada de plenos poderes en 2014, inviste al nuevo hombre providencial, bajo cuya firme dirección el islam toma el control de todo.
Y lo esencial permanece. La república laica de Ataturk prohibía a las mujeres exhibir el velo. El nuevo sultanato de Erdogan promociona su uso en todas las instancias de la vida pública y privada. Lo definitorio siempre de Turquía es la imposición del Estado sobre cualquier autonomía ciudadana, sobre cualquier libertad que no se ajuste a creencias y mandatos del supremo mandatario. Dictar es la tarea imprescriptible del Estado turco.
Pero en la Turquía del Bósforo y los Dardanelos está la llave de acceso de la flota rusa del sur al Mediterráneo.
En plena guerra de Ucrania, de quién se haga con el poder en Estambul va a depender el inmediato destino militar de Europa.
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