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Perro come perroAntonio R. Naranjo

No son progresistas

Sánchez y la izquierda son reaccionarios y provocan desastres constantes: negarles la condición de progresistas es el comienzo de todo

Actualizada 01:30

Ser progresista hoy en día es cómodo: basta con que digas que lo eres y te arrogues un corazón especialmente grande que pide a gritos un trasplante de caja torácica para poder albergarlo. Sánchez es especialmente ducho en la materia.

Su progreso es un salmo, una declaración de intenciones y una campaña de autobombo perenne que ha alcanzado el clímax de la ingeniería social y política: no necesita ser contrastado, no requiere de cifras ni de hechos, no pasa exámenes ni controles de calidad; es una especie de don natural cuyos efectos no necesitan ser positivos porque, en sí mismos, al parecer ya tienen un valor.

El progreso, sin embargo, es fácil de medir: se sustenta en la autonomía y la libertad personales y en la definición de un campo de juego compartido donde la suma de actores genere un mayor bienestar, una mejor convivencia y una respuesta más eficaz ante desafíos, agresiones y penalidades que superan las prestaciones del individuo.

Cedemos un poco de soberanía para ganar seguridad, en la dosis correcta para que el Estado no se suba a la parra, como es el caso, y se sienta un pastor al frente de un rebaño controlado por mastines. Freud decía que se sabía que la humanidad había progresado porque ahora solo quema libros y antes le hubieran quemado a él, como a Servet en la Suiza calvinista.

En España hay más inseguridad, menos dinero, más dependencias, menos respeto a la vida, más invasión ideológica, menos valores, más relativismo, más frivolidad, menos cultura, peores modales, más ignorancia, más violencia, menos civismo y más mentiras institucionales que nunca desde la Transición, lo que arroja un saldo muy negativo en términos de «progreso».

Y buena parte de la culpa, aunque no toda, la tiene una izquierda reaccionaria, inmoral y puritana que, por alguna extraña razón, se adjudica la etiqueta de «progresista» para sí misma, sus programas y sus aliados, entre los cuales figuran algunas de las derechas más montaraces de Europa y casi las únicas izquierdas sovietizadas que quedan en la parte civilizada del decadente continente.

No tiene nada de progresista repartir subsidios a costa de contaminar el futuro del estado de bienestar, tan amenazado por la deuda como el planeta por las emisiones de gases tóxicos. Como no tiene nada de progresista comprar voluntades políticas, sean de personas a título individual o de territorios a cargo de partidos secesionistas, consagrando el principio de insolidaridad entre las regiones y el de confiscación para los contribuyentes, pues a muy corto plazo genera la desmovilización de la sociedad y el empobrecimiento de toda ella, como ya ocurre en España ante la sorprendente pasividad de los damnificados.

Tampoco tiene nada de progresista ofrecerle una inyección a un enfermo como primera alternativa, ni un bisturí a una embarazada en un país sin niños, ni un cambio de sexo a un menor confundido, ni un aprobado gratis a un estudiante rezagado.

El progreso no se mide con las palabras ni con las emociones ni con los sentimientos, que son un autohomenaje barato para el político que se los apropia si no los llena de contenido constatable y los utiliza, en exclusiva, como trampolín de promoción personal, de clientelismo limosnero y de estigmatización del rival, todo trufado por una suerte de puritanismo de nuevo cuño que invade hasta el último rincón de la intimidad en nombre de falsos profetas de barro.

Sánchez es un reaccionario de libro porque mira atrás, a un mundo que ya no existe, y es incapaz de ayudar a construir uno nuevo con premisas renovadas, recetas alternativas y el arrojo típico de quien, de verdad, piensa un poco en el futuro. La izquierda española, en fin, no es progresista, por mucho que se llene la boca de un concepto que le viene grande, pisotea y manipula: negárselo cada vez que lo invoque empieza a ser una urgencia nacional para una derecha demasiado acomplejada para darse cuenta de que ahí comienza todo.

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