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19 de mayo de 2024

El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Las bestias

Entre la cámara y el cuadro de Velázquez, dos bestias. Equitativamente, macho y hembra. Armadas con sendos martillos

Actualizada 01:30

Truth is beauty…, «la verdad es belleza». Me aparto de la pantalla del ordenador, cuyas imágenes se han vuelto ciénaga de pronto. Tomo de su anaquel, en la edición de Harvard, los poemas de John Keats. Sé, antes de dejarla caer sobre la mesa, por qué página se abrirá: al cabo de cuarenta años de compañía, un libro sabe mejor que su propietario qué es lo que a éste puede conmoverlo en cada instante. Y en ese mediano volumen de poemas escritos por un hombre que no llegó a cumplir veintiséis años, sé que hay el único eficaz antídoto a la náusea con que la imagen sobre la pantalla de mi ordenador corrompe la belleza de este helado cristal que es hoy la mañana de invierno madrileña.
La imagen. Dos bestias jóvenes. En camiseta. Equitativamente macho y hembra: todo muy correcto. El lugar: la National Gallery londinense, una de las más puras conspiraciones de belleza que un humano pueda hallar en el universo. La cámara se sitúa en perpendicular exacta sobre el cuadro. Es un Velázquez: no hay palabras para describir su belleza. Cualquier calificativo se te vuelve ceniza, si eso que está ante ti se llama «La Venus del Espejo». Seamos parcos, para no ofender al cuadro y ofendernos: fue pintado entre 1647 y 1651, dicen los catálogos; el juego del espejo que sostiene un ángel ha permitido al pintor de todos los espejos salvar el rostro de la dama sin que, del cuerpo desnudo, se ofrezca a los ojos del espectador más que la delicadísima geometría de un dorso que magnifica los cánones numéricos de Lucca Paccioli. En la «Venus del Espejo», la matemática se llama belleza.
Entre la cámara y el cuadro de Velázquez, dos bestias. Equitativamente, macho y hembra. Armadas con sendos martillos, de esos con empuñadura naranja y aguzado pico metálico que son usuales para picar cristales blindados. Son jóvenes y fuertes, esos dos bípedos equitativamente machihembrados. Golpean sobre el cuadro siete veces. Siete. Sin que nadie –absolutamente nadie– se digne atreverse a detenerlos. Los boquetes quedan bárbaramente incrustados sobre el vidrio protector que se cuartea: no conocemos aún su efecto sobre el lienzo. Cuatro de ellos los asesta el chicarrón sobre el rostro de mujer en el espejo que sostiene el ángel, al cual infiere un último estigma humillante en la nalga derecha. La corrección política exige que los martillazos a la diosa los ejecute la viril muchacha: uno de ellos, mortal de necesidad, en el centro de la nuca de la plácida Afrodita; el otro –mala puntería– se pierde en los drapeados del fondo.
Hablan, no paran de cotorrear, los dos picapedreros. Si es que a ese su hacer ruido con la boca se puede llamar lenguaje. Amalgaman feminismos, petróleos, voto de mujer, amor hacia los animales…, cualquier cosa, lo que sea. Cualquier cosa menos sospechar que la más tenue lasca en la pintura de ese cuadro tiene un valor estético, y aun moral, y aun metafísico y, sin duda, teológico en el límite, varios millones de veces superior a sus dos vidas, multiplicadas por los millones de necrófagos insectos en los cuales anhelen verse un día reencarnados.
Hablan. Cotorrean a agrandes gritos. Vocean doctrina horriblemente párvula. Y nadie mueve un dedo para detenerlos. Y alguien mantiene fija una cámara que filma, como si aquello fuera una modernísima performance: la destrucción metódica de «La Venus del espejo». ¿Quién es aquí el más bestia?
En verdad, hemos llegado al grado cero de la condición humana. Apago el ordenador. Me encierro en el blindaje de John Keats, 1819, veinticuatro años:
«Belleza es verdad, verdad belleza – eso es todo / cuanto habrás de conocer sobre la tierra, y todo cuanto necesitas conocer».
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