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04 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Que enseñe Samantha Hudson

El Gobierno impulsa una ley para impedir el acceso de los niños a la pornografía, pero ya les llena él la cabeza de pajaritos

Actualizada 01:30

Sánchez va a impulsar ya mismo una ley sobre el acceso de menores a la pornografía en internet, lo que atestigua su propia mejora en la percepción del problema, salvo que en el pasado le dijera ya algo a su suegro, experto en saunas de entretenimiento alternativo, y su proverbial humildad le haya llevado a guardar para sí sus antecedentes en la lucha contra el problema.
No es criticable, por una vez, la decisión de Sánchez, aunque suene a enésimo conejo de esa chistera que saca a paseo cuando necesita despistar al personal y que no se fije en alguna de sus múltiples vergüenzas. Pero está bien: la percepción del sexo que demasiados niños tienen desde la más tierna edad es infame, truculenta y con la misma pedagogía que una conferencia de María Jesús Montero sobre fiscalidad.
Otra cosa es que se achaque a ese fenómeno de consumo incontrolado el repunte de las agresiones sexuales entre la juventud, despreciando otras razones «culturales» más evidentes. Tal vez porque las asquerosas manadas solo son noticia detallada si las conforman repugnantes autóctonos, no sea que nos llamen xenófobos por preguntarnos la espeluznante relación entre ese tipo de violencia y la condición de mercancía de saldo que tiene la mujer en determinadas confesiones.
Ocurre, sin embargo, que la formación y la educación no son departamentos estancos cuya mejora dependa de una medida concreta en un ámbito preciso. Todo puntúa, y eso es lo que hace que los chavales se enfrenten a fenómenos determinados pertrechados de las mejores herramientas para atenderlos, esquivarlos y desactivarlos.
No nos hicimos atracadores de bancos por ver películas de El Vaquilla, ni saltábamos a volar desde las azoteas por los cómics de Supermán y, desde luego, no buscábamos sioux por las calles para ajustarles las cuentas por jugar en el barrio a indios y vaqueros.
Hace falta algo más para que penetre hasta el fondo la peor idea y no encuentre antes el obstáculo de unos valores sólidos que la deporten, sin miramientos, al calabozo de lo despreciable.
Y es ahí donde el Gobierno fracasa o, simplemente, abona con negligencia el fenómeno que dice combatir. Porque para llegar a creer normal la violación en grupo, las relaciones violentas, la animalización de la pareja estable u ocasional o la transformación de la ceremonia de intercambio entre iguales en un rito de subordinación brutal, primero hay que tener las defensas educativas muy bajas y después un catálogo de mensajes perniciosos alojados en el cerebelo.
Y es ahí donde irrumpen, con estrépito, las políticas de un Gobierno convencido de que puede tener en los jóvenes un nicho electoral estable si consigue, antes de nada, que sean lo suficientemente tontos como para creer que su responsabilidad propia en todo lo que les pasa es inferior a la que tiene la sociedad.
Los malos políticos son, ante todo, burdos fabricantes de víctimas, a los que inoculan el virus de que, a cambio de su voto, se encargarán de auxiliarles del cautiverio insoportable al que les somete una sociedad injusta y en deuda con ellos. Como si alguien lo hubiera tenido fácil alguna vez y fuera posible el progreso sin añadir, al esfuerzo público, uno personal de mayor enjundia y resultados prácticos.
Se ha hecho célebre la reacción juvenil de los concursantes de Operación Triunfo a la visita de una tal Samantha Hudson, de cuya trayectoria profesional y vital tengo las mismas nociones que Óscar Puente de diplomacia. Todos dieron saltitos y grititos, como si allí hubiera aparecido Ayn Rand a hablarles de libertades individuales y razón.
Lo que les dijo, sin embargo, es que los principios del mérito y la capacidad eran una solemne tontería y que el esfuerzo estaba sobrevalorado y no conducía a gran cosa. La filósofa en cuestión puede parecer una anomalía anecdótica, pero resume como nadie el mensaje público: la pornografía es un problema gordo, pero un poco por detrás del exhibicionismo de burricie política pública y legislativa del que hacen gala los tristes padres de la alicaída patria.
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