Begoña, Irene y mi abuela Lola
A aquellas formidables mujeres del mundo de ayer les daría la risa ante los alardes feministas de unas señoras promocionadas por el puro dedazo de sus maridos
Tendemos a olvidar lo cerca que estamos de un pasado que consideramos remoto. Los abuelos de las personas de mi generación –los que nacimos en los sesenta– vinieron al mundo a finales del XIX o comienzos del XX, en una España paupérrima comparada con la de ahora.
En 1900, el 63% de la población española era analfabeta y solo un 1,7% tenía estudios universitarios (0,1% en el caso de las mujeres). La esperanza de vida, lastrada por la mortalidad infantil y por la guadaña de las enfermedades infecciosas, era de solo 34 años para ellos y 36 para ellas (hoy es de 80 y 86). Los españoles éramos 16 centímetros más bajos que ahora y estábamos mucho peor alimentados. España era un país rural, donde solo un tercio de la población vivía en núcleos de más de diez mil habitantes. En muchas aldeas, el modo de vida a comienzos del siglo XX no difería demasiado del que llevaban sus antepasados del XVIII. La inmensa mayoría de los españoles actuales provenimos de aquel universo de la azada y el remo, porque las élites era un grupo exiguo, mínimo.
Mi abuela paterna, Dolores Oujo, tenía cuatro hijos y su marido era marinero. Conocida como Lola por sus allegados, guardaba un cierto parecido físico con la primera ministra israelí Golda Meir (aunque me temo que mandaba incluso más que ella). Era vivaz, pequeña, muy inteligente y todavía más imperativa que lista.
Mi abuelo José era tan bondadoso como proclive a dejarse llevar por la farra. Incluso estando ahí la brida de la disciplina de Lola, cuando estaba en tierra tendía a dispersarse por las tascas y otras amenidades de Vigo, donde vivían. Mi padre, que también labró los mares, solía contarnos de niños el peor de los alardes lúdicos del abuelo José. Nos relataba la anécdota a la mesa y riéndose, aunque en realidad era horrorosa, porque él y sus tres hermanos se pudieron quedar desamparados de no mediar la intrépida diligencia de mi abuela.
El barco donde andaba enrolado mi abuelo había atracado en Cádiz. Allí, aquel gallego de las brumas norteñas se vio hechizado por la luz del Sur y, sobre todo, por el magnetismo de una lugareña. Así que iba pasando el tiempo y no acababa de retornar al hogar familiar de Vigo. Mi abuela decidió actuar. Se compró un pasaje de cubierta en un vapor y allá se plantó en Andalucía, de donde se trajo al tarambana de una oreja, episodio que liquidó para siempre sus propensiones licenciosas.
Mi madre, por su parte, vivió de niña los últimos días de la aldea gallega ancestral, en el umbrío y hermoso lugar de Daneiro, en el verde y truchero municipio de Zas. ¿Quién mandaba en la casa familiar en aquel mundo de novela de Valle-Inclán? Pues por supuesto una mujer, mi bisabuela Manuela. Ella decidía qué reses se vendían y mataban y qué se plantaba en cada leira. Ella daba orden de hornear un poco más de pan de brona y repartirlo cuando corrían malos tiempos y los pobres de las corredoiras llamaban a la puerta. Ella vendía la cosecha de un maizal para encargar a la mejor modista de Baio que cortase unos trajes para que las nenas fueran bien guapas a la fiesta patronal. Mi bisabuelo y mi abuelo no pintaban nada en el imperio de mi bisabuela Manuela. Ahora creo que lo llaman «matriarcado».
Llega la jornada de los fastos rituales del 8M. Millones de españolas del mundo de ayer, que con su temple, trabajo y valor cuidaron con éxito a sus familias en unas ásperas condiciones, se estarán mofando con ironía allá en el cielo ante el show de feminismo postizo de señoras como Begoña Gómez e Irene Montero, que han hecho toda su carrera merced a la propulsión del muy masculino dedazo de sus parejas.
El feminismo de izquierdas acabó en esto: soltar a violadores por la burramia legislativa de unas ignaras, encubrir los abusos de los machos alfa del populismo comunista, ministros de luces rojas y amoríos comprados en un catálogo... Una estafa y un nulo respeto hacia las mujeres, que se valen de sobra por sí solas sin necesidad de la muleta de la ingeniería social sectaria de un hipócrita (que en su fuero interno tiene tanto de feminista como yo de cazador de morsas en Laponia).