¿Políticos con estudios? ¿Para qué?
El prototipo actual consiste en meterse de chaval en las juventudes e ir trepando, y es muy importante hacer bien la pelota, decir «sí» a todo y no pensar demasiado
Lo más sorprendente en la polémica sobre los estudios de los políticos es que haya tantos que se han molestado en falsear sus currículos académicos. Es un esfuerzo superfluo, pues cada vez son más los dirigentes que solo han hecho una cosa en su vida: afiliarse de chavalines a un partido y trepar. Estudiar, ¿para qué?
En España puedes fardar de doctorado cum laude con una tesis de corta y pega. Y si te pillan, falsificas la prueba del detector de plagios, anunciando el resultado trucado en un comunicado oficial, y no pasa 'na'. En España puedes ser catedrática extraordinaria de la Complutense sin título universitario. O ministra presentando como única experiencia profesional previa unos meses en la caja de un súper. Lo cual ya es más de lo aportado por cráneos privilegiados como Pachi López, Pilar Alegría, Isabel Rodríguez u Óscar López, que solo han tenido un empleador, el PSOE, y que jamás han dado palo al agua fuera de la política.
En el mundo anglosajón todavía existen personas que contemplan la política como una contribución final a su país. Tras haber desarrollado una relevante actividad profesional o académica consideran que ha llegado el momento de servir desde la vida pública. España, por el contrario, está repleta de sabios y empresarios de éxito que en comidas y cenas imparten espléndidas lecciones sobre lo que debería hacer el Gobierno, pero a los que les daría un telele si les pide que se mojen y trabajen por su nación desde la política. Resultado: repasas los currículos de los ministros de Franco y de la Transición y te sorprendes –o no– al constatar que poseían un nivel muy superior a los actuales. Pones a Licinio de la Fuente al lado de Yolanda Díaz, ambos ministros de Trabajo, y es como comparar a Fernando Rey con Lalachus.
Al huir los mejores de la política, la vida pública queda en manos de funcionarios, ajenos a la experiencia privada, o de gente que muchas veces busca vivir de ella. Para los segundos la ruta es bien conocida, y desde luego no requiere títulos de ningún tipo:
Todavía con espinillas y aparato ortodóncico tienes que afiliarte cuanto antes a las juventudes de un partido. Una vez dentro, has de decir que «sí» a todo y pelotillear sin pudor alguno a tus superiores (véase lo bien que le funcionó a Yolanda con los pánfilos hacendados de Galapagar, con qué facilidad se las metió doblada). Es muy importante no pensar demasiado, no vayas a destacar y suscitar celos.
Se recomienda no leer, ni citar libros, pensadores o literatos, toda vez que tu superior probablemente sea un analfaburro que lo único que lee son guasaps y tuits y podría celarse si vas «de cultureta». Molestarse en aportar ideas es un error, porque el partido es una organización jerárquica donde toda luz emana del líder, que siempre tiene razón.
Se requiere, eso sí, un mínimo de memoria de papagayo para aprenderse cada día los argumentarios del partido y recitarlos componiendo un careto de máxima intensidad, como si la simpleza que estás soltando fuese un complejo axioma de Baruch Spinoza, o una ecuación de Srinivasa Ramanujan (Pili Alegría es todo un ejemplo). Por último, tienes que olvidarte de la rancia coña de los principios y hacer gala de una cintura bien engrasada, a fin de ir cambiando de punto de vista al ritmo que lo haga el líder supremo. Lo que ayer era incorrecto hoy puede ser correcto, y viceversa. Con una jeta de hormigón armado tendrás que defender una cosa y su contraria.
¿Cuál es el perfil en boga hoy en el Congreso? Faltón, tuitero e indocumentado. Pensar con libertad y poseer un criterio propio es fatigoso, y arriesgado. Limitarte a darle al botón de votar y decir «sí» a todo está al alcance hasta de la mona Chita.