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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Al fin

No deseo el mal de nadie –mentira, sí lo deseo, y de bastantes–, pero este problema se arreglará cuando un oso se coma, en la libertad de una calle de pueblo, a un senderista con barba sucia, camiseta negra con la imagen estampada del criminal Che, o una leyenda 'woke' de Irene Montero

No terminaba de creer las historias de osos que, de un lado al otro de La Montaña y de Asturias, se multiplican. Y he visto decenas de grabaciones que me llevaban a la confusión. Hace unos días, a eso de las dos de la mañana, uno de mis hijos, irrumpió en mi cuarto y me informó, con el respeto de un segundo oficial de la Real Armada a su comandante en jefe en estado de inutilidad total, que al entrar en el garaje de mi casa, había un oso revolviendo en el cubo de la basura. Según sus palabras, se trataba de un oso bastante bien educado que se limitó a mirar a mi hijo mientras este cerraba con triple vuelta de llave la puerta principal. «No ha hecho nada por mí, me ha mirado, ha recogido unos papeles y unas bolsas, los ha depositado de nuevo en la basura y se ha desentendido de mi ser». Efectivamente, se trataba de un oso, proveniente del Saja y previamente de Liébana. A poca distancia son enormes. Y tienen los brazos más ligeros que Sergio Ramos, el hermano de René, que me hace bastante gracia lo de un sevillano que se llame René, y mucho que lo siento.

Algo más calmado, me narró los pormenores. «Este oso se conoce nuestro cubo de basura y se mueve como Pedro por su casa, como Sánchez por la Moncloa». Cuando me lo narraba, por el camino de Pando bajaba tambaleándose un borrachín inoportuno, y el oso se enfureció. Se ha convertido en el mejor guardián de mi casa. El borrachín recuperó el equilibrio del susto y corrió mieses a través gritando lo que el resto de los dipsómanos ululan cuando se topan con un oso: ¡un oso, un oso! El barrio se enciende, se forma una patrulla y el educado ungulado consideró conveniente terminar con su festín. Desapareció, y tuve la sensación de que perdía un amigo. Pero como hombre de poca fe en historietas de osos me avergonzó mi error. Álvaro Cunqueiro, Wenceslao, y Angel Fole, tienen en su brillante bibliografía historias de osos mucho más interesantes. Y José María Castroviejo. Y de un oso es posible enamorarse, Rafael Alberti, que perdía aceite, le dedicó un poema al guardameta húngaro Platko, «oso rubio de Hungría». El oso y el lobo eran habitantes míticos de Galicia, Asturias y La Montaña, y han comenzado a perder, quizá llevados por un nuevo instinto de publicidad, el miedo a mostrarse demasiado. El lobo es un problema mayor, pero el oso le está comiendo terreno. No deseo el mal de nadie –mentira, sí lo deseo, y de bastantes–, pero este problema se arreglará cuando un oso se coma en la libertad de una calle de pueblo, a un senderista con barba sucia, camiseta negra con la imagen estampada del criminal Che, o una leyenda woke de Irene Montero, y si es ella el caviar del oso, pues qué le vamos a hacer.

De mil apariciones tenemos pocas noticias. Pero escribo con contrición mis recelos de que estamos, aquí en el norte, rodeados de osos lobos. No obstante, todas las noches espero el sonido de su gula limpiando mi bolsa de basura.

Y no deja ni un papel en el suelo.