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El 22 de julio de 2000 fue un mal día para España. Aunque no lo sabíamos. Con solo nueve votos de ventaja sobre José-Pepe Bono, el risueño Rodríguez Zapatero, de 39 años, se convertía en el nuevo jefe del PSOE por cortesía del PSC. Bono tiene más conchas que un galápago y un devenir empresarial digno de una lupa. Pero al menos era un defensor de la nación española. Por el contrario, Zapatero abrió la caja de Pandora de los males que hoy padecemos, exacerbados en su degeneración final por la aviesa psicología de Sánchez.

Poco antes de su victoria en el congreso socialista, tuve ocasión de comer en privado con Zapatero, en compañía del editor Emilio Rey. Casi recuerdo más la anticuada decoración castellana del figón y los impetuosos comentarios de Emilio que la conversación del político, que resultó plano, sin interés. El mensaje más relevante que nos dejó aquel diputado –a medio camino entre un hombre apuesto, Mr. Bean y la Pantera Rosa– fue que hacía falta «reforzar la seguridad con más policías». Tampoco en su programa a la secretaría general se percibía nada preocupante. Era un catálogo buenista; baladí, pero sin atisbos de guerracivilismo o amenazas a la unidad nacional.

Apodar Bambi a aquel personaje fue un ejercicio de miopía colectiva. En marzo de 2004 ya dio el primer gran aviso de su naturaleza. Mano a mano con Rubalcaba, manipuló de manera imperdonable el dolor del peor atentado de la historia de España para voltear unas elecciones que hasta entonces tenía más perdidas que ganadas.

Al poco de llegar a la Moncloa tuve ocasión de entrevistarlo. De nuevo me volvió a parecer un simple, que soltaba mantras huecos del momento como si estuviese descubriendo la pólvora, frases tipo «un euro invertido en I+D genera muchísima más riqueza que uno invertido en infraestructuras».

Jamás contó a las claras lo que tramaba, que era cepillarse los consensos de la Transición del ganchete con los separatistas y cambiar la faz de España con un programa de ingeniería social. El cervatillo era en realidad un resentido con un proyecto vengativo, obsesionado por el fusilamiento de un abuelo militar republicano en el inicio de la Guerra Civil. La fachada de llamado ZP mostraba un supuesto «buen talante», con sonrisa perenne, voz grave y bien timbrada y una luminosa mirada glauca. Pero la máscara escondía un férreo plan sectario: la revancha de la derrota de la izquierda en los años treinta.

Había algo en lo que Zapatero sí era un iluso: la economía. Le iba tan bien con el viento de cola del proceso liberalizador de Aznar que llegó a la conclusión de que marchaba sola. Como dijo a Gabilondo a micrófono cerrado, había que «tensionar» con otros asuntos. Fueron sus leyes sociales contra la mentalidad cristiana y el aliento que dio al separatismo con unas revisiones estatutarias que nadie demandaba, más allá de las insaciables fuerzas antiespañolas. De propina, su insulto frívolo a la bandera estadounidense destrozó la relación con la primera potencia que había tejido su predecesor.

Para intentar garantizar el mandato perpetuo del PSOE, Zapatero estableció además un «cordón sanitario» contra la derecha y se alió con los separatistas en todas partes (iniciando incluso los contactos que han hecho posible la actual sociedad de los socialistas con el partido de ETA).

Pero en su camino se cruzó un cisne negro. La crisis de 2008, agravada por su atolondrada irresponsabilidad, destrozó su cuento de lechera y dio una enorme mayoría absoluta a Rajoy, desaprovechada en el plano ideológico y cultural.

Entramos así en la segunda parte: de Bambi a sinuoso escualo con maletín. Es difícil reubicarse tras la Moncloa. Felipe se dedicó a los negocios y a ejercer de gurú sabiondo. Aznar logró una meritoria carrera en la meca empresarial como consejero de News Corporation. Mariano se volvió a su plaza en el Registro, se hizo ensayista de éxito y se instaló en el humor zumbón. Zapatero optó por una extraña labor de mediación diplomática a favor de la narcodictaura venezolana y por convertirse en una suerte de embajador en la sombra para compañías chinas y turbias nebulosas caraqueñas.

«Algo huele a podrido en Dinamarca», alerta la célebre cita de Hamlet. Y algo olía a podrido en las aventuras venezolanas de Zapatero. Tras el escandaloso pucherazo de Maduro en julio de 2024, el mediador leonés guardó un mes de revelador silencio, amén de que jamás ha condenado el fraude o al régimen.

Ahora Zapatero empieza a sudar. La dictadura venezolana se encuentra en el punto de mira de Trump. En paralelo, la Policía española ha comenzado desenredar la madeja de los negocios chavistas en España. Zapatero no debe estar muy relajado. Y menos a partir de hoy, cuando una información de Alejandro Entrambasaguas en El Debate ha destapado sus encuentros de novela de espías en los montes del Pardo con Julio Martínez, un empresario-conseguidor, detenido la pasada semana por posibles labores de blanqueo y que prosperó tras el insólito rescate de Plus Ultra durante la pandemia (53 millones del Estado para una compañía de tres venezolanos que perdía dinero por todas partes y que solo suponía el 0,1 % del tráfico aéreo español). Además, el amigo Martínez contrataba con las zapaterillas prodigiosas, las hijas del expresidente, que no paran de prosperar.

¿Acabará algún día José Luis en la misma hospedería que alberga a su tocayo, y compañero de partido, que rubricó desde el ministerio el chirriante rescate de Plus Ultra? Entristece que una pregunta así ya no sea un perfecto disparate. ¡En qué manos hemos estado!