Fundado en 1910

Cartas al director

Calor que duele

El Mediterráneo se ha convertido en un horno. Sus países ribereños arden por los cuatro costados, y el humo de los incendios cubre el cielo como un velo oscuro. El dolor ya no es una metáfora: se siente en la piel, en los pulmones y en la memoria de quienes recordamos veranos más benignos.

Este año, como los anteriores, el calor extremo ha golpeado ciudades y pueblos con temperaturas que impiden el descanso. Las calles permanecen desiertas en las horas centrales, y muchos buscan refugio en centros comerciales o en hogares con aire acondicionado, un lujo que no todos pueden permitirse y que no todos los organismos toleran igual.

El verano, antes sinónimo de paz y descanso, se ha vuelto una estación poco deseable para la salud humana. Broncearse es ahora un riesgo; hidratarse, una obligación constante; respirar, a veces, un acto difícil. El calor marca diferencias con el ayer, aunque todavía haya quienes lo niegan.

Dolor, calor, ardor: palabras que definen no solo este verano, sino una tendencia sostenida en el tiempo. Las cifras globales lo confirman: la temperatura media del planeta sigue subiendo, y con ella aumentan los extremos climáticos. Negar esta evidencia puede servir a ciertos fanatismos, pero no al sentido común.

Los que solo deseamos veranos razonables sentimos dolor y sufrimiento ante unos hechos difíciles de rebatir. La polarización alcanza incluso a este asunto: nuestra casa común, la Tierra, arde mientras discutimos si el incendio existe.