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En primera líneaMiguel Rumayor

Espantos y autónomos fantasmales

El plan, como en Venezuela, parece claro: asfixiar el emprendimiento, eliminar el trabajo por cuenta propia y sustituir cualquier iniciativa privada por una masa de funcionarios mal pagados, sostenidos a costa de los impuestos de todos

«En ocasiones veo autónomos», me dijo mi sobrina mientras señalaba con su dedito una Kangoo en una calle del centro de Madrid. Me agaché, aniñé la voz, como hace Yolanda Díaz cuando se dirige a España y, aunque sin tratarla como si fuera idiota, le hablé con la calma profética de Isaías al pueblo de Israel:

El Debate (asistido por IA)

«No temas, gusanito de Jacob, mi oruguita. No son muertos… al menos todavía. Además, no debes espantarte del quijotesco gigante Caraculiambro –añadí–, que merodea por X con cargo al ministerio. Tampoco del Gasparín justiciero, que se abre cuentas en TikTok para asustar a jueces y a fiscales de bien. Menos aún de ese espectro flaco que vaga por las teles amenazando, con sus agallas de boquerón, a todo aquel que ose llevarle la contraria». Se tranquilizó mucho cuando le conté cómo los madrileños le emascularon la coletilla en aquellas autonómicas. Ahora el fantasmita deambula sin rumbo junto a otra ánima, eternamente encabronada, por los sótanos de un castillo de la sierra: ululando, invitando a la violencia y haciendo berrinches pequeñoburgueses si no le cuadra el negocio hostelero.

Dicen que la convivencia con David Azagra, durante meses en el piso turístico de la Moncloa, produjo entre hermanos un mimetismo perfecto. Quizá por eso Sánchez ejecuta, sin miedo, al país con igual alborozo con que el músico aporreaba su piano en su Danza de las chirimoyas, mientras cobraba de la Diputación de Badajoz. De su reciente aparición en la comisión del Senado solo perdurará un maniquí desmejorado para Chin Chin Afflelou y la humareda pestilente de dispendio, corrupción, puteros, familiares caraduras y flotillas de bobo-progres.

La nación se puebla de fantasmas y cretinos sin redención ni esperanza, como en el Comala de Pedro Páramo. Mientras, los autónomos caminan de un lado a otro con el gesto exhausto y el machete de Hacienda hundido en el cráneo. Regresan a casa desmadejados, rebuscando unas monedas entre los repliegues del sofá para pagar la cuota. El poco tiempo que les queda tras el curro lo dedican a presentar el IVA trimestral –a menudo de facturas que aún no han cobrado– y a ejercer, sin sueldo ni tregua, de forzosos recaudadores del Estado.

El plan, como en Venezuela, parece claro: asfixiar el emprendimiento, eliminar el trabajo por cuenta propia y sustituir cualquier iniciativa privada por una masa de funcionarios mal pagados, sostenidos a costa de los impuestos de todos. Pobreza engendrando pobreza, burocracia multiplicándose sin fin. Todo eso que combaten las políticas liberales del Partido Popular en lugares como la Comunidad de Madrid.

Quienes han viajado a Cuba lo saben bien. En el trayecto al aeropuerto, el taxi clandestino suele ir conducido por un ingeniero, un abogado o un cirujano que busca unos pesos para sobrevivir: profesionales bien formados que trabajan entre sombras, añorando un sueldo digno y un futuro que nunca llega. No les alcanza con la ración diaria de pan y huevos ni con el Granma en tiras para limpiarse el trasero.

España es una versión incipiente de ese modelo colectivista. Cada nuevo impuesto, cada cuota imposible, cada traba burocrática empuja a un autónomo más hacia las tinieblas. Cuando toda la economía se convierta en un inmenso despacho de funcionarios obedientes, cuando la iniciativa privada sea un recuerdo nostálgico y el trabajo libre una excentricidad, quizá alguien, una niña, vuelva a señalar desde la acera una vieja Kangoo y susurre con la inocencia de quien ve lo invisible:

«Mira, tío Miguel, allí va otro autónomo». Es probable que para entonces ya todos seamos muertos vivientes...

Miguel Rumayor es investigador en Filosofía de la Educación y diputado de la Asamblea de Madrid