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TribunaFeliciana Merino Escalera

Los hijos, nuestra vida poblada

Los hijos «colman» (del latín 'cumulus': punto más alto, cumbre o final de algo) nuestra vida. Después, otros colmarán las suyas. Porque hay raíces que apuntan hacia lo más alto, aunque no hay raíz sin su despliegue ni florece aquello que no ha sido abonado y amado en su naturaleza genuina

A veces no conseguimos entrar en la vida de los hijos, aunque golpeemos con ternura la puerta invisible de su corazón, aunque les tendamos nuestra mano con paciencia y temblor.

A veces ellos no consiguen entrar en la nuestra, donde la espesura de los días, las heridas que no nombramos, el tiempo que se esfuma entre dedos cansados, levantan murallas que nadie sabe cómo derribar.

Quedarnos a las puertas de su vida, como ellos a las de la nuestra, nos duele, como duele un silencio prolongado que no encuentra cauce ni desahogo, como duele un recuerdo que nos visita una y otra vez con la fuerza de una marea obstinada.

Pero basta un instante de fuga, un resquicio, un leve gesto o un simple verbo balbuciente, para que nos parezca estar presenciando el milagro. Ese instante, mínimo y frágil, contiene la eternidad sin tiempo en el vértigo de un alma que se abre. Un hijo que nos mira. Un perdón inesperado. Una lágrima que no se oculta. O muchas, que hacen del rostro un río imparable. Llanto mejor dicho sin consuelo y consolado por la madre que lo acoge, que se lo bebe entero, gota a gota, y con ello el mar, que es océano de memoria y de futuro. La madre atesora el infortunio, lo guarda sin reproche, como un extraño tesoro, pero intuye la gracia del origen, el que ella asistió: la primera respiración, el primer llanto que también fue celebración, la certeza de haber asistido a un comienzo irrepetible. El mismo origen que ve regresar de nuevo cual hijo pródigo. Transmutado. Por victorias y derrotas. El hijo ya no es el mismo que partió ni la madre la misma que quedó. Y con todo, en el reencuentro, la misma raíz, la semilla que nunca se extinguió.

Cuántas veces hacemos que nuestros hijos no vivan su propia vida, no naufraguen, no caigan, no resuciten. Los sostenemos como agua que se escurre de unas manos vacías y no como raíces de las que nacen nuevos brotes, aunque algunos se marchiten o se sequen cuando falta el cuidado o la memoria de lo que en nosotros fueron antes de ser ellos. Al hacerlo les negamos el vuelo, la posibilidad de descubrir que la vida duele, y que de ese dolor brotará otra fuerza. Lo hacemos, sin quererlo. Impedimos su verdadero florecimiento cuando pretendemos que son solo el reflejo de nuestro empeño y no de nuestro límite. Asumido el muro, ellos lo saltan. Abierta la herida, ellos la cicatrizan. Donde nosotros solo vemos brecha, ellos la surcan buscando pieles nuevas.

Amparados somos los padres por vástagos que acogen nuestros anhelos elevándolos a vida. Hacen suyo lo que para nosotros era un simple boceto emborronado de colores. Vida fracturada, escarnecida y humillada, ellos la convierten en brote de esperanza, que es nuestra siendo más suya que todas las horas que creemos malgastadas.

Cuántas veces nos pueblan nuestros hijos, enmarañados en una trama desconocida, en ese «tanto penar para morirse uno», que diría el poeta Miguel Hernández, un penar que hacen suyo siendo nuestro, tan nuestro que no nos permite distinguir que nuestra entraña es su alegría, aunque nos duela. Ellos, los hijos, los que acunan con sonrisas nuestros sueños cuando éramos tan solo un centelleo de futuro, cuando el vientre era morada que no presintiera infierno alguno. Ellos, que hacen nueva la vida que en nosotros ya vivieron sin saber que nuestros sueños son su vida.

Ojalá mirarlos desde el cielo que se les prometió en el deseo inmaculado, ojalá morar en ellos acogiendo su travesía como Madre dolorosa que sigue con la mirada a su Hijo hasta el madero, sin haber podido evitar ni uno solo de sus pasos. Ojalá el Dios Padre bueno permita la verdadera libertad que les negamos cuando pretendemos que algo de ellos nos pertenece tanto como nos huye: su destino.

Que el mundo que les circunda y les espera no les encuentre desasidos sin la plegaria de quien como mendigo desnudo vela cada una de sus noches. Que no les falte la oración silenciosa pidiendo custodiar sus promesas de futuro, tan frágiles, tan mortecinas, tan volátiles en este tiempo de desierto. Que nuestra sea la ofrenda que pueda transformarse en guarda invisible, en ángel que acompaña, en susurro orante que protege.

Los hijos, que hacen de sus vidas morada sin techo de la nuestra, fiel reflejo de que el viaje siempre tiene el regreso como punto de partida, un regreso al origen sin volver del todo. Son los hijos quienes convierten lo que parecía ruina en un nuevo comienzo, quienes levantan sobre escombros una casa nueva donde cabe la esperanza. Y en ese hogar, sin techo ni paredes, encontramos el cielo, aunque doliente todavía, que nos devuelve en este valle lo que un día les dimos y creímos perdido para siempre. Nada es nuestro salvo la entrega, nada el hijo salvo el misterio confiado que se nos escapa como aire y nos arraiga como tierra.

Los hijos «colman» (del latín cumulus: punto más alto, cumbre o final de algo) nuestra vida. Después, otros colmarán las suyas. Porque hay raíces que apuntan hacia lo más alto, aunque no hay raíz sin su despliegue ni florece aquello que no ha sido abonado y amado en su naturaleza genuina. Porque no hay más verdad que amor poblando nuestras casas.

Feliciana Merino Escalera es profesora de Humanidades de la Universidad Cardenal Herrera-CEU (Elche)