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27 de abril de 2024

Portada de 'Jesús de Nazaret', de Benedicto XVI

Detalle de la portada de 'Jesús de Nazaret', de Benedicto XVIEdiciones Encuentro

El cofre del tesoro: 'Jesús de Nazaret. De la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección'

Fragmentos para descubrir o redescubrir los tres volúmenes que Benedicto XVI dedicó a Jesús de Nazaret

Entre 2007 y 2012 se produjo un verdadero acontecimiento editorial. El Papa Benedicto XVI publicó tres volúmenes (que ahora Ediciones Encuentro ha tenido la magnífica idea de reunir en un solo tomo) con el título Jesús de Nazaret.
El primer tomo tiene por objeto desde el bautismo del Señor hasta la Transfiguración. El segundo, desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección. Y el último, y con menor extensión, a la infancia del Señor.
El propio Benedicto XVI afirmaba que había tratado de «desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús». De esta manera unía magistralmente la imagen del encuentro, muy querida para él (no en vano, es el magistral pórtico de entrada a la encíclica Deus Caritas Est), con su enorme afecto por la Iglesia.
Si aún dudan sobre si conviene leerlo en esta semana de Pascua que comienza (o releerlo), aquí van algunos fragmentos para ir abriendo boca:
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Por eso, partiendo de un planteamiento correcto de la cuestión, hay que decir que, si bien el sepulcro vacío de por sí no puede probar la resurrección, sigue siendo un presupuesto necesario para la fe en la resurrección, puesto que ésta se refiere precisamente al cuerpo y, por él, a la persona en su totalidad.
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El tercer día no es una fecha «teológica», sino el día de un acontecimiento que para los discípulos ha supuesto un cambio decisivo tras la catástrofe de la cruz. Josef Blank lo ha formulado así: «La expresión 'el tercer día' indica una fecha según la tradición cristiana, que es primordial en los Evangelios y se refiere al descubrimiento del sepulcro vacío».
Yo añadiría: se refiere al primer encuentro con el Señor resucitado. El primer día de la semana –el tercero después del viernes– está atestiguado desde los primeros tiempos en el Nuevo Testamento como el día de la asamblea y el culto de la comunidad cristiana.
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Si el ser de los cristianos significa esencialmente la fe en el Resucitado, el papel particular del testimonio de Pedro es una confirmación del cometido que se le ha confiado de ser la roca sobre la que se construye la Iglesia. Juan ha subrayado claramente una vez más esta misión para la fe de toda la Iglesia en su relato de la triple pregunta del Resucitado a Pedro –¿me amas?– y del triple encargo de apacentar el rebaño de Cristo. Así, el relato de la resurrección se convierte por sí mismo en eclesiología: el encuentro con el Señor resucitado es misión y da su forma a la Iglesia naciente.
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Jesús no es alguien que haya regresado a la vida biológica normal y que después, según las leyes de la biología, deba morir nuevamente cualquier otro día.
Jesús no es una fantasma, un «espíritu». Lo cual significa: no es uno que, en realidad, pertenece al mundo de los muertos, aunque éstos puedan de algún modo manifestarse en el mundo de la vida.
Los encuentros con el Resucitado son también algo muy diferente de las experiencias místicas, en las que el espíritu humano viene por un momento elevado por encima de sí mismo y percibe el mundo de lo divino y lo eterno, para volver después al horizonte normal de su existencia. La experiencia mística es una superación momentánea del ámbito del alma y de sus facultades perceptivas. Pero no es un encuentro con una persona que se acerca a mí desde fuera. Pablo ha distinguido muy claramente sus experiencias místicas como, por ejemplo, su elevación hasta el tercer cielo, descrita en 2 Corintios 12,1-4, del encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, que fue un acontecimiento en la historia, un encuentro con una persona viva.
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Si escuchamos a los testigos con el corazón atento y nos abrimos a los signos con los que el Señor da siempre fe de ellos y de sí mismo, entonces lo sabemos: Él ha resucitado verdaderamente. Él es el Viviente. A Él nos encomendamos en la seguridad de estar en la senda justa. Con Tomás, metemos nuestra mano en el costado traspasado de Jesús y confesamos: «¡Señor mío y Dios mío!» (n 20,28).
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