Fundado en 1910
TRIBUNAJosé Carlos Herrero Fuentes

Sí, es posible ser laico y vivir como un monje

Todo comenzó hace ya muchos años cuando, siendo niño, mi padre me hablaba ya de los monjes mientras pasábamos frente a la abadía de Viaceli (Cantabria), allá por los años 70. Tendría yo unos 5 años y escuchaba con atención sentado en el asiento de atrás de aquel Seat 850 las palabras de mi padre: «Aquí viven unos monjes, hombres que han dedicado a Dios su vida en el silencio y…. sin hablar para nada».

Les voy a contar mi experiencia y cómo vivo a la sombra de la vida monástica. Quiero empezar desde la raíz, desde las primeras gotas de agua que cayeron en la tierra y que me fueron enseñando qué era el monacato. Las primeras palabras del prólogo de la Regla de San Benito me impactaron hace ya unos años; comprendí que debía inclinar el oído (la oración) para escuchar la Palabra de Dios en medio del ruido que hay en el mundo; que Dios nos habla desde la estancia de un silencio; que podía combinar mi vida con el ritmo monástico estando en el mundo, pero sin ser del mundo (Jn 15, 19). Es decir, que las cosas del mundo no influyeran de manera abrumadora.

Soy consciente de dónde me muevo y vivo, en el entorno en el que estoy, que es también mi momento y no puedo huir del tiempo en el que vivo. Es decir, cuando voy a un monasterio no me aíslo del mundo, no me refugio, no es una huida. Sencillamente es asumir el tiempo que me toca vivir, pero desde la mirada amorosa de Dios, desde la pedagogía de Dios, desde la madurez de Dios y sobre todo, desde la paciencia de Dios.

Echando una mirada al pasado, me doy cuenta que mi vida ha sido una excursión; mejor dicho, una peregrinación, y así lo aprendí hace años cuando uno de los maestros de oración que tuve en mi catequesis de confirmación me lo dijo. Todos empezamos con mucha ilusión el camino de la fe preparando la mochila y, a medida que caminamos, el camino va siendo más duro. Quienes te acompañan te van haciendo crecer... o no. De alguno de esos compañeros de camino hablaré después.

Todo comenzó hace ya muchos años cuando, siendo niño, mi padre me hablaba ya de los monjes mientras pasábamos frente a la abadía de Viaceli (Cantabria), allá por los años 70. Tendría yo unos 5 años y escuchaba con atención sentado en el asiento de atrás de aquel Seat 850 las palabras de mi padre: «Aquí viven unos monjes, hombres que han dedicado a Dios su vida en el silencio y…. sin hablar para nada».

Aquellas palabras calaron fuertemente en aquel niño y, meses después, cuando estaba de excursión con la clase de parvulitos en el autobús que se dirigía a Comillas, mi pensamiento se remontó a aquellas palabras y, no sé por qué, intuí que por allí estaba aquel lugar. Así fue: nada más pasar el alto de Toñanes, con los Picos de Europa al fondo y mientras pasábamos una curva que ya quedó anulada hace muchos años, se podía divisar la abadía cisterciense de Viaceli.

El Desierto carmelita de Hoz de Anero (Cantabria) fue mi primer contacto con la soledad, pero una soledad agradable, que te envolvía, te abrazaba y te conquistaba. Podría decir que este fue mi kairós primero con la vida solitaria. En ese mismo año de 1989, regresando de Madrid se volvieron a repetir aquellas palabras de mi padre justo cuando pasábamos delante de la Trapa de San Isidro de Dueñas: «Mira, ahí está la Trapa donde viven los monjes». Aún tengo clavada en la retina de mis ojos esa imagen de la Trapa desde la carretera y el pensamiento que me vino en ese mismo instante fue: «Ese sitio es para mí».

No habían pasado dos años y nuevamente volvía a tener contacto con la vida monástica: los escritos del hermano Rafael Arnaiz cayeron en mis manos. Sus cartas me fascinaron, sus impresiones me cautivaron y eso provocó que el 11 de septiembre de 1991 me acercara a pasar unos días a la hospedería de Santa María de Viaceli.

A lo largo de estos más de 30 años me he ido acercando principalmente a esta comunidad, pasando muchos días en su hospedería, muchas tardes frente al sagrario de la iglesia, temporadas con la comunidad haciendo experiencia, que quedaron ahí, en experiencias que, sin embargo, me han ayudado a crecer interiormente. He aprendido que acercarse a un monasterio es como quien se prepara una asignatura o el director que educa su oído para conocer los instrumentos de la orquesta. Nos acercamos al monasterio para, en medio del silencio y la soledad, educar el corazón, distinguir los distintos sufrimientos de los hombres y mujeres en la vida diaria.

No puedo decir que todo haya sido única y exclusivamente desde el Císter. También he vivido mis comienzos como joven en búsqueda entre otros jóvenes. Recuerdo mis años de atletismo: estaba seleccionado para una concentración de alto nivel y la rechacé para asistir a mi primera Pascua en Peñafiel (Valladolid) con los Pasionistas, que eran quienes me estaban preparando para el sacramento de la Confirmación.

Se sucedieron muchos encuentros, peregrinaciones tanto a Santiago de Compostela (1993), Santo Toribio de Liébana (1995) a los que acudí con D. José Vilaplana, por entonces obispo de Santander y de quien guardo un gran recuerdo. Unas palabras suyas se me quedaron grabadas: «Buscad siempre una tarde de la semana que sea para orar a solas delante del Señor». Aquellas palabras fueron para mí la clave, pues decidí dedicarle al Señor las tardes de los viernes como espacio para estar en oración.

Así que comencé a acercarme al monasterio más accesible y donde pudiera estar en silencio y participar del rezo de vísperas, pues por entonces no disponía de coche, ni carnet de conducir. Con esas premisas, las salesas era lo más cercano con la línea 3 del autobús urbano. Pronto se unió un amigo y más tarde pasamos a juntarnos en la capilla que la Casa de la Iglesia tenía en Santander. Poco a poco fuimos invitando a otros amigos y así surgió el grupo Agua Viva. Al principio teníamos oración semanal de vísperas; poco después pasamos a dos oraciones semanales y al acompañamiento con las hermanas trinitarias de Suesa con las que aprendimos a orar.

No puedo olvidar que un miembro de aquel grupo decidió hacer una peregrinación a Roma con motivo del año Jubilar del año 2000. Aquel grupo de jóvenes decidimos juntarnos a orar para enviarle en su marcha y así surgió un grupo de oración de Taizé todas las noches de los sábados, encuentro que duró diez largos años.

Ya por entonces había comenzado en octubre de 1991 a rezar la Liturgia de las Horas, movido por el deseo de sentirme más cerca de la comunidad de Viaceli y, con esfuerzo, me fui comprando los distintos tomos de las horas gracias a las vueltas de la compra que me iba quedando cuando mi madre me mandaba al supermercado. ¡Qué años de fervor rezando el oficio! Al principio rezaba casi todas las horas: era para mí una manera de estar más cerca de «mis hermanos los monjes». Recuerdo que me levantaba a las 6 de la mañana para rezar las laudes y, a lo largo del día, las diferentes horas. Han pasado los años y la Liturgia de las Horas forma ya parte de mi vida. Es una manera de entrar en oración combinando la oración litúrgica con la personal.

Pero todo esto no tiene sentido contarlo si no ahondamos más en lo importante, en aquello que ha perdurado en el tiempo: la presencia de Dios en mi vida. Porque acercarse a una comunidad monástica es encontrase con el Señor. Dios se convirtió en aquel momento en una novedad; algo de Él me sedujo y yo me dejé seducir. Me llevó al desierto, me habló al corazón (Oseas 2, 14). Quiero tener presente una cita que siempre me ha perturbado, removido por dentro: es ese encuentro de Jesús con el joven rico en Mc, 10, 21: «Jesús se le quedó mirando, lo amó y le dijo: 'Una casa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo y luego sígueme'». Jesús se le quedó mirando...

Creo que todo nace de esa mirada de ternura de Jesús hacia nosotros. La primera mirada no es la nuestra, sino la de Dios. Tal vez esa es la clave: dejarse mirar por Dios. Una mirada que nace desde dentro del corazón y que poco a poco ha ido sintonizando con el corazón del Padre. Es ese «mira que te mira» que decía Teresa de Jesús.

«Es probable que la vida monástica en mi vida y en la de muchas personas que nos acercamos a un monasterio sea esa: vivir la mirada atenta y amorosa del Señor. Más que contemplar al Señor, es dejarse contemplar por Él», como diría mi gran amigo el P. Alfonso Baldeón. Él me enseñó a darle la vuelta a la bienaventuranza de «dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt, 5, 8), viendo que dichosos son los que se dejan mirar por Dios, porque serán limpios de corazón. Tal vez esa ha sido la clave en mi vida: dejarme mirar por Dios en la oración, en los acontecimientos de mi vida, en los aciertos, en los desaciertos, en los momentos de luz y de oscuridad…

Pero hay algo más bonito aún, y ha sido descubrir que ese dejarse mirar por Jesús conlleva que nos ama. El mirar de Dios siempre es amar, que creo dice San Juan de la Cruz. Ante todo, eso: dejarse mirar y dejarse amar por Dios. Suena muy bonito, pero sabes que no es fácil y más cuando estás en medio del mundo, del ajetreo de la vida diaria.

La lectura de la Palabra de Dios se ha convertido para mí en una manera de descubrir el amor de Dios en mi vida y cómo se me ha ido dando de una manera gratuita y desbordante. Todos los días busco dentro de la vorágine del día un rato para leer la Sagrada Escritura; el mejor momento es para mí sin duda la noche. Terminadas las completas, estando ya mi casa sosegada, (Noche oscura, 1) en mi pequeño oratorio, lugar especial en mi casa, leo el evangelio y rumio unos minutos la Palabra de Dios. Ella es el claustro donde recorro los caminos de Dios, oigo su voz. Recuerdo el libro que me ayudó tanto a acercarme a la Palabra de Dios, la Lectura de Dios, del Padre Colombás.

La Lectio de los sábados me sirve para preparar las palabras que he de decir en la celebración de la Palabra del día siguiente en los pueblos donde ayudo a un sacerdote.

Yo soy maestro, y creo que en parte se lo debo a la vida cisterciense. Vengo de familia de maestros: mis dos abuelos lo fueron, sus hermanos también (uno es el beato Valerio Bernardo, hermano de La Salle) que, naturalmente, fueron referente importante en mi vida, pero de alguna manera, la vida monástica me ha ido configurando cómo soy incluso en mi trabajo. Mi vida desde hace más de 30 años está marcada por el ritmo de las horas monásticas.

Todos los días, sobre las 7:30 de la mañana, rezo laudes; estas marcan el inicio de mi jornada. El rezo de los salmos es una constante en mi vida, son parte indispensable para hablarle al Señor. Él rezaba con ellos, la Iglesia lo hace y me uno a ella desde el oratorio de mi casa, siempre acompañado por un breve momento de silencio antes de salir a las clases.

Mi labor no se ha reducido hasta ahora solo a la docencia en estos 19 años, sino que lo he compaginado con la evangelización en las clases, dando catequesis, coordinando las catequesis de Primera Comunión, como coordinador general de la Acción Evangelizadora del colegio y, estos últimos siete años, como coordinador de pastoral en Infantil-Primaria. Siempre deseando enseñar a los niños en la Piedad y las Letras, como versa el lema de las Escuelas Pías, orden con la que trabajo.

La vida monástica me ha enseñado a «saber esperar» al modo del hermano Rafael, a tener paciencia, a saber, estar con los niños, a saber que «la paciencia todo lo alcanza» (Sta. Teresa). Me ha llevado a hacerme disponible al amor, a la obediencia, pues todas las responsabilidades que han ido viniendo siempre han venido de arriba; no son misiones que yo haya elegido y siempre he visto la mano de Dios en todo ello. He aprendido que Dios no escoge capacitados, sino que capacita a los que escoge, y que todo está en la disponibilidad y entrega que pongas.

Con el tiempo conocí la Fraternidad Laica de San Pedro de Cardeña (era la fraternidad más cercana que tenía) y en el año 2007, gracias a una entrevista que mantuve con el P. Marcos, comencé a formar parte de la Fraternidad a la que pertenezco y de la que formo parte activa desde hace unos años, siendo su coordinador.

«Lo definimos como una llamada a ser testigos activos de Cristo y de su Iglesia, en medio del mundo, dando un testimonio orante y contemplativo en una vida definida por los valores propios del carisma cisterciense…Creemos que la espiritualidad cisterciense es posible adaptarla a la vida de un laico, si bien queda muy claro que son dos formas distintas de vivirlo, monástica y laica, ambas son complementarias. Los laicos hemos encontrado en la espiritualidad cisterciense un modo de vivir en el mundo con mayor entrega y profundidad espiritual. Todos afirmamos que el carisma cisterciense puede ser vivido fuera del monasterio», como reza la Identidad Laica Cisterciense.

Los fines de semana asisto con el equipo de Pastoral Penitenciaria al penal de El Dueso. Trato de ser un laico que, allá donde está, transmita la ilusión de lo vivido a la sombra del Císter y siempre deseando servir y ser fiel a esa mirada de Dios.

José Carlos Herrero Fuentes es laico cisterciense de la Fraternidad del monasterio de San Pedro de Cardeña