Imagen utilizada como promoción de la película 'Claret', de Pablo Moreno, sobre la vida del santo
Cómo ser paciente con uno mismo y no desesperarse: los sabios consejos de san Antonio María Claret
Desterrado y calumniado, el santo español falleció el 24 de octubre de 1870 y a través de cientos de consejos espirituales enseñó con su pluma cómo soportar los propios defectos sin perder la paz
Confesor de la reina Isabel II, formidable catequista de la pluma, taumaturgo, apóstol infatigable y fundador de la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María, conocidos como los claretianos, san Antonio María Claret (1807-1870) vivió la paciencia en carne propia.
Durante su vida soportó la presión y el rechazo de oligarcas y poderosos; y a pesar de su cercanía a la monarca, nunca cedió a las intrigas palaciegas ni a las acusaciones que constantemente se le hacían. La campaña anticlerical en su contra se propagó a través de periódicos, libros, teatro, revistas, panfletos e incluso cajas de fósforos, hasta culminar con su destierro y el de la reina.
Sin embargo, en lugar de victimizarse, Claret continuó conquistando almas para Dios sin abandonar la escritura. Entre los muchos temas que abordó, escribió sobre la paciencia con uno mismo, sin perder la paz en las dificultades y caminando siempre con confianza en la Providencia a pesar de las adversidades.
Las enseñanzas que se recogen en este artículo, procedentes de la sección de 'Espiritualidad seglar' de sus Escritos espirituales, muestran cómo afrontar los propios fallos y las sequedades del espíritu. Como bien señala la presentación de la obra, «vertida generalmente en pequeños opúsculos, la suya es una doctrina popular, intencionadamente ordenada a poner al alcance de todos el tesoro de la santidad».
Humillarse, arrepentirse y confesarse
En el capítulo dedicado a la paciencia con uno mismo, Claret subraya que soportar los propios y cotidianos defectos requiere «mayor necesidad de paciencia» que sufrir los ajenos, tal como ocurre con quienes de veras «quieren amar y servir a Dios». A lo que le siguen unas palabras que no son una llamada a la resignación pasiva, sino a una acción decidida. Su tono recuerda al de la santa abulense Teresa de Jesús: una mezcla de dulzura, claridad y profundo conocimiento de la naturaleza humana.
Escribe Claret: «Cuando tengáis la fragilidad de cometer algún defecto o falta, no obstante los firmes propósitos que habéis hecho en la oración y el cuidado con que andáis, no debéis por esto desmayar ni perder la paz, ni martirizar el corazón con reflexiones inútiles, sino que os humillaréis delante de Dios, os arrepentiréis de veras, os confesaréis bien a su tiempo y caminaréis con confianza».
La paciencia, según Claret, no se limita a aceptar las imperfecciones. También incluye los dolores corporales y las sequedades de espíritu, esos momentos en los que la oración parece vacía y la fe se siente lejana. Como él mismo explica, «aunque San Pedro quisiese estar en el Tabor y huyese del Calvario, este monte no deja por esto de ser más útil y provechoso que aquél», recordando que incluso los momentos difíciles y dolorosos tienen un valor espiritual igual o mayor que las experiencias de gozo.
Y afirma (eludiendo a san Francisco de Sales) que «mejor es comer el pan sin azúcar que el azúcar sin pan»: es decir, destaca cómo es preferible vivir lo esencial de la vida espiritual, aceptando las dificultades del camino de la fe, antes que buscar solo experiencias cómodas o gratificantes y carecer de lo fundamental.
Una paciencia amorosa y animosa
El santo catalán también recuerda que la verdadera entrega a Dios se manifiesta en silencio y humildad. «El verdadero siervo de Dios rara vez se queja de lo que padece, y menos desea que otros se compadezcan y lastimen de sus trabajos. Todas sus penas desaparecen cuando las compara con las de Jesús, a la manera que desaparecen las estrellas a la vista del sol». La paciencia aquí no es pasiva: debe ser animosa y amorosa, como «el bálsamo fino, que con su peso baja al profundo del agua».
Y sobre todo Claret y el doctor de la Iglesia coinciden en que la humildad es el corazón de la paciencia espiritual. Amar y desear las humillaciones, recibirlas con alegría o buscarlas para ejercitarse, es un acto de libertad interior. «San Francisco de Sales–vuelve a recordar el santo español– estimaba en mucho la humildad baja y sin economías».
Una humildad, podría decirse, de 'perfil bajo' que no quiere hacer cosa alguna «por el motivo ridículo de la vanidad, pero que no se omitiesen las obras buenas por temor de las alabanzas». «Vituperarse y alabarse a sí mismo– decía– puede nacer de una misma raíz de vanidad. Y las palabras humildes, cuando no tienen su origen en un interior desprecio de sí mismo, son la flor más fina del orgullo».