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Isla de Giannutri, en Italia

Isla de Giannutri, en ItaliaCreative Commons

La isla mediterránea que prohibió las colmenas para comprobar si las abejas dañan su naturaleza

Este experimento ofrece un ejemplo único de cómo las prácticas humanas pueden alterar drásticamente el equilibrio ecológico en un entorno frágil

Giannutri es la isla más remota y meridional del Arcipiélago Toscano, situado entre Córcega y la Península Itálica. Cada primavera desde 2018, en ese paraje ocurre un fenómeno singular: los enjambres de abejas melíferas instalados en colmenas producen miel alimentándose de flores silvestres, mientras sus parientes salvajes compiten por el mismo néctar en un terreno limitado.

Sin embargo, esta isla ha decidido tomar una tajante decisión: cerrar los panales y observar qué sucedía con las abejas autóctonas cuando sus competidoras domésticas quedaban fuera del juego. El caso ha despertado el interés de la comunidad científica internacional. National Geographic destaca que este experimento ofrece un ejemplo único de cómo las prácticas humanas, en apariencia inocuas como la apicultura, pueden alterar drásticamente el equilibrio ecológico en un entorno frágil.

La investigación, cuyos resultados han sido publicados en la revista Current Biology, confirma una reducción alarmante en las poblaciones de abejas silvestres de Giannutri, lo que pone de relieve la necesidad de repensar la introducción de colmenas en áreas naturales.

Con apenas 2,6 kilómetros cuadrados, Giannutri fue elegida como un laboratorio vivo. El equipo liderado por el ecólogo italiano Lorenzo Pasquali, actualmente investigador en la Universidad de Białystok (Polonia), sellaba en días alternos los accesos a 18 colmenas instaladas en la isla. Así lograban que las abejas melíferas permanecieran en su interior durante la mayor parte del día, lo suficiente para observar cómo respondían las especies silvestres en ausencia de sus rivales.

Esta metodología es simple pero poderosa, ya que compara el comportamiento de las abejas salvajes cuando las colmenas están abiertas frente a cuando están cerradas. Con esta estrategia, se registró que en ausencia de abejas melíferas el volumen de néctar disponible en algunas plantas se incrementaba en más de un 50 %, mientras que los niveles de polen crecían alrededor de un 30 %. Esto permitió a los polinizadores autóctonos alimentarse durante más tiempo y ajustar sus rutinas diarias.

El entomólogo español Alfredo Valido, del Instituto de Productos Naturales y Agrobiología, que no participó en el estudio, lo definió como un «experimento elegante y sorprendente», ya que establece con claridad la relación entre abejas domésticas, flores y abejas silvestres. Los efectos de esta competencia resultaron mucho más drásticos de lo previsto, ya que tras cuatro años de observación, los investigadores constataron que poblaciones locales se habían reducido en un 80 % respecto a sus niveles iniciales en 2021.

Las diferencias entre ambas especies hacen que la observación sea sencilla, y es que las abejas silvestres son más grandes, oscuras y de vuelo más grave. Los científicos registraron sus visitas a las flores, el tiempo de alimentación y la cantidad de néctar consumida. Los resultados fueron consistentes: cuanto más espacio dejaban libre las colmenas, mejor podían alimentarse las abejas nativas.

Este caso no es aislado. Las abejas silvestres de islas mayores e incluso de áreas continentales protegidas pueden enfrentarse a destinos similares si no se evalúan adecuadamente los impactos de las colmenas. El reto es mayor si se considera que las abejas silvestres ya cargan con múltiples amenazas: pérdida de hábitat, pesticidas y cambios climáticos.

El equipo continuará vigilando la evolución de las poblaciones silvestres de Giannutri. La gran incógnita es si, en ausencia prolongada de colmenas, las abejas autóctonas lograrán recuperar parte de sus efectivos. Los primeros datos de 2024 ya están siendo recopilados y los investigadores esperan que, con el tiempo, se confirme un repunte de la biodiversidad local. De ser así, Giannutri podría convertirse en un ejemplo pionero de cómo la ciencia puede guiar la gestión de áreas protegidas frente a riesgos invisibles.

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