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20 de mayo de 2024

La Verbena de la Paloma.

La Verbena de la Paloma.

Una apoteosis de la danza para 'La Verbena'

La nueva producción de La verbena de la Paloma de Tomás Bretón, en su 130 aniversario, se salda con un éxito de la coreógrafa Nuria Castejón, en el Teatro de la Zarzuela

Si el Teatro Real tiene aún depositadas esperanzas en la Madama Butterfly de Puccini para recuperarse de los destrozos que en su taquilla han provocado algunas de las obras recientes allí programadas, la Zarzuela, por san Isidro, también apunta hacia el éxito con el estreno de una nueva producción de La Verbena de la Paloma, al cumplirse 130 años de su primera representación.
No hay más cera que la que arde. Las supuestas crisis de público se saldan inmediatamente, como bien sabía Longfellow Deeds, aquel héroe aparentemente simplón retratado por Frank Capra, en cuanto se echa mano de esos mismos títulos populares que la gente no se cansa de presenciar, una y otra vez. Y se dirá, muy apropiadamente, «es necesario conocer otras cosas». Faltaría más, sin curiosidad estaríamos perdidos. Pero el llamado «repertorio» nunca debe descuidarse, es la base de todo teatro lírico que aspire a conectar con el público, como bien saben desde Londres o Viena hasta Milán u Omán.

El triunfo de una «obrita»

El teatro de la calle Jovellanos ofrece estos días la magna pieza de un escéptico Tomás Bretón, que se sorprendía del triunfo incontestable de su «obrita» (así se refería él mismo a su «Verbena»), mientras lamentaba amargamente que sus grandes óperas no alcanzasen la misma consideración entre los aficionados. Y ya han logrado colocar el cartel de «no hay entradas» para las catorce funciones previstas, antes incluso de que viera la luz la primera, este pasado miércoles.
Ni siquiera importa si la producción se ajusta a la idea preconcebida que cada cual tiene de este sainete lírico, o si canta Plácido Domingo (al que no le dejan pisar este teatro salvo como espectador) o un pariente de Juanito Valderrama… Aquí lo primordial resulta volver a congraciarse con el espíritu alegre y crítico a la vez, el aroma a celebración castiza que desprende la obra y regresar después a la calle, con las acogedoras temperaturas de la primavera madrileña, tarareando «un mantón de la China… te voy a regalar». Lo esencial es que durante algo más de una hora las deudas, los desamores, los fracasos y hasta la rastrera política que se cuela por los móviles… todo permanece suspendido en el tiempo.

La referencia histórica del «teatro por horas»

Tal era el propósito fundamental de aquel «teatro por horas», base del llamado «género chico» al que pertenece «La Verbena»: poner a disposición de la gente de la calle un entretenimiento ligero, ameno, directo y conciso en su duración, un retrato de la vida de sus semejantes en argumentos llanos, por el que la actualidad solía colarse casi siempre con un tono de cierto cachondeo. Y todo aliñado además con una música entretenida, dulzona, amable.
A veces hasta saltaba la liebre, y entre aquellas piezas sin mayor ambición estética que la de procurar al espectador un rato agradable (algo tan complejo), se colaba alguna obra singular, destinada a perdurar gracias al talento fuera de lo común de sus creadores. Eso fue lo que ocurrió en buena medida con esta «Verbena», que en su casi siglo y medio de fecunda existencia no ha dejado de interesar a los públicos superando las modas, por la exquisita labor de un Bretón que no podía escapar a su destino.
Con su talento y los sólidos conocimientos adquiridos de la tradición musical y de las principales tendencias de su tiempo, en cualquier empeño, por burdo que pudiera parecerle en principio, al compositor salmantino se le colaban los chispazos de una inspiración asentada sobre principios muy firmes: la calidad de la música se impone desde el inicio hasta el final, confiriéndole al conjunto, más allá de ciertos apuntes, esta o la otra melodía pegadiza (la célebre habanera), la coherencia de un auténtico drama-musical, perfectamente logrado.
Y seguramente también contribuyeron a su fortuna desde la creación, esas ciertas descargas de crítica social que el texto del libretista Ricardo De la Vega va deslizando a través del retrato de los personajes y sus situaciones, algo que ya se encargaba de subrayar muy bien la principal adaptación cinematográfica del sainete, la que en su momento realizó Benito Perojo, en 1935.
El aroma miserable de las corralas, tan galdosiano, en el que se jugaba la suerte de aquellas mozas cuyo atractivo podía alquilarse de acuerdo con las artimañas de alguna madura celestina; las reivindicaciones económicas del joven proletario, Julián, al cual el acceso a la imprenta, por su oficio de cajista, le surtía de textos revolucionarios, colocan la eterna lucha de clases en un plano no tan secundario como a veces pareciera resultar, ahogados rápidamente los comentarios menos amables por la música de baile.

Un prólogo añadido que comienza con el cierre del Teatro Apolo

Precisamente, quizá sea este el punto más flojo de esta nueva producción, que deja el peso de cualquier aspecto de crítica al añadido que se sitúa, ahora, justo antes del inicio de esta «Verbena», para lograr una duración más acorde con estos tiempos en los que el «microteatro» ocupa un lugar más bien marginal. El prólogo cómico-lírico «Adiós Apolo», con un brillante texto de Álvaro Tato, sitúa la acción previa en el acontecimiento de la última función de La verbena de la Paloma, con la que se despidió para siempre el madrileño Teatro Apolo para dar paso a una sucursal bancaria, algo no tan lejano a estos días de Opas.
Las peripecias del ensayo de la misma compañía que luego se encargará de ofrecer «La Verbena» sitúan al espectador ante la precariedad de la profesión, esa que integra a las distintas familias vinculadas con el espectáculo: desde regidores a coristas, actores, directores y cantantes, que viven permanentemente en el alambre. El albur de una decisión administrativa puede decidir, de un día para otro, la suerte de los cómicos.
A todos ellos, a su entrega vocacional les dedica su emotiva puesta en escena la coreógrafa Nuria Castejón, descendiente de una prolífica saga de artistas, con este entretenido prólogo que le sirve además como eficaz marco para realizar, inmediatamente, una suerte de arqueológica recreación de esa última noche verbenera en el Apolo. Lo cual la aleja hábilmente del dilema de tener que ofrecer una adaptación a los tiempos más actuales, justamente lo que se lleva ahora con discutibles resultados, las más de las veces.
La apuesta de Castejón, muy bien desarrollada, se muestra fiel deudora a sus otros orígenes: las colaboraciones constantes con el director Emilio Sagi y su principal labor como coreógrafa. Desde la estupenda escenografía de Nicolás Boni, con su realista recreación de la Latina, y la adecuada luz de Albert Faura al puntilloso vestuario de la siempre elegante Gabriela Salaverri, todo parece remitir a la clásica producción de La del manojo de rosas de Sagi para este mismo teatro, que tanto éxito ha tenido en cada nueva reposición. Y por otra parte, los estilizados números de baile (que incluyen hasta al camarero), con su reiteración, parecen trasladarnos hasta el universo del musical, un «Brigadoon». En cualquier caso, todos están impecablemente resueltos, desde el mismo prólogo.

Espectáculo visualmente vistoso, fiel a la la acción

La coreógrafa, ajena a discursos más intelectuales, parece conformarse con ofrecer un espectáculo visualmente vistoso y seguir lo más fielmente posible la acción externa, lo cual no es poco. Y le queda una «Verbena» muy resultona, que bien podría permanecer en el teatro como testimonio de lo que en otra época fue la zarzuela. Un montaje que pudiera tener algún recorrido si las autoridades estuvieran realmente ocupadas en promover que las producciones viajasen y pudieran verse en otros lugares, como testimonio de la riqueza y singularidad de nuestro enorme y diverso patrimonio lírico. Nunca hemos sabido venderlo bien.
La dirección de actores, que subraya los aspectos más exteriores, se beneficia de la buena compañía reunida, que prima la interpretación en su conjunto. Entre todos, destacó esa estupenda actriz-actante que es Carmen Romeu, una soprano que no siempre ha sabido adecuar sus condiciones al repertorio: no es en los roles más exigentes desde el punto de vista vocal donde quizá pueda brillar mejor en estos momentos, pero en cambio, cuando es preciso mostrar unos medios adecuados, sobre todo echando manos de su completo talento dramático, el resultado resulta magnífico, como ahora. Canta lo necesario, baila, seduce, …
En parejo nivel se sitúan las decisivas contribuciones de Antonio Comas, un estupendo Don Hilarión en su caracterización del eterno «sugar-daddy», fanfarrón y libertino a destiempo; la siempre adorable Milagros Martín, como una Señá Rita estupendamente cantada; la simpática Gurutze Beitia, que clava a la alcahueta Tía Antonia y la cantaora Sara Salado, protagonista de uno de los números más aplaudidos con su actuación flamenca.

Un Julián demasiado forzado, ajeno al carácter del personaje

Algo por debajo del resto se sitúa el barítono Borja Quiza, actor casi siempre adecuado, pero que aquí no acierta a dar con el justo relieve de Julián, al que retrata vocalmente como si se tratase de don Carlo di Vargas, el «malo» de La forza del destino. Por más que el informado Bretón confiriera a su personaje algo de la vocalidad verdiana, sobre todo al principio, toda la seducción de una página como la célebre habanera queda lastrada por un canto en exceso rudo que busca sobre todo proyectarse a costa de forzar la pureza de la expresión. Es una lástima, porque de ese modo el lado más íntimo de Julián se ve lastrado por ese mantenido afán de procurar artificialmente, ensanchando toscamente un instrumento en esencia más lírico, una potencia que cercena la carga poética de la música.
Ese siempre confiable, buen maestro concertador que es Pérez Sierra vuelve a demostrar su oficio logrando el preciso equilibrio entre foso y escena, sujetando férreamente las escenas concertantes, dotando del preciso color festivo a los momentos más esperados y confiriendo algo del delicado perfume nocturnal que se entrevera en los pasajes más delicados. El coro, por esta esta vez, se mostró algo tirante, sobre todo en el final, pero siempre magnífico en su prestación escénica. En esta segunda función, sobre todo en los saludos finales, hubo muchos aplausos para todos, sin que llegaran a desatarse esas estruendosas ovaciones que consagran las grandes noches de gloria. A veces basta con que todo permanezca en su sitio.
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