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20 de mayo de 2024

TribunaLuis Íñigo Fernández

Los límites de la digitalización

No parece un disparate suponer que, al igual que nuestro cerebro empezó a cambiar hace 6.000 años cuando se inventó en Mesopotamia la escritura cuneiforme, el cerebro de nuestros hijos lo esté haciendo ahora para acomodarse a las características del entorno digital

Actualizada 16:19

Hace unos meses saltó la noticia: las autoridades suecas, preocupadas por la evidente merma en la comprensión lectora de sus alumnos, decidieron dar marcha atrás en el uso didáctico de los dispositivos electrónicos y retornar a los libros de texto en papel. No se trata de un arrebato de nostalgia; ni siquiera de una excepción. También en España aumentan día a día los centros que reniegan del uso didáctico masivo de la tecnología digital y abrazan de nuevo el libro clásico. En realidad, no debería sorprendernos. Hace mucho tiempo que lo sabemos: en los primeros años de la infancia, el uso de pantallas digitales, ya sean teléfonos móviles, tabletas u ordenadores, puede producir efectos nocivos. Y no se trata de deterioros leves que remiten al poco de retirarse la causa que los provoca, sino de daños permanentes que afectan a la capacidad de concentración, la empatía, el manejo de la frustración y el control de los impulsos, capacidades todas ellas imprescindibles para el aprendizaje eficaz y la interacción social sana.
En pocas palabras, el uso temprano de la tecnología digital como instrumento didáctico puede resultar contraproducente. No cabe duda de que proporciona a los niños herramientas que van a resultarles imprescindibles para su futura inserción laboral e incluso social. Pero el precio que les forzamos a pagar por ello es demasiado elevado. El cerebro posee una enorme plasticidad; se adapta con rapidez a la naturaleza de los procesos cognitivos y se modifica a sí mismo de forma distinta de acuerdo con sus características. En la lectura tradicional, lenta y reposada, la atención es mayor y muy intenso el desarrollo de las áreas cerebrales relacionadas con la visión, el análisis espacial, la toma de decisiones y la creación de conceptos. En la lectura digital, más rápida, superficial e interrumpida con frecuencia por los enlaces de hipertexto, el desarrollo de esas áreas es menor. Con el tiempo, los efectos del monocultivo digital pueden ser devastadores: personas incapaces de leer en profundidad un texto, con dificultades para procesar mensajes complejos, con un léxico muy pobre —y, en consecuencia, un pensamiento muy pobre— y una perentoria necesidad de interrumpir a cada paso la tarea para consultar WhatsApp o conectarse las redes sociales. En suma, personas como nuestros alumnos.
Quizá sería aventurado afirmarlo de forma taxativa, pero no parece un disparate suponer que, al igual que nuestro cerebro empezó a cambiar hace 6.000 años, cuando se inventó en Mesopotamia la escritura cuneiforme, para adaptarse al lenguaje escrito, el cerebro de nuestros hijos lo esté haciendo ahora para acomodarse a las características del entorno digital. Si es así, no cabe duda de que ese cambio tendrá efectos positivos, como la capacidad de procesar e integrar grandes cantidades de información en soportes diversos, pero también negativos, como los que hemos señalado. La cuestión clave es dirimir si el cambio es inevitable y, de ser así, adoptar las decisiones adecuadas para maximizar el beneficio que obtengamos de él y protegernos de sus riesgos. Ciertos síntomas de lo que está pasando en el cerebro de los niños y los adolescentes son, en todo caso, cuando menos preocupantes. Algunos estudios realizados en los países del norte de Europa, que podemos considerar representativos porque han gozado de un bienestar estable y continuado durante décadas y llevan mucho tiempo aplicando pruebas de inteligencia a sus alumnos, afirman ya que, por vez primera en la historia, el cociente intelectual de los hijos es inferior a la de sus padres.
Y no hemos hablado hasta ahora de la inteligencia artificial. Si el uso de ordenadores está transformando ya nuestro cerebro, y no precisamente para bien, cabe suponer que lo hará aún más el uso de dispositivos que, en la práctica, posean la capacidad de suplantar las funciones más elevadas de nuestro intelecto e incluso mejorarse a sí mismos ad infinitum. En los últimos meses han aparecido ya aplicaciones como Chat GPT que son capaces de redactar textos indistinguibles de los que produciría un ser humano. Es solo el principio. No es descabellado suponer que en el transcurso de unos pocos años serán capaces de hacer todo lo que hacemos nosotros, solo que mejor y mucho más deprisa. ¿Qué le sucederá entonces a nuestro cerebro? ¿Se atrofiará por completo, convirtiéndonos en meros consumidores ociosos de subproductos culturales de masas diseñados por omniscientes inteligencias artificiales?
Por supuesto, es posible que ocurra así, pero está en nuestras manos evitarlo. De lo que no cabe duda es de que el tiempo se nos acaba. La tecnología es buena, siempre que mantengamos su control y seamos capaces de decidir cuánto y para qué la usamos. Nadie puede negar que los alumnos deben aprender a usar las herramientas digitales, pero no a costa de volverse por completo dependientes de ellas. ¿A alguno de nosotros se nos ocurriría comprarnos un coche si a cambio tuviéramos que renunciar a la capacidad de caminar?
  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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