Mudanzas de septiembre
Entre San Mateo y San Miguel, la berrea alcanza su apogeo: bramidos guturales que hacen vibrar valles y collados, choques de cuernas que estremecen las sombras. Cada macho defiende su harén y su linaje, recordando que el monte también tiene sus reyes y sus rituales
Ciervo macho en el pasto
Esquiva pero presente, aún se vislumbra la sombra de Hades recorriendo los campos en su negro corcel. Bajo el tronar de sus cascos resuenan ecos de fuego y desesperación. Galopan tras él como perros de guerra, jaurías de llamas pregonadas con latidos de miseria. Aquel que lo ha vivido sabe que no hay sonido más cruel que el silencio tras el rugir de las llamas. Agosto descendió al inframundo, y la propia tierra quedó prisionera bajo la oscuridad de su reino.
Como Perséfone emergiendo de las sombras, septiembre se atreve a alzar la frente. Bajo un manto de desolación se anuncia la ricia, los campos reverdecen con las lluvias tempranas y las viñas entregan los racimos que llenan lagares. El aire comienza a mudar con el dulzor del vino nuevo.
Cigüeñas y milanos aproan al sur, palomas y abejarucos acompañan el éxodo. Golondrinas y vencejos se despiden, los gorriones se recogen y el cielo se llena del batir de alas que anuncia el cambio de estación. El refranero lo resume con austera precisión: «Septiembre o seca las fuentes o lleva los puentes»; «Por San Miguel, los higos son miel». Voces antiguas marcan la frontera entre la abundancia que fue y la austeridad que vendrá. En las sierras, mientras tanto, la berrea entona los últimos compases del verano: bramidos que estremecen barrancos y dehesas pregonan un otoño que ya está a las puertas.
La naturaleza escribe en septiembre un calendario que no necesita relojes. Los prados se cubren de quitameriendas, flores lilas que brotan desnudas, como un presagio del final del estío. Aparecen cuando los días se acortan y ya no hay meriendas largas al aire libre: son la señal humilde de que el verano ha terminado. Los girasoles, que en julio seguían al sol, humillan la testuz con la savia en retirada. Las hojas de las viñas se manchan de ocres y rojos, anunciando que la vendimia también toca a batallón. Los chopos de las alamedas sueltan ya sus primeras hojas amarillas, como si quisieran sembrar de oro viejo los caminos.
Corzos beben de una charca
Los rebaños retoman la trashumancia en cordeles y cañadas, páginas abiertas de la historia. El tañer de los cencerros acompaña a pastores y bestias, a ovejas merinas que cruzan pueblos y colladas como lo hicieron durante siglos. Cada rebaño en marcha es un recordatorio de que el hombre también aprendió a migrar a la par de las estaciones. Las carreteras actuales reposan sobre antiguas sendas abiertas por millones de pezuñas, caminos que unían invernaderos y agostaderos. Arterias de cultura y de paisajes.
El monte se llena de vida recogida en grupos que recorren rastrojos y lindes
La fauna acompaña el compás. El corzo dejó atrás el frenesí del celo: las corzas se agrupan con sus crías y los varetos del año anterior, formando pequeños clanes familiares. La lactancia se espacia, los corcinos pastan con soltura y el monte se llena de vida recogida en grupos que recorren rastrojos y lindes. Los machos adultos, más reticentes, aún vagarán solitarios para acabar cediendo cuando el otoño avance.
El ciervo se convierte en el protagonista absoluto. Tras el verano ocultos en la espesura, los machos irrumpen de golpe en campos y dehesas convirtiendo la noche en un zafarrancho de melodías y estruendo. Entre San Mateo y San Miguel, la berrea alcanza su apogeo: bramidos guturales que hacen vibrar valles y collados, choques de cuernas que estremecen las sombras. Cada macho defiende su harén y su linaje, recordando que el monte también tiene sus reyes y sus rituales. Frente al silencio familiar del corzo, el venado impone su voz como un clarín ancestral que estremece a quien lo escucha.
Septiembre es un mes crucial para el campeo de las rehalas. Como nos recuerda Perico Castejón, «tras siete meses en la perrera los perros llegan al otoño completamente fuera de forma, y sin entrenamiento el resultado de las monterías es malo: los perros apenas rinden una hora, se aspean las almohadillas y hasta algunos mueren de congestión, incapaces de dosificar su esfuerzo». El campeo es, por tanto, necesidad, no capricho. Los cachorros se adiestran junto a veteranos, para que aprendan a orientarse por la voz del perrero y a encontrar su rastro. Los perros ensanchan pulmones, endurecen pisada y recuperan fondo, alcanzando así su nivel óptimo hacia mediados de noviembre, mes montero. «Sin campeo no hay rehala, y sin rehala, no hay montería».
Septiembre es el verdadero enero del campo. Así lo proclama el calendario agrícola: aquí comienza el ciclo, con la sementera que ata el futuro y los contratos que comprometen a hombres y fincas hasta la cosecha venidera. Arriendos, acuerdos de caza, labores y jornales se sellan en estas fechas, porque todo lo que se siembre ahora sostendrá el invierno y marcará la vida de sus gentes.
La vendimia mueve jornaleros desde muchas leguas y devuelve a las casas olor a mosto. Más al sur comienza el verdeo de la aceituna, oficio paciente que abre las almazaras con el oro temprano. En los barbechos se trazan los surcos del trigo, la cebada y la avena, simientes que dormirán bajo tierra como Perséfone en el Hades a la espera de la primavera. También en los huertos el cambio es visible: tras tomates y calabacines llegan espinacas, rábanos y coles, cultivos austeros que colmarán el puchero cuando arrecie el frío.
Los griegos forjaron el mito: Hades raptó a Perséfone y la tierra quedó estéril hasta su regreso. Desde entonces hay un tiempo oscuro cuando habita el inframundo, y un tiempo fértil cuando retorna a los brazos de Deméter. Así muda septiembre: la tierra se recoge, la semilla duerme; la vida se agazapa para renacer.
Los pueblos de España vuelven al ostracismo. La vida se desdibuja hacia las ciudades como se retira la savia con la luna nueva, dejando en las calles un silencio sobrio apenas roto por un toque de campanas. Los montes se tiñen de ocres, los prados se iluminan con la flor del brezo y la esperanza aguarda paciente el retorno de Perséfone.
Laureano de Las Cuevas Álvarez es vicepresidente del Real Club de Monteros