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16 de abril de 2024

El amor en su lugar ya puede verse en los cines

El amor en su lugar ya puede verse en los cinesA Contracorriente Films

Crítica de cine

'El amor en su lugar': palabras mayores

Rodrigo Cortés ('Luces rojas') demuestra que está en estado de gracia con su nueva película

Aunque ya ha pasado más de una década, aún habrá quien recuerde perezosamente a Rodrigo Cortés por Buried (Enterrado, 2010), aquel thriller encerrado en una caja (de pino) que apenas permitía respirar y que decuplicó su presupuesto en taquilla sin apenas despeinarse. Aquel fenómeno mundial colocó al talentoso director gallego formado en Salamanca en carteles de más postín incluso como ese de Luces rojas (2012) que encabezaban nada menos que Cillian Murphy y Robert De Niro. Allí Cortés volvió a reivindicar, además de sus dotes realizadoras, el músculo de guionista del que ya había dejado constancia en Concursante (2007) y, antes, en un buen puñado de cortometrajes laureados como Yul (1998) o 15 minutos (2000).
El amor en su lugar recupera a ese Cortés guionista y realizador y lo pone a rodar en una madurez que le ha dado al genio un estado de gracia absolutamente fascinante. Junto a David Safier, el director de Blackwood (2018) recupera para esta película un libreto teatral del dramaturgo polaco Jerzy Jurandot, que imaginó una comedia de enredo musical en el gueto de Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial, en la convicción de que aquello le serviría de escape a él y a quien se animase a abstraerse del horror cotidiano durante la representación.
El homenaje a Jurandot hace girar el guion alrededor de una imaginada representación de aquella obra teatral y lo pone en órbita con estimulantes paralelismos entre lo que sucede dentro y fuera de la función. No cuesta, pese a lo que pueda parecer, zambullirse en aquel universo hosco porque Cortés descerraja un inapelable plano secuencia de apertura no apto para miradas esquivas. Es ese arranque, de hecho, el único momento en el que la cámara nos permite pasear por los exteriores del gueto: una vez entramos en el edificio donde tendrá lugar la representación, apenas se nos permitirá salir de él; exigencia claustrofóbica ésta plena de sentido y hasta corta, si se apura, habida cuenta de la angustia infinitamente superior que sufrieron quienes no pudieron elegir aquel confinamiento forzado.

Otra historia enclaustrada de Cortés

Que Cortés no teme a las historias enclaustradas ya era bien conocido y, si bien el ágil serpenteo de su cámara delante y detrás del escenario no diluye el desasosiego por la constante de las cuatro paredes, sí lo sabe aliviar para que apriete pero no ahogue. Por el camino, además, se le van cayendo deliciosos paralelismos entre el triángulo amoroso que ve el público sobre la escena y el que existe realmente entre bambalinas.
Uno intuye que, si se hubiera imaginado esta historia fuera del contexto de guerra y opresión en el que transcurre la historia, el romance a tres bandas entre el cerebro de la obra y sus dos ejecutores principales seguiría funcionando con eficacia porque le han sabido encontrar Cortés y Safier una intensidad no repelente, que carga de motivos a todas las partes y no quiere saber (mucho) de bandos. Casi nada. Transportado aquel triángulo amoroso a un tiempo excepcional en el que el terror se volvió norma –solo 50.000 de los 400.000 habitantes iniciales del gueto, recuerda la película en sus estertores, vivieron para contarlo– eleva las decisiones de sus personajes a cuestiones de, literalmente, vida o muerte.
Mientras ellos se debaten en la encrucijada moral de amar o amarse, salvar o salvarse –inteligentísimamente retorcida por un peón, la pequeña hermana del actor protagonista, con verdaderos visos de reina–, el espectáculo continúa porque nadie de los allí concitados conoce mejor asidero a la vida en aquellos momentos. La irrupción final de un gerifalte nazi entre el público es un saludable antídoto contra la bobaliconería de idealizar la lucha simbólica contra el horror; necesaria, sin duda, para quienes persisten en la búsqueda de sentido cuando la realidad se vuelve espantosamente incomprensible, pero en absoluto garante de una salvación milagrosa. Se le escapa por aquí a la película un toque del Lubitsch de Ser o no ser (1942); palabras mayores para cualquier cineasta, pero no para Cortés: tal es la medida de su excepcional consagración como un autor mayúsculo. 
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