Fundado en 1910

09 de mayo de 2024

Fotograma de Ben-Hur (1959)

Fotograma de Ben-Hur (1959)

Historias de película

Ben–Hur: dos veces (1925 y 1959) el matrimonio perfecto entre calidad artística y espectáculo épico

William Wyler trabajó en las dos grandes adaptaciones al celuloide de la novela de Lewis Wallace

Cuando se piensa en «películas de romanos», es imposible no tener en cuenta Ben–Hur (1959), el primer film que conquistó once premios Oscar –cuatro décadas más tarde la Academia decidió, por los motivos que fuesen, que un largometraje como Titanic (James Cameron, 1997) igualase en estatuillas a la obra maestra, igual que en 2003 le correspondió tal honor a la tercera entrega de la adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos–. Aquella versión de Ben–Hur que protagonizaba Charlton Heston era la segunda que rodara la Metro–Goldwyn–Mayer –de la versión de 2016–, producida por la Paramount y Columbia, es mejor no hablar. La primera había sido en 1925.
Si bien hubo una adaptación en 1907 –se grabó nada más que la secuencia de la carrera de cuadrigas–, se trataba de una aventura que violaba los derechos de los herederos de Lewis Wallace, autor de la novela original (1880) y que había fallecido apenas dos años antes. Los responsables de tal intentona hubieron de abonar 25.000 dólares por perjuicios. Hoy esa cantidad equivaldría a cerca de 770.000 euros.
Tras una serie de peripecias, la Metro–Goldwyn–Mayer dispuso de los derechos para el rodaje de una ambiciosa película basada en el ingenioso, entretenido, exótico y devoto relato de Wallace. Eran los años del primer apogeo de la industria de estudios de Hollywood, el que aconteció durante la era del cine mudo. No resultó empresa fácil, pues el productor Mayer decidió un cambio casi absoluto en el equipo que afectó a la práctica totalidad de los actores y al director. El nuevo director era Fred Niblo y su Ben–Hur se acabaría estrenando en Nueva York cinco días después de la Navidad de 1925.
Por otro lado, el rodaje de la batalla naval requirió de la construcción de barcos más grandes de los que inicialmente se habían botado. Filmadas esas escenas en la Italia de Mussolini, la crudeza de los extras fue muy real, pues se enzarzaron con odio político quienes profesaban ideas fascistas y quienes simpatizaban con el comunismo. La pugna llegó a tal extremo, que algunos de esos italianos hubieron de ser rescatados al cabo de un par de días por botes pesqueros.
Fotograma de `Ben-Hur´ (1925)

Fotograma de `Ben-Hur´ (1925)

La versión de 1925 descuella por esta batalla, por un desfile triunfal en la Ciudad Eterna de tremenda originalidad –secuencia en color y en la que aparecen, entre guirnaldas y una lluvia de pétalos rosas, bailarinas casi desnudas–, y por su imponente carrera de cuadrigas. En esta secuencia –cuya indescriptible espectacularidad puso el listón altísimo a la versión de 1959– se emplearon 42 cámaras y una pequeña parte se grabó en el mismísimo Circo Máximo de Roma. Uno de los asistentes de dirección de esta secuencia fue el propio William Wyler, director de la versión de 1959. También colaboró un joven Henry Hathaway, quien veinte años más tarde rodaría Niágara (1953), con Marilyn Monroe, El príncipe valiente (1954), y más tarde –y en Aranjuez– El fabuloso mundo del circo (1964), con John Wayne, Claudia Cardinale y Rita Hayworth.
Aquella versión de 1925 costó a los estudios unos cuatro millones de dólares, lo cual, teniendo en cuenta la inflación, hoy equivaldría a la mitad o la tercera parte de lo que Tom Cruise ha invertido en su nueva entrega de Misión imposible. El acompañamiento musical de la versión de Fred Niblo estaba compuesto por William Axt y David Mendoza, con un resultado más que satisfactorio, si bien en 1989 a Carl Davis le correspondió crear otra partitura, mucho más lograda y repleta de matices.
En 1959 William Wyler –que acababa de rodar Horizontes de grandeza (1958), con Charlton Heston y con la inglesa Jean Simmons, la cual trabajaría poco después en Espartaco (1960), a las órdenes de Stanley Kubrick– se encargó de la nueva versión. Al igual que en la de 1925 –y porque así lo había especificado Lewis Wallace–, el personaje de Cristo no habla y su rostro no se ve.
Fotograma de Ben-Hur (1959)

Fotograma de Ben-Hur (1959)

En aquel momento, la Metro–Goldwyn–Mayer se hallaba en una apuradísima tesitura financiera y los productores decidieron echar el resto, con una inversión que rondaba los quince millones de dólares –un dólar de entonces sería como diez de nuestros días–, y con uno de los despliegues mayores que se habían acometido hasta la fecha. El resultado fue una película deslumbrante, con una de las bandas sonoras más intensas, épicas, elegantes, regias y definitivas –una genialidad de Miklós Rózsa, a quien se le perdonan sus reiterados autoplagios–, y unas secuencias que justifican un guion a veces inconexo entre ciertas partes de la trama –la adaptación se aparta en varios puntos–, sobre todo el final, de la novela de Wallace. La recaudación logró multiplicar por diez el gasto inicial. La película que concluye con una sutil referencia a la Resurrección de Cristo salvó a la Metro–Goldwyn–Mayer.
Charlton Heston y Stephen Boyd son los protagonistas del Ben–Hur de 1959. Una película muy masculina, con dos actores de fiereza facial y voces de subyugante virilidad, muy bien doblados en la versión estrenada en España, gracias a Rafael Navarro y Manuel Cano. Este último tiene un timbre más terso, ideal para la personalidad sinuosa del romano. Se cuenta que el guionista aconsejó a Boyd ponerse en la mente de un homosexual celoso para interpretar con mayor viveza el conflicto que su personaje padece con su amigo de la infancia –sublimes los diálogos que intercambian–. A pesar de su vibrante trabajo, Boyd –que llevó lentillas para oscurecer sus ojos– no ganó el Oscar por este papel –a su compañero Heston sí se lo dieron–, aunque obtuvo el Globo de Oro.
En 1964 Samuel Bronston trajo a Stephen Boyd España para la confección de un largometraje que, a pesar de sus mimbres y su impresionante reparto –nada más y nada menos que Alec Guinness en el papel de Marco Aurelio, el emperador filósofo; Mel Ferrer como siniestro ayuda de cámara; Sofía Loren como princesa romana; James Mason como hombre idealista y débil; Christopher Plummer en la piel de Cómodo–, no alcanzó el éxito esperado.
Fotograma de `Ben-Hur´ (1925)

Fotograma de `Ben-Hur´ (1925)

En el Ben–Hur de 1959 hay una evidente oposición entre actores no británicos, que dan vida a personajes judíos y árabes, y los británicos, a quienes corresponde encarnar a los romanos. De este modo, el londinense Jack Hawkins es Arrio, el almirante de la flota romana; Boyd, que había nacido en Irlanda del Norte, es Mesala; George Relph, que fallecería un año después, interpreta al emperador Tiberio, con un maravilloso gesto de no esforzarse siquiera en alargar la mano para tomar el bastón de mando ebúrneo y aurífero que un lacayo le ofrece en un cojín de terciopelo púrpura. En este sentido, la película incluye una cierta ingenuidad, al postular la feliz y provechosa unión entre judíos y árabes. El conflicto de Suez (1956) aún emanaba humo.
Sea como fuere, conviene recordar que Wyler era judío, al igual que la actriz más destacada de la película: Haya Harareet, la cual había nacido en Haifa (Palestina bajo Mandato británico) en 1931. Ella interpreta a Esther, la esclava, la amada, y luego la esposa de Judá Ben–Hur. Por cierto, uno de los evidentes desatinos del doblaje español fue este; se optó por la muy aguda voz de Irene Gutiérrez Caba, hermana mayor de Julia Gutiérrez Caba –algo similar a lo que sucede en El resplandor de Kubrik con el doblaje de Verónica Forqué. Resulta chocante, porque el acento de Haya Harareet es dialectal, turbio, con una ligera rudeza que resuena con algo de enigmática sensualidad –aunque Esther es recatada en esta película–, Harareet interpreta en un largometraje italiano de 1961 a Antinea, una reina de la Atlántida pelirroja, con un atractivo tangible y generosamente escotado.
La querencia por actores británicos para interpretar a romanos imperiales es habitual en Hollywood. De hecho, así sucede, en cierto modo, en Espartaco: frente al esclavo a quien da vida Kirk Douglas (natural del estado de Nueva York), están los patricios cínicos y decadentes encarnados por Charles Laughton (nacido en Yorkshire en 1899) y Laurence Olivier –su cuna era Surrey (1907)–, y protagoniza en esta película una escena de evidentes connotaciones homosexuales, remarcada por el esfumado de la fotografía y una música cadenciosa que no deja dudas.
En Julio César (Joseph Mankiewicz, 1953) tenemos al muy inglés James Mason como Bruto, y al londinense John Gielgud como Casio –por cierto, la banda sonora de esta adaptación de Shakespeare también es de Rózsa y anticipa sin ambages la de Ben–Hur. Incluso en el Satyricon de Fellini (1969) –largometraje más delirante que el texto original, calidoscópico, imaginativo, desazonador, y no apto, desde luego, a todos los públicos–, dos de los personajes homosexuales (Encolpio y Gitón) son británicos: Martin Potter (Nottingham, 1944) y Max Born (Oxford, 1951).
Comentarios
tracking