
Un grupo de jóvenes del comité de movilización para finalizar la guerra del Vietnam escuchan un discurso de Nixon
La crónica de Vietnam que inspiró a Kubrick en La chaqueta metálica y acabó con los mitos de la guerra
El corresponsal de guerra Michael Herr escribió un libro de sus vivencias en Vietnam que sirvió de base para el guion de Kubrick y muestra grandes paralelismos con la película
«Un momento..., espera un momento. ¿Quieres decir que no tienes que estar aquí y estás?», preguntó un marine de los Estados Unidos al periodista Michael Herr mientras este asentía con la cabeza. «Deben pagarte bastante pasta», le dijo de nuevo el soldado sin saber que cualquier periodista es consciente de que la mayoría de las veces la satisfacción no es económica, sino personal. Michael Herr era redactor de la revista Squire cuando decidió viajar a Vietnam para cubrir informativamente una guerra que parecía infinita y que la sociedad estadounidense no terminaba de entender.
En un contexto de Guerra Fría, Vietnam se considera todavía la mayor derrota del Ejército de Estados Unidos en un conflicto bélico por varios motivos. Por un lado, no consiguió frenar el comunismo en el país asiático y, por otro lado, el prestigio de su Armada se vio mermado al no lograr la victoria frente a un Ejército –Vietnam del Norte NVA– y una guerrilla –el Vietcong– muy inferiores a nivel militar. No es de extrañar que, ya con las tropas de vuelta en Norteamérica, empezasen a proliferar textos, guiones y películas relatando lo que a sus ojos se había destapado como un conflicto absurdo. Muchos habían estado allí para verlo.
Cubrir informativamente la guerra, qué truco para engañarte a ti mismo"
«Cubrir informativamente la guerra, qué truco para engañarte a ti mismo», escribiría años más tarde Herr, «yo fui a cubrir informativamente la guerra y la guerra me cubrió a mí (...) fui allí con la ingenua pero honrada creencia de que uno debe ser capaz de mirar cualquier cosa, honrada porque la asumí y pasé por ella, ingenua porque no sabía, tenía que enseñármelo la guerra, que eras tan responsable por todo lo que vieses como por todo lo que hicieras». Durante los 18 meses que pasó como observador en terreno hostil habló con soldados, oficiales, coroneles, vietnamitas y otros compañeros de profesión hasta que abandonó el país en 1968 tras la ofensiva del Tet.
Tardó una década en dar forma a todas sus notas hasta publicar en 1978 Despachos de guerra –Dispatches en el original–. Un año después, esta crónica de Vietnam sirvió de inspiración a Coppola en Apocalipse Now ; el cine necesitaba fuentes. Hubo que esperar diez años para que ese diario cayese también en las manos de Stanley Kubrick. Él entendió a la perfección lo que Herr quiso describir en sus páginas. Junto a Un chaleco de acero –la novela de la que salieron Bufón, Patoso o Cowboy– de Gustav Hasford, el texto de Herr se convirtió en la base para el guion de La chaqueta metálica (1988), que mostró con imágenes, tal y como hizo Herr con las palabras, el disparate de esta guerra. Les valió la nominación al Oscar.

Marines de los Estados Unidos descansan durante una misión al sur de Da Nang
Despachos de guerra se publicó en español por primera vez en 1980 gracias a la editorial Anagrama, que acaba de reeditarla hace apenas unos meses. En aquellas primeras lecturas, en el Sábado Literario de Pueblo, ya se hablaba de un libro que rezumaba «insania» y un «desquiciado frenesí matahombres, rompealmas», que plasmaba «la ruina moral de los jóvenes americanos que estuvieron allí». Sus páginas mostraban hombres mentalmente agotados, anestesiados o drogados, sin ningún tipo de perspectiva; «a veces era como mirar los rostros de la gente en un concierto de rock, gente encerrada, atrapada por el acontecimiento», adelantaba Herr.
También, tanto en Despachos de guerra como en La chaqueta metálica, se acabó con algún mito ampliamente extendido, como el del poder sobrenatural de los Marines. Se repetía una y otra vez que los Marines de la Armada estadounidense eran los soldados más temibles que pudiese tener cualquier Ejército, aunque ese poder no fue suficiente en Vietnam para ganar la guerra. La idea era que «un marine era mejor que diez amarillos» o que, como diría el Sargento instructor Hartman, «el arma más mortífera del mundo es un marine y su fusil»; el problema es que , como decía Herr, la idea «era inmortal, pero el soldado no».

Tropas de Vietnam del Sur cruzando un pantano persiguiendo a guerrilleros del Vietcong en el área de An Ninh
Así, en asedios como el de la base americana de Khe Sanh –o Je Sang, como aparece reseñada en el libro–, la capacidad del Ejército estadounidense quedó en entredicho y, en aquel enclave en el que, supuestamente, el NVA no tenía ningún interés, fallecieron cientos de marines y miles resultaron heridos hasta que pudieron socorrerlos. Allí también hubo un francotirador mortífero, un «Amarillo afortunado»; igual que aquella norvietnamita en la película de Kubrick. Por muy entrenados que estuvieran los marines, soportar las condiciones de la jungla vietnamita, tener que caminar por sus pantanos, entre sus árboles, para localizar soldados del Vietcong, era mucho menos apetecible que sobrevolar el terreno en helicóptero.
«Volábamos juntos por la Zona Desmilitarizada (...) por encima de las frías y destrozadas colinas cubiertas de niebla, sobre los mismos cerros que habían recibido unos cincuenta millones de kilos de explosivos en las incursiones de los B-52 de las tres semanas anteriores, un territorio que parecía un paisaje lunar, lleno de cráteres y hoyos y diestros artilleros norvietnamitas». Quizá, en uno de esos helicópteros habría viajado el ametrallador de puerta que aseguró en la cinta de Kubrick que podía disparar contra mujeres y niños porque no necesitaba tanto plomo.

Soldados nordvietnamitas subidos en los restos de un B-52 derribado por la artillería antiaérea comunista
La selva, los monzones, la guerrilla, el disparate de combatir en un país ajeno o de creer que los americanos eran «una nación de cazadores carnívoros con muchas proteínas, mientras que los otros solo comían arroz y roñosas cabezas de pescado». Las más de 300.000 toneladas de napalm que el Ejército estadounidense lanzó por todo Vietnam. Todo empezaba a desmoronarse y ya había empezado la ofensiva del Tet que, en palabras de Herr, «estaba poniendo a los corresponsales, casi tanto como a los soldados y a los vietnamitas, más cerca del precipicio de lo que nunca hubiese deseado».
La ofensiva del Tet, que duró más de nueve meses, se llamó así porque se hizo coincidir con la celebración del Año Nuevo vietnamita –Têt Nguyên Dán–; de nuevo un ataque inesperado. Solo durante los primeros días del Tet los corresponsales tuvieron la 'suerte' de sobrevolar Vietnam subidos a un helicóptero de combate y, al menos, Herr nunca volvió a repetir.
Allí estaba él, en la batalla de Hue, una de las más sangrientas de esta guerra interminable en la que los marines americanos junto al Ejército de Vietnam del Sur, acabaron con alrededor de 10.000 efectivos del Ejército norvietnamita. «Sentado ante un filete en Saigón, establecí una vez desagradables conexiones entre carnes, carne podrida y calcinada del invierno anterior en Hue», escribió en sus diarios.
Vietnam, amigos, es esto, bombardearlos y alimentarlos, bombardearlos y alimentarlos"
La moral del Ejército estaba profundamente mermada, la popularidad del Gobierno estadounidense por los suelos y, además, errores como la matanza de May Lai enfrentaron al propio Ejército y convirtieron esta guerra en el gran fracaso del Tío Sam. Porque, «Vietnam, amigos, es esto: bombardearlos y alimentarlos, bombardearlos y alimentaros». Había llegado el momento de volver a casa.
Recogió sus cosas –con menos prisa que los últimos americanos que salieron de Saigón en 1975–, aquel mapa en el que con puntos y equis había marcado todos los lugares, bases o batallas en las que había estado y que le recordarían, con el paso del tiempo, lugares, olores, canciones y anécdotas; historias que tendría que recuperar para Kubrick y La chaqueta metálica. «Bao Chi» era la única palabra en vietnamita que él y sus colegas de profesión habían incorporado a su argot –significaba periodista–. La guerra «terminó, y luego terminó de verdad».

Editorial anagrama