
El escritor J.D. Salinger
Cuatro párrafos memorables de J.D. Salinger, el escritor mítico y favorito de Hemingway que nació en Año Nuevo
El autor de El guardián entre el centeno, una de las novelas más famosas y más vendidas de todos los tiempos, nació el 1 de enero de 1919
A J.D. Salinger le publicó su primer relato, A Young Folks, la revista Story en 1940. Previamente lo había rechazado otra publicación. Sus intentos con las revistas habituales como The Saturday Evening Post no fueron en absoluto fructíferos en aquellos primeros tiempos. Su novia Oona O'Neill, hija del dramaturgo Eugene O'Neill, le abandonó para casarse con Charles Chaplin.
Aquel desengaño y la guerra terminaron componiendo el particular carácter del futuro gran escritor, quien antes del estallido del conflicto consiguió que The New Yorker, su gran objetivo literario, le admitiese Slight Rebellion Off Madison, el relato en el que aparece por primera vez Holden Caulfield, el protagonista (y personaje cumbre de la literatura mundial) de su novela El guardián entre el centeno.
La guerra y después el éxito
La publicación de aquel relato, sin embargo, fue pospuesta debido al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor, lo que significó la entrada en la II Guerra de Estados Unidos. Salinger se alistó en 1942 y por sus conocimientos de francés y alemán fue destinado a labores de contraespionaje. Participó en el desembarco de Normandía y en París conoció a Hemingway, quien a su vez dijo que le conocía. Salinger describió al autor de Fiesta como «un buen hombre» y aquel dijo del joven escritor que era uno de sus tres favoritos contemporáneos.
La guerra la acabó traumatizado y fue ingresado en un hospital psiquiátrico. Se casó en 1945 y con su mujer regresó a Nueva York donde se divorció un año después. Un lustro después publicó El guardián entre el centeno, la historia de un adolescente que es expulsado del internado en el que estudia y decide vivir una aventura solitaria en Nueva York antes de darle la noticia a sus padres. Dos años después publicó Nueve Cuentos, cuando ya había empezado su alejamiento de todo.
Se fue a vivir a New Hampshire y siguió escribiendo, aunque no volvió a publicar nada (a excepción de Franny y Zooey y Levantad, carpinteros, la viga en el tejado y Seymour: una introducción) en vida hasta su muerte, en su retiro de más de medio siglo (tiempo donde su fama siguió creciendo en el misterio del anonimato) en 2010. Recientemente, su hijo Matt Salinger anunció que aún quedan algunos años para la publicación de la esperadísima (y lo que constituirá un enorme acontecimiento literario) obra inédita de su padre.
De 'El guardián entre el centeno':
«(...) Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Haas, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta un poco rara. Había que ver cómo trataba a los padres de mi compañero de cuarto. Vamos, que si una madre era gorda o cursi, o si un padre llevaba zapatos blancos y negros, o un traje de esos con muchas hombreras, Haas les daba la mano a toda prisa, les echaba una sonrisita de conejo, y se largaba a hablar por lo menos media hora con los padres de otro chico. No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan de quicio. Me deprimen tanto que me pongo enfermo. Odiaba Elkton Hills (...)».
«(...) —¿De quién es esto? —dijo Ackley.
Había cogido la venda de la rodilla de Stradlater para enseñármela. Ese Ackley tenía que sobarlo todo. Por tocar era capaz hasta de coger un slip o cualquier cosa así. Cuando le dije que era de Stradlater la tiró sobre la cama. Como la había cogido del suelo, tuvo que dejarla sobre la cama. Se acercó y se sentó en el brazo del sillón de Stradlater. Nunca se sentaba en el asiento, siempre en los brazos.
—¿Dónde te has comprado esa gorra?
—En Nueva York.
—¿Cuánto?
—Un dólar.
—Te han timado.
Empezó a limpiarse las uñas con una cerilla. Siempre estaba haciendo lo mismo. En cierto modo tenía gracia. Llevaba los dientes todos mohosos y las orejas más negras que un demonio, pero en cambio se pasaba el día entero limpiándose las uñas. Supongo que con eso se consideraba un tío aseadísimo (...)».
De 'Nueve Cuentos' ('Un día perfecto para el pez plátano'):
«En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y -ya era la cuarta o quinta llamada- levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño (...)».
De 'Nueve cuentos' ('En el bote')
«(...) Estaban en octubre, y el calor reflejado en los tablones del muelle no le daba ya en la cara. Caminaba silbando entre dientes 'Kentucky Babe'. Cuando llegó a la punta del muelle, se agachó justo en el borde, haciendo sonar sus rodillas, y contempló a Lionel. Se hallaba a menos de un largo de remo de ella. Lionel no la miró.
—¡Eh! -dijo Boo Boo—. Amigo. Pirata. Canallita. Estoy de vuelta.
Sin dirigirle la mirada, Lionel pareció sentir bruscamente la necesidad de exhibir su maestría como navegante. Giró la barra del timón todo lo que pudo hacia la derecha, e inmediatamente después la acercó otra vez de un tirón a su cuerpo. Mantenía los ojos fijos en la cubierta del bote.
—Soy yo —dijo Boo Boo—. Vicealmirante Tannenbaum. Glass es mi nombre de soltera. Vine a inspeccionar los estermáforos.
Obtuvo respuesta.
—No eres un almirante. Eres una señora —dijo Lionel. Sus frases generalmente se cortaban por lo menos una vez a causa de un inadecuado dominio de la respiración, así que, a menudo, las palabras que quería destacar se apagaban en lugar de elevarse. Boo Boo no solamente escuchaba su voz; parecía que trataba de verla.
—¿Quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo no era un almirante?
Lionel contestó, pero en forma inaudible.
—¿Quién? —dijo Boo Boo.
—Papá (...)».