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09 de mayo de 2024

Ana y Simeón en La Purificación

Ana y Simeón en La PurificaciónWikipedia

El Debate de las Ideas

Ana y Simeón en el Templo

No están los mayores a salvo de los males contemporáneos. Ver que tus hijos o nietos no tienen fe es un gran dolor, pero Dios es más grande

El verano pasado, a raíz de la JMJ en Portugal, se llenó mi ciudad, Ávila, de jóvenes visitantes. Fue algo estupendo verlos en Adoración en la capilla de Nuestra Señora de las Nieves procedentes de muchas nacionalidades, de ida o de vuelta del encuentro.
Nunca se agradecerá lo bastante que Dios se sirva de diversos movimientos y realidades eclesiales y de la labor que éstas hacen para que los jóvenes se encuentren con Cristo en la barca de Pedro, con Verdad y Caridad. Porque, aunque las puertas del infierno no prevalecerán, que esa es la promesa que se nos ha dado, parece de sentido común considerar que es importante la fe de las nuevas generaciones.
Con todo, creo que a veces se nos puede deslizar un tic, un respingo, un -más que nada- lugar común tan espantoso como aquel ya trillado, y aún repetidísimo entre creyentes, de «católico de misa de doce», tan falso como esta otra expresión.

Juvenilismo mundano

Me refiero a ese tópico, fruto del juvenilismo, que también puede darse en ambientes católicos: no estamos nadie a salvo de lo mundano que se nos pega. Es esa actitud que mira por encima del hombro a una Iglesia que se considera menos «atractiva», de personas «mayores» rezando en un banco, el cliché, digámoslo así (me espanta, pero como lo utilizan, voy yo a utilizarlo) de las «beatas»: una Iglesia como de segunda clase, menor, símbolo de decadencia y de su «ya no interesa a nadie», sólo «a cuatro viejas».
Frente a esa fe de las «beatas» -podemos pensar- estaría esa «otra» fe pujante y real de la juventud. Las «beatas», al parecer, no son tan auténticas, es por costumbre o por hábito que están ahí, su encuentro con Cristo no es el fetén, que es el que ahora tenemos: las generaciones anteriores no se enteraban o se enteraban menos. Para encuentros con Cristo de los de verdad mire Vd. en alguien de menos de … (ponga el lector los años), alguien que haya vivido la experiencia de… (rellenar de nuevo con la iniciativa adecuada: retiro de X, ejercicios de Z, etc.).
A mí me sorprende mucho esa actitud. Para empezar, porque siempre he pensado que, de haber algo realmente preocupante, sería precisamente el acercarte a la muerte, que por razones biológicas tienes más cerca a medida que cumples años, sin fe, sin oración, sin sacramentos, sin obras de misericordia espirituales y corporales, enfrentándote a la vejez, a los achaques, a la soledad y a la agonía desde tu pobre yo y apoyos, cuando los tienes, meramente humanos.
Es decir, que lo que creo poco «atractivo» no es que haya esas típicas y tópicas «beatas» en las iglesias, sino que no las hubiera. Vamos, que, a mi entender, la fe de los mayores -de mis mayores- quizás puede ser un termómetro y un signo que nos diga algo sobre ellos, sobre nosotros, sobre la Iglesia, tanto cuando hay «beatas» como cuando no las hay, lo que yo consideraría un malísimo, un pésimo dato para la Iglesia.

Ni 'boomer' ni zeta, sino todos 'uno' en Cristo

Vaya por delante que, dado que no hay judío ni griego, -ni hombre ni mujer, ni boomer ni generación zeta, ni ingleses ni españoles, ni monjas o laicos, ni universitarios o graduados en FP, sino todos uno en Cristo- toda parroquia puede estar contenta cuando cuenta con el consabido bebé gorjeando en misa, con niños y adolescentes, con treintañeros y cuarentones. Y, también, con una silla de ruedas con un anciano o con esa «beata» que, a tu lado, sorda como una tapia -no se oye a ella misma- «musita» (un decir, se le oye perfectamente) en la consagración «Señor mío y Dios mío» o comenta al marido (también en voz alta) «a este cura no se le entiende».
A mí esas «beatas» en capillas perdidas, en iglesias donde ya no va nadie (o a la hora donde no va nadie o muy pocos), esos ancianos caballeros (menos ellos por razones variadas, biológicas las primeras) con la cachaba o la gorra entre las manos, me conmueven tanto como ver la capilla de las Nieves de Ávila llena de jóvenes en Adoración. Porque todo -todo- creo que es signo de la vitalidad de la Iglesia, incluidas las «beatas», por supuesto.

Las «beatas» como vía

«De dinero y santidad, la mitad de la mitad» dice un viejo refrán castellano. Pues de igual manera que el juvenilismo me parece, como poco, una solemne bobada si eres católico (universal, vaya), encuentro absurda la idea de que los mayores, por el hecho de serlo, sean más, en este caso, … ¿santos? Otra estupidez, desde luego.
No, mi alegría por las «beatas» no va por su santidad como colectivo (la santidad es personal y no es cuestión de edades ni de colectivo alguno), sino por lo que yo creo que podría interpretarse como un alentador dato: precisamente el que la gente mayor intente -lo intente- volverse más hacia Dios, que se haga más piadosa, más de rezar con los años… Porque quizás significa algo bueno, algo cierto, una verdad que cuanto más mayores somos más caemos en ella.
No es un consuelo, no, aunque lo sea, o un «a buenas horas, mangas verdes». Es una verdad que quizás se revela con más claridad precisamente cuando el resto, igual que se nos dio, se nos va arrebatando: tu opinión, tus fuerzas físicas, tus fuerzas mentales, tus recursos de todo tipo, las personas a las que quieres, etc. Sólo Dios basta.
Es así como otra vía de «prueba» de la existencia de Dios el que, como los niños, que naturalmente tienen fe -sólo hace falta escucharlos-, los ancianos, naturalmente, tornen a ella. A mí la «beata» en el banco me confirma que Dios existe. Lo que me intrigaría precisamente sería si no me encontrase a personas mayores rezando cuando tienen tan cerca la muerte. Si las iglesias se despoblaran de «beatas» sería verdaderamente una señal espantosa. El bebé que gorjea también me confirma que las promesas de Dios se cumplen, pero la «beata» cierra el círculo impecablemente.

La tentación de la queja y las «culpas colectivas»

Por tanto, a mi entender, el gran signo de los tiempos no son los «jóvenes alejados», que ya Cristo, confiamos -y rezaremos sin parar por ello-, se hará el encontradizo sirviéndose de la higuera o de quienes suben la camilla del paralítico, como, por otro lado, hace con cada uno de nosotros cada día y a cualquier edad.
Hay muchos lamentos de Jeremías bastante pesados con esto de «los jóvenes», ser un cenizo es una tentación contra la que hay que luchar incansablemente. De nuevo, eso del chivo expiatorio que Girard explica resulta revisitado: me da igual que seamos los boomers, que sean los jóvenes o que sean los hombres o los ingleses. Hay que ver hasta qué punto esto de echar culpas colectivas nos encanta siendo cristianos.
Pero si tengo que elegir algo, uno de los signos que a mí me parecen más aterradores es cuando no encontramos a Ana y a Simeón en el templo. Por eso respiro aliviada cuando veo a un sacristán mayorcísimo y renqueante en un pueblo de Galicia encendiendo las velas: Dios sea loado. Luego me encuentro con Samuel, jovencito aún, dormido al lado de su madre y que en sueños y en voz baja estará oyendo seguramente esa llamada: «Samuel, Samuel…».

La infantilización de los mayores: un grandísimo daño

Es genial ver a jubilados jubilosos yéndose a bailar los viernes o inmersos de nuevo en estudios que no pudieron acometer y que ahora pueden abordar con la cabeza quizás menos clara, pero con igual o incluso mayor entusiasmo. Ser mayor no significa inactividad siempre. Es estupendo tener proyectos, planes e ilusiones. Personalmente no conozco a ninguna «beata» que esté «sólo» en la iglesia, las que yo trato están, además, con actividades diferentes: abrir la puerta de la iglesia a los visitantes y tenerla decente, catequesis, visitas a enfermos o mayores (mayores aún que ellas, quiero decir), jugar a las cartas con quien está solo y echar manos diversas.
Por eso, lo que sí me parece triste es contemplar el desolador panorama de infantilización de la tercera edad que hemos experimentado en las últimas décadas y que tiene mucho que ver con la descristianización. A esto han contribuido muchos factores que no podríamos abordar aquí, porque el hecho es que en Occidente somos más tontos todos, desde los 4 a los 94 años, salvo honrosas excepciones, no iban los ancianos a salvarse de esto.
Mientras hemos reducido la edad de la inocencia, es decir, la infancia, a límites insospechados, acelerando tiempos que no deberían nunca ser acelerados, hemos fomentado no ya esa infancia espiritual tan deseable (y más al ir cumpliendo años, esa «mujer vieja» o ese «hombre viejo» que se te pega y de quien hay que desprenderse), sino un infantilismo rampante que en los ancianos resulta devastador y que les conduce finalmente a un mayor hastío vital y al desencanto. Porque, aunque todos seamos más bobos, no lo son ni somos tanto.

La condescendencia con los ancianos

Escamoteamos la muerte, la enfermedad y el dolor a las nuevas generaciones, escondemos que nuestra decadencia física es inevitable, aunque no fumes, comas las X calorías preceptivas el resto de tu vida y andes los 13.000 pasos diarios. Lo ciframos todo en el cuerpo y olvidamos el alma.
Hablamos a los mayores como a veces hablamos a los niños, como idiotas, «uy, no le menciones lo de la unción de enfermos, no vaya a asustarse». Así estamos. Porque en línea con ese «termómetro» de temperatura de fe de una sociedad que son las «beatas», no queda sino mencionar otros datos clave: retiramos a veces a nuestros mayores la posibilidad -libre siempre- de acercarse a los sacramentos, el ya mencionado de unción de enfermos -conveniente no sólo si se está en peligro inminente de muerte- y el de la confesión y la comunión.
No rezamos ya con los mayores a los pies de su cama, no les hablamos de la maravilla del cuerpo glorioso (gracias por este pensamiento a Chiti Hoyos, algo que resulta imprescindible cada mañana al levantarse) con el que resucitaremos o del abrazo del Padre que nos espera. Igual que a los niños les damos el móvil para quitárnoslos de encima, a los mayores les ponemos algunos programas absolutamente infumables de televisión o radio «para animarles» (¿?!¡) donde los presentadores e intervinientes son unos auténticos zoquetes y saben el 2% de lo que sabe ese anciano aunque no hubiera ido apenas a la escuela. A menudo somos bobos, pero somos, además, a veces unos auténticos canallas, quizás unos simples cobardes.
La condescendencia que con los ancianos empleamos en todo esto es como la que a veces utilizamos con «los jóvenes» (uf, es que «no van a ser capaces» de entender y vivir esto, mejor no abordamos este tema tan espinoso…), lo que quizás es señal de nuestro miedo.
En definitiva, la falta de fe en los ancianos, cuando se da, es lo pavoroso realmente, no que estén en el templo.

En qué hemos convertido los funerales

Hace unas semanas un sacerdote estadounidense, Joseph Krupp, tuiteaba un post larguísimo explicando para qué están los funerales, el sentido que tienen en la vida católica, que es rezar por el alma del finado y recordarnos a los presentes que todos estamos llamados a la vida eterna y que nuestra conversión constante es clave pues no sabemos ni el día ni la hora.
Se habla mucho de los eventos en que se han convertido algunos sacramentos como las bodas, bautizos y comuniones. Pero a mí me parece que resulta aún más significativo precisamente en qué podemos convertir los funerales, un acto social, un panegírico sentimental más pensado para los que nos quedamos, comprensible a veces, pero desviado, para darnos un consuelo ralo y no centrarnos en lo importante: rezar por el alma del fallecido y ponernos delante de nuestra propia muerte. De eso trata un funeral católico; los elogios, el panegírico al finado, se dicen, como hacen los irlandeses, en el pub más tarde o en la recepción anterior o posterior en casa, no en el funeral, porque no es el lugar para ello.
Yo asumo que de esto tienen parte de culpa (sólo parte) las series o películas americanas y la cursilización de la sociedad, esa estilización y postureo que nos impide mirar a la cara a la realidad, incluido lo menos cursi de todo que tenemos, que es precisamente la muerte (y la carne), pero esto daría para otro debate.

Testimonio, que no mero ejemplo

Gracias a algunas «beatas» algunos niños siguen yendo a misa los domingos o pueden recitar el Padre Nuestro. Gracias a algunos abuelos la roca de Meribá vuelve a dar agua con un joven que de repente dice que quiere confirmarse. Gracias a diversas realidades eclesiales, sin duda alguna, pero también a la labor de abuelos testigos de la fe que, como Simeón y Ana, no desesperan y siguen en el templo.
No están los mayores a salvo de los males contemporáneos, por supuesto. El desánimo y la tristeza son ese peculiar demonio que, más allá del medio día, tienta especialmente cuando ya la tarde está cayendo. Ver que tus hijos o nietos no tienen fe es un gran dolor, pero Dios es más grande. Caer en esa espiral que a veces te envuelve de pesimismo es fácil. Pero en este mundo y en este año de Gracia de 2024 estamos los que Dios quiere que estemos aquí y ahora.
El síndrome del jubilado en la obra, que no es algo sólo de los jubilados, es otra desviación posible. Ese mirar lo que hacen unos y otros y tener siempre la valoración de si esa paletada está o no bien puesta, el comentario a punto, la crítica, el juicio rápido, etc. Ir soltando, desprenderse, cuesta en el ámbito profesional y en el familiar: cuesta saber delegar y pasar a un segundo, tercer y cuarto plano hasta llegar a la invisibilidad a veces.
Y si bien hay una evidente y nunca suficientemente apreciada libertad en algunos mayores -que no necesitan ya agradar a nadie ni hacer amigos ni buscar acomodo en alguna parte-, la línea que separa esa valiosísima libertad con el zasca o mandoble de señora o señor mayor enfadados o impacientes no está a menudo tan clara.
Con la admiración que me producen mis queridas «beatas» y esos ancianos que ya sólo pueden comulgar y musitar un Padre Nuestro porque «el resto» se les ha olvidado, yo sé que su testimonio es un auténtico regalo del cielo. Y espero que nunca desaparezcan del templo.
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