
Sir Winston Churchill
El Debate de las Ideas
El hombre que salvó a Europa (I)
Deberé siempre al pseudohistoriador filonazi Darryl Cooper que llamara mi atención sobre la mejor biografía de Churchill: la de Andrew Roberts (2018). Cooper (que sólo tiene una obra en su haber, sobre… Twitter) fue entrevistado durante más de una hora en septiembre de 2024 por Tucker Carlson -comunicador muy influyente en MAGA- que le presentó como gran erudito y genial iconoclasta, «game changer» de la historiografía sobre la Segunda Guerra Mundial. Su iconoclastia consiste en sostener que Churchill fue el principal responsable de la guerra y que era manejado en la sombra por financieros judíos. También lo pintó como borracho, belicista sediento de sangre, sádico, etc.; de paso, exculpó a la Wehrmacht de las terribles matanzas cometidas en la URSS -no sólo contra judíos-, presentándolas como fallos de logística. La entrevista ha sido vista por más de 30 millones de personas.
Cooper no es nada original en sus denuestos: en realidad repite lo que ya se adujo en las décadas de 1930 y 1940. En junio de 1940, Goebbels dijo en la radio que Churchill había sido sobornado por los judíos para continuar la guerra e invitó a los británicos a escribir «cartas colectivas pidiendo la paz», así como a abuchear a Churchill en sus apariciones públicas. En cuanto a Hitler, ya había llamado «belicista» a su Némesis el 6 de noviembre de 1938, cuando Churchill aún estaba en el desierto político y era detestado como Casandra de mal agüero por la propia clase gobernante británica. Cuando fue nombrado Primer Ministro e impidió la victoria nazi en Europa, Hitler llamaría a Churchill «lunático», «charlatán», «borracho», «político sin escrúpulos», «estratega de salón», «hipócrita» y «holgazán» (sorprendente, pues las jornadas de Churchill durante la guerra empezaban a las 8 de la mañana y terminaban a las 2 o 3 de la madrugada, apuntaladas por una siesta vespertina de media hora, costumbre que adquirió durante su participación -en el bando español- en la guerra de Cuba).
Churchill y Hitler, aunque nunca se encontraron personalmente, sostuvieron un debate implícito a través de discursos y declaraciones. Un debate que llega a ser filosófico, y que nos concierne todavía. El 8 de noviembre de 1938, Hitler dijo: «Churchill puede tener 30.000 votos detrás de él [los votantes de su distrito]; yo tengo detrás de mí 40 millones [sus plebiscitos a la búlgara]. Si estos autoproclamados paladines ingleses de la democracia en el mundo arguyen que en un año hemos destruido dos democracias [las de Austria y Checoslovaquia], sólo puedo preguntar: Dios santo, después de todo, ¿qué es la democracia? ¿Quién la define? ¿Acaso el Todopoderoso ha entregado la llave de la democracia a gente como Churchill?». ¿Nos suena? Nadie puede arrogarse el monopolio de la democracia (algo que volvieron a afirmar Rusia y China en su Declaración Conjunta de 4 de febrero de 2022, en vísperas de la invasión de Ucrania). Cada pueblo la entiende a su modo: el alemán, como fusión místico-política en torno a un líder absoluto que encarna la esencia de la nación. Gran Bretaña sigue apegada a la vetusta democracia parlamentaria, con sus partidos, sus jueces independientes, sus derechos fundamentales y sus elecciones periódicas. Y tiene la desfachatez de hacer pasar eso por «la» democracia.
Esa misma noche, como oportuna escenificación de la teoría hitleriana del relativismo democrático, tuvo lugar la Kristallnacht: 1688 sinagogas saqueadas, 267 quemadas, miles de judíos golpeados y treinta mil enviados a campos de concentración.
La gran cuestión es si Churchill resistió a Hitler sólo por interés nacional británico (en aplicación de la vieja doctrina del «balance of power»: impedir que destaque demasiado ninguna nación continental) o también en defensa de un ideal universal de democracia, libertad o dignidad humana. La mejor aportación del soberbio libro de Roberts es que muestra con claridad -mediante decenas de referencias- que defendió ambas cosas. O sea: no sólo fue el artífice práctico de la victoria aliada en la guerra (ayudado más tarde por Roosevelt y Stalin -después volveremos sobre el déspota soviético- pero absolutamente solo en el momento crucial de 1940-41, cuando Alemania parecía invencible), sino también el mejor teórico de los valores que estaban en juego. Cuando en diciembre de 1941 se le preguntó en EE.UU. si buscaba un nuevo «balance of power» en Europa, respondió: «Balance of power? No, the balance of virtue».
Churchill no era sólo un estadista, sino también un historiador (el más leído de todos los tiempos, si juzgamos por las cifras de ventas de sus decenas de obras, por las que recibiría el Nobel de Literatura) consciente de estar protagonizando una encrucijada mundial. Sabía que no sólo estaba en juego el poder relativo de Gran Bretaña y Alemania, sino que el futuro perteneciese a la democracia o al totalitarismo. Pues, en caso de derrota británica, ni siquiera EE.UU. habría podido resistir a largo plazo a un Eje Alemania-Italia-Japón que dominase toda Eurasia.
El Churchill pensador político tenía muy claro lo que representaba el nazismo. El 24 de marzo de 1933, el mismo día en que el Reichstag entregaba poder omnímodo al Führer con la Ley de Habilitación, Churchill decía en el Parlamento: «Contemplamos con sorpresa y angustia la insurgencia tumultuosa y el espíritu guerrero, el maltrato implacable a las minorías, la denegación de las garantías normales de una sociedad civilizada a muchas personas por razón de su raza […] [que reinan en la Alemania nazi]». El 16 de noviembre de 1934, en la BBC: «Hay una nación que, con toda su fuerza y virtudes, ha caído en poder de un grupo de hombres sin escrúpulos que predican un evangelio de intolerancia y orgullo racial, hombres no restringidos por la ley, por el Parlamento o por la opinión pública». Y en octubre de 1938, cuando Churchill se quedó solo en la condena del acuerdo de «paz para nuestro tiempo» (entrega de los Sudetes) suscrito por Chamberlain y Hitler en Múnich: «Nunca puede haber amistad entre la democracia británica y el poder nazi, ese poder que desprecia la ética cristiana, un poder cuyos avances son jaleados por un paganismo bárbaro, que rinde culto al espíritu de agresión y de conquista, que encuentra su fuerza y su perverso placer en la persecución [de minorías]». Y de nuevo el 3 de septiembre de 1939, frente a los que objetaban «¿de verdad queremos morir por Danzig?»: «No se trata de luchar por Danzig o por Polonia. Luchamos por salvar al mundo de la pestilencia de la tiranía nazi y en defensa de todo lo que es más sagrado para el hombre. […] Es una guerra para establecer sobre rocas inexpugnables los derechos del individuo; es una guerra para establecer y revivir la estatura del Hombre».
¿Y qué valores representaba Gran Bretaña? «Aquí nadie cuestiona la imparcialidad de los tribunales. Aquí a nadie se le ocurre perseguir a un hombre por razón de su religión o raza. Aquí todo el mundo -excepto los delincuentes- ve al policía como un amigo y un sirviente del poder público [no como un esbirro del tirano]. Aquí afirmamos los derechos del ciudadano frente al Estado; aquí podemos criticar al Gobierno en el poder» (1934, en la Royal Society of Saint George).
Darryl Cooper tiene razón cuando recuerda que Hitler hizo muchas ofertas de paz y que la guerra hubiese podido ser evitada; omite decir que el precio habría sido el abandono de Europa continental en manos de los nazis. Hitler envió en 1937 a Churchill -por entonces en el desierto político, pero referente inconfundible de la línea de firmeza antinazi- un mensaje por medio del embajador Ribbentrop: no tenía por qué haber guerra; bastaba con que UK mirase para otro lado mientras Alemania aplicaba el viejo proyecto hitleriano (ya apuntado en «Mein Kampf») de convertir Rusia y Europa oriental en un gran campo de esclavos (Lebensraum); Churchill contestó que Inglaterra nunca permitiría eso. Hitler volvió a ofrecer la paz en octubre de 1939, con la condición de que Francia y UK aceptasen el hecho consumado de la anexión de Polonia y Bohemia-Moravia, e incluso, por última vez, en julio de 1940.
Ese momento -de finales de mayo a octubre de 1940, cuando Hitler desecha la operación «León Marino» de desembarco en las islas- fue el más peligroso de la guerra. Como demuestra Andrew Roberts, el futuro de (al menos) Europa se jugó en la tarde del 9 de mayo de 1940, cuando el Primer Ministro Chamberlain, desautorizado por una votación parlamentaria desfavorable (consecuencia del fracaso británico en la campaña de Noruega el mes anterior), ha decidido dimitir y discute con sólo tres personas -Margesson, Churchill y Halifax- quién deba reemplazarle. La intención de Chamberlain era designar a Halifax, pero este rehusó por considerar que su ausencia de la Cámara de los Comunes (pertenecía a la de los Lores) representaba un problema constitucional (en realidad, según Roberts, temía verse eclipsado por el mucho más enérgico Churchill). La elección recayó así, de rebote, sobre Churchill, que rentabilizó entonces el capital político acumulado en siete años de prédica solitaria contra el peligro nazi.
Por pura casualidad, la entronización de Churchill coincidió con el desencadenamiento de la fase más dramática de la guerra, la incontenible Blitzkrieg contra Holanda, Bélgica y Francia, que se produjo el día siguiente. Cuando la Francia que en 1914-18 había resistido victoriosamente cuatro años cayó en tres semanas, en el gabinete se levantaron voces -lideradas por el ministro de Exteriores Halifax, que solicitó en vano autorización para una entrevista con el embajador italiano en la que se trataría una intervención mediadora de Mussolini- que pedían «explorar los términos de paz que proponga Hitler» (términos que habrían sido probablemente «magnánimos», en línea con los ofrecidos en 1937). Churchill encubrió caballerosamente ese conato entreguista en sus memorias de guerra, en las que afirmó que todos los ministros deseaban luchar hasta la muerte. En realidad era él el que estaba dispuesto a guerrear hasta el último hombre -y a morir él mismo: en los cinco peligrosísimos viajes a una Francia ya parcialmente invadida que hizo en mayo y junio de 1940 llevaba revólver diciendo «no pienso dejarme coger vivo»- antes que permitir la consolidación de «la tiranía más perversa y destructora del alma [soul-destroying] que han registrado los anales de la humanidad».
El derrotista Halifax ha sido pintado a veces como un semi-traidor; eso es injusto, piensa Roberts: era simplemente «un racionalista lógico, mientras que lo que se necesitaba entonces era un romántico terco y emotivo» (p. 978). Lo racional, en efecto, era reconocer la situación desesperada de Gran Bretaña, sola frente al Eje (al que en ese momento se añadía Italia), con la URSS aliada aún con Alemania, a la que proveía de petróleo y otras materias primas, y con EE.UU. muy alejado de la guerra (Roosevelt no había comenzado aún su hábil labor de pastoreo de su opinión pública hacia la beligerancia). El año 1940-41 fue, pues, la «finest hour» de Churchill y de su país. Churchill supo galvanizar a su pueblo -que hasta entonces arrastraba los pies para luchar, «¿morir por Danzig?»- con una oratoria épica de acentos shakespearianos y bíblicos, y con gestos como la inmediata visita de los barrios destruidos por los bombardeos aéreos (Hitler, en cambio, nunca visitó una ciudad bombardeada), donde los vecinos le recibían con vítores y gritos de «We can take it!» [podemos soportarlo] y «Give it them back!» [devuélvales el golpe]. Churchill contagió a los británicos su fe en la victoria, contra toda esperanza. «Lucharemos en Francia, lucharemos en los mares y océanos, lucharemos en el aire. Defenderemos nuestra isla a cualquier precio. Lucharemos en las playas, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas. Nunca nos rendiremos».
Sólo en la semana terrible del 13 al 18 de abril de 1941 murieron tres mil londinenses y dos mil habitantes de Liverpool en bombardeos aéreos. Zonas emblemáticas de la capital como Piccadilly, Pall Mall o Regent Street fueron muy dañadas. Churchill comentó sobre la destrucción del edificio del Almirantazgo: «Mejor, así tengo una vista más despejada de la Columna de Nelson desde mi despacho». Una respuesta digna de Leónidas.