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Freire, durante su entrevista

Freire, durante una entrevistaMiguel Pérez Sánchez

El Debate de las Ideas

Jorge Freire: «No se me ocurre nada más contracultural que defender el arraigo, las raíces y las ataduras»

«El problema mayor no es que los políticos mientan, sino que han dejado de creer en la verdad»

Jorge Freire es filósofo y escritor y pertenece a una generación dispuesta a rebelarse contra muchos lugares comunes de nuestro tiempo. Defensor de las raíces y el arraigo, así como de los lazos comunitarios y la vida buena, ha diseccionado en sus libros los aspectos más contradictorios y pueriles de nuestra sociedad. Tiene una extraordinaria capacidad para explicar ideas complejas, es cordial y amable y, además, maneja con amabilidad una herramienta tan imprescindible como el humor, un «desatascador» de tópicos que usa con brillantez.

–Desembarcaste en el ensayo filosófico con ‘Agitación’, donde diagnosticabas uno de los males de nuestro tiempo.

–Ese libro surgió de conversaciones con mis amigos. Cuando yo les preguntaba qué iban a hacer en verano para descansar, todos me contaban planes absolutamente extenuantes, una yincana agotadora que requeriría luego, de regreso a España, varios días de vacaciones de las vacaciones. Entonces llegué a la conclusión de que esta tentativa de estar siempre haciendo cosas tiene que ver con la obligación de rendir siempre y no rendirse nunca. Y nos convierte a todos en conejitos de Duracell que tienen que estar todo el tiempo tocando el tambor.

–Pero ¿qué esconde esta agitación? ¿Es el trampantojo de algo?

–Lo que encubre es el miedo a quedarnos en silencio, a quedarnos solos y a tener que pensar. Entre los más jóvenes se dice habitualmente: «Yo no quiero rayarme». Se entiende que si te paras a pensar, te vas a rayar, porque rayarse significa darle muchas vueltas a algo. Pero, en realidad, para pensar, sólo hace falta darle una única vuelta a las cosas, una única vuelta de tuerca. De hecho, cuando uno se pone a darle demasiadas vueltas a algo no llega a la profundidad de las cosas, al revés, se aleja de ellas. La consecuencia es que, con este pretexto de no rayarse, mucha gente no quiere quedarse a solas, no quiere pensar, y se encomienda a un agotador ocio, que además es embrutecedor o idiotizante.

–¿Es un resultado de esta evasión permanente el crecimiento de los problemas de salud mental?

–Cuando nos enchiqueraron en el confinamiento, recuerdo que mucha gente, los más ilusos, se congratulaban de ello y decían que nos iba a permitir disfrutar de las bondades y de las virtudes del ‘dolce far niente’, el placer de no hacer nada. Nada más lejos de lo que ocurrió. Efectivamente, estábamos encerrados en casa y no podíamos salir, pero si el wifi se quedaba colgado durante 5 minutos nos volvíamos locos. Teníamos que estar haciendo doscientas cosas a la vez, y ninguna de ellas significativa.

Y al final caíamos, o profundizábamos, en ese dislate que hace unos años nos vendieron como algo muy liberador, que es la multitarea, que es esta idea de que hacer varias cosas a la vez es muy bueno y nos hace muy productivos. Bueno, se ha demostrado que es todo lo contrario, que cuantas más cosas hacemos simultáneamente, menos hacemos y peor hacemos esas cosas que hacemos. De modo que no aprendimos a disfrutar de la inactividad, de la quiescencia, porque no es fácil tener la sabiduría de saber quedarse quieto. Cuando te han educado en la obligación de estar danzando constantemente y, de repente, te obligan a parar, no sabes qué hacer.

En todo esto, ¿hay algo de huida de eso que los clásicos llamaban la vida interior?

–Por supuesto. Para empezar, lo que yo he llamado agitación se parece mucho a aquello que los padres del desierto y los ermitaños del siglo IV denominaban el demonio del mediodía, la acedia. O sea, la necesidad de estar siempre fuera de nosotros mismos, de cambiar de lugar, de cambiar de vida… en resumidas cuentas, de no coincidir con nosotros mismos.

Y eso tiene mucho que ver con la acedia y con lo que se podría llamar la acrasia, que es la incapacidad de dominarse. Y todo esto sí tiene mucho que ver con negar esta dimensión trascendente del ser humano y con negar esa introspección.

–La obsesión por la salud mental ¿es una forma de sustituir la búsqueda espiritual, la búsqueda interior, por lo farmacológico?

–El problema de la salud mental lo respeto, pero me da la sensación de que es una expresión que no significa nada. Es decir, respeto que haya gente que alberga intenciones nobles cuando habla de esto, pero creo que se ha convertido en un ‘flatus vocis’, en una palabra vana. Entre otras cosas porque cuando la política coge un tema, por noble que sea, se desdibuja y pierde sus contornos. Creo que algunos políticos han intentado estirar el concepto para que interpele al mayor número de personas, un poco al modo identitario. Pero si todo es salud mental, nada es salud mental. Es más, si todo queda bajo el concepto amplio y vaporoso de salud, entonces nada es salud, y no se puede precisar nunca si estamos sanos o no.

Pero, sobre todo, me parece que es un epifenómeno de un problema mucho más grande, inabarcable y espinoso, que es la soledad no deseada. ¿Por qué los políticos de la izquierda indefinida no quieren hablar de esto? Pues seguramente porque obligaría a hablar de temas de los que a ellos no les interesa hablar, como el destejimiento de los lazos familiares, el creciente aislamiento, la creciente anomia, el abandono al que se ha sometido a los más mayores, etc.

–Pero, ¿sabemos realmente de qué hablamos cuando hablamos de salud mental?

–Un estudio de la Fundación Mutua Madrileña aseguraba que cuatro de cada diez españoles dicen que no tienen buena salud mental. Pero, ¿qué significa esto? ¿Que hoy estás triste, que no te encuentras bien? A lo mejor estamos magnificando problemas que son inherentes a la naturaleza humana desde la noche de los tiempos. Problemas que pueden ser existenciales, o espirituales, sinsabores de todo tipo, que no se solucionan colocando un psicólogo por cada ciudadano, ni ampliando todavía más las redes del Estado, cuando precisamente, por el otro lado, las redes comunitarias se han ido destejiendo. Flaco favor le hacemos a una población cada vez más aislada y atomizada si le decimos que su única solución es recurrir a un funcionario.

Quizás sea una forma de encubrir problemas molestos, y muy relacionados con la soledad no deseada, como la crisis de la pareja, el que cada vez más personas opten por vivir solos, o los problemas relacionados con el hundimiento de la natalidad.

–Al final, esto es el chantaje del consenso. Se nos dice que hay temas que están superados y que no hace falta levantar la alfombra y, de hecho, sería de mal gusto hacerlo. Es más fácil hablar de la salud mental, que es algo que no exige mucho gasto, que afrontar problemas más estructurales, como la existencia de un modelo económico que dificulta la estabilidad y el afrontar planes a largo plazo, o concebir un proyecto de vida buena. Ahora mismo cobra fuerza una tendencia creciente a la movilidad y se extiende la precarización. Y súmale un mercado de la vivienda que hace que nuestros jóvenes se emancipen cuando ya peinan canas.

En el descenso de la natalidad hay cuestiones culturales, desde luego, pero también materiales. Algunas estadísticas apuntan a que, entre los 25 y los 34 años, un 88% de mujeres querrían ser madres y, sin embargo, la realidad es inversamente proporcional a los deseos, lo que demuestra que a lo mejor no es solo una cuestión de preferencia, sino que nuestro mercado laboral lo hace muy difícil.

–En casi todos tus libros hablas del capitalismo anímico, ¿en qué medida contribuye a la agitación y alimenta el escapismo de los temas fundamentales?

–El capitalismo anímico es un producto de esto que yo llamo la cultura de la agitación. Se supone que el espíritu del capitalismo original, tal y como lo describió Max Weber, emparentándolo con la religión calvinista, tenía como uno de sus rasgos la represión de los sentimientos, o, al menos, de su exteriorización, y prescribía el ahorro. Hoy es todo lo contrario. Hoy los sentimientos ya no se reprimen, sino que más bien se exprimen. Y se nos conmina a mostrarlos, a que seamos muy expresivos. Y a que predomine la palabrería vana sobre la acción. Nos condolemos de lo que pasa en un país remoto, pero ese lamento nos exime de obrar.

Al final, el capitalismo compasivo, o capitalismo anímico, se basa en la idea de que todo ciudadano, todo consumidor, tiene que sentirse participe de una causa mayor. Esto, entre otras cosas, explica que el buenismo se haya enseñoreado de los departamentos de marketing. Que conste que yo no tengo nada en contra de que las grandes empresas se preocupen por la cuestión medioambiental o el maltrato animal. Pero hombre, se dan situaciones cuanto menos paradójicas, como que una cadena de hamburgueserías de repente se presente como punta de lanza del movimiento animalista.

También me parece sospechoso que los mismos bancos que le vendieron preferentes a los abuelos, que prácticamente no sabían ni lo que estaban firmando, ahora de repente nos invitan a tomar café y se presentan como nuestros mejores amigos. Por eso este marketing me huele a chamusquina.

Este imperativo que últimamente resuena por todas partes invitándonos al reto de «ser uno mismo» ¿de dónde nace?

–Tiene que ver con el viejo culto de la autenticidad y con un dislate filosófico muy profundo que es creer que la verdad sólo está en el interior. De tal suerte que cuanto más te hundas en el abismo, cuanto más te hundas en el barro, más te acercarás a la verdad. Lo que no es cierto.

En realidad cada vez que comparecemos ante una persona ya somos un personaje. Los moralistas franceses solían decir que la vida es un baile de máscaras y efectivamente es así, porque uno no habla con el mismo registro cuando está merendando con la abuela que cuando está tomándose una copa con los amigotes. Creo que este es un rasgo de la civilización y no creo que un hombre tenga que ir hablando a grito «pelao» y diciendo las cosas que primero le pasan por la cabeza so pretexto de ser muy espontáneo. Me aterra este culto a la espontaneidad y me recuerda la cita de Ortega que decía que lo espontáneo del hombre es el mono. Me aterra ese gusto por hablar sin pelos en la lengua. Frente a la idea de ser sinceros a discreción, yo abogo por la discreción a secas y que cada uno se guarde su sinceridad donde le quepa.

Hoy hablamos mucho de postureo y eso lleva al error de pensar que lo que se esconde detrás del antifaz es la verdadera faz, pero, en realidad, no. En realidad nuestra verdadera faz es cada una de las máscaras que nos vamos poniendo y que son diferentes facetas del mismo diamante y todas ellas son verdaderas. Esta idea de buscar la autenticidad de ser tú mismo explica muchas neurosis en las que terminamos incurriendo.

Frente a esta idea del ‘sé tú mismo’, reivindicas en tu libro ‘Hazte quién eres’ la idea de que nos hacemos haciendo.

–Tengo la intuición de que el carácter personal no cambia, pero lo que sí podemos hacer es ir limando sus aristas. Y ahí precisamente entra una tarea escultórica que es, por un lado, limar, y, por otro, irse desprendiendo de la materia mostrenca. Por eso creo que la educación del carácter es muy importante. Al final parece que todo se reduce a la razón analítica, y a lo más puramente cerebral, cuando en realidad casi todas nuestras acciones se deben a inclinaciones prerracionales y a intuiciones emocionales. Este es el motivo por el que yo creo que la educación sentimental es mucho más importante que la educación racional. Como explica mi colega David Cerdá, lo que necesitamos son corazones bien educados que actúen desde la inclinación correcta.

En La banalidad del bien explico que, en un tiempo que hace predominar la palabrería vana, hay que recordar el viejo dicho de que obras son amores y no buenas razones. Al final, uno se define por lo que hace y no tanto por lo que opina o por los manifiestos que firma o por las opiniones que suscribe. Yo creo que uno se hace haciendo y por eso postulé esta idea de la vida hacendosa. Creo que es el único remedio contra este culto estúpido a la falta de ataduras, al decisionismo libérrimo, a esta idea de que somos la causa de nosotros mismos y que nos bastamos y sobramos, porque somos los únicos artífices de nuestra ventura. La verdad, en cambio, es que hay una realidad previa a nosotros, una especie de urdimbre, una trama, que luego vamos tejiendo. Por eso conviene verse parte del todo, sobre todo para evitar fantasmagorías como el dichoso ‘hombre hecho a sí mismo’, que, como todas las chatarritas averiadas del mundo anglosajón, aquí acogemos con los brazos abiertos.

Quizás haya una parte de verdad en esa obsesión por ser uno mismo, que es la conciencia de que la vida cotidiana que vivimos a menudo va en nuestra contra y en contra de la vida buena.

–Sí, podría ser. Es la idea de la mala fe sartreana, o sea, esta idea de que en el fondo hay una tendencia que me está empujando a hacer lo que yo no quiero hacer, a convertirme en un ser inauténtico, por decirlo así. Tengo mucha confianza en los más jóvenes, que creo que nos van a dar buenas sorpresas, porque son la primera generación que se ha hecho plenamente consciente de que se nos ha impuesto un ritmo que seguramente sea adverso para nuestra propia vida. Un ritmo que incluso podríamos calificar como inhumano.

Cuando a veces se habla de la filosofía de la vida lenta no es más que una suerte de desacato a un ritmo que nos resulta absolutamente enloquecido, la cultura de la agitación. Una cultura de la precarización, que va más allá de la precariedad laboral, para afectar a todos los ámbitos de la vida entera. Esta idea de tener que estar siempre permanentemente disponibles y fluir como el capital, ser permanentemente mercuriales, no atarnos nunca a nada, no tener raíces firmes, ser fluctuantes, explica muchos de nuestros sinsabores. Por todo eso no se me ocurre una cosa más contracultural que defender el arraigo, defender las raíces permanentes, defender las ataduras, aquellos lazos que no son mudables y que no se pueden destejer.

Es revelador que uno de los problemas de nuestro tiempo sea la procrastinación. ¿Tenemos dificultades para actuar?

–Este asunto lo abordé en mi libro La banalidad del bien, que debe interpretarse más bien como ‘la banalización del bien’, porque el bien nunca puede ser banal, siempre es profundo y radical, a diferencia del mal, que se mueve en la superficie. Esta trivialización del bien lleva a que la palabrería ocupe prácticamente el lugar de la acción. Nuestro debate público no gira en torno a acciones, sino a titulares, a canutazos, a palabras altisonantes… Y eso, por supuesto, tiene un correlato moral. Al final es mucho más fácil colgarte el blasón de unos valores muy nobles que tener que actuar. De hecho, creo que no es casualidad el auge de la ética de los valores y el arrumbamiento de la ética de las virtudes.

¿Qué diferencia habría entre una y otra?

–El valor no es más que la versión fantasmagórica de la virtud, pues en el fondo es la virtud despojada de su cuerpo, que es el hábito. Por eso digo que es un fantasma, y por eso toda ética abstracta es una falsedad. Parafraseando a Carl Schmitt, que decía que quien dice humanidad quiere engañar, yo creo que quien dice valores quiere engañar. Hay que hablar de virtudes, hay que hablar de principios que nos obligan a algo, que nos elevan hacia lo alto, que tiran de nosotros hacia el ideal, y no de valores que, a diferencia de lo que dice su nombre, no valen nada.

–¿Son apariencias de bondad que tienen más de exhibicionismo fariseo que de verdadero compromiso?

–Unos psicólogos de la Universidad de Vancouver publicaron un estudio en 2020 que hablaba de la tríada oscura. En él explicaban que existen una serie de rasgos narcisistas, manipuladores, psicopáticos, etc. que convergían y que explicaban el éxito laboral y social de muchas personas. De modo que si uno quiere triunfar conviene que haga uso del victimismo, de la intimidación y del exhibicionismo. Es decir, que, si se hace, es porque funciona, porque al final ‘vende’ ser una persona meliflua, una persona camastrona que vaya mostrando todas las emociones que alberga en su interior, aunque luego sea incapaz de obrar.

Por cierto, hay que aclarar que la compasión y la empatía no son lo mismo, sino que son más bien opuestas. La empatía se muestra, mientras que la compasión se alberga. De hecho, el psicópata puede tener empatía y entender perfectamente el dolor que te está infringiendo, y precisamente por eso seguir haciéndolo. Ya va siendo hora de dejar de chapotear en los lodazales de las ‘auténticas’ motivaciones de la gente y limitarnos a analizar su proceder, que es donde se encuentra la medida de cada uno.

Últimamente, las biografías parecen haberse entregado al placer de ese chapoteo en las profundidades de la gente…

–A mí me gusta mucho el género de las biografías, y mi último trabajo, Los extrañados, es un ensayo biográfico. Pero defiendo activamente que las biografías tienen que quedarse en la faceta exterior de las acciones, a diferencia de lo que ocurre ahora en las biografías posmodernas, que siempre están descendiendo a las honduras de los traumas edípicos, de los abusos, de las cosas horribles, innombrables, de las que antes nunca se podía hablar. ¿Y de repente hay que hablar de ellas porque lo explican todo? Pues no. Al final, obras son amores, y son las acciones y los logros lo que debemos valorar. Eso es lo que he intentado hacer en Los extrañados.

Volvamos un momento a la agitación, porque agitación no es lo mismo que conflicto, que tú reivindicas.

–En realidad la agitación no es más que una exteriorización, pero es una exteriorización que no significa nada, que nunca es significativa. No así el conflicto. Yo creo que el conflicto no sólo es la esencia de la democracia, sino la esencia de la vida. La vida es brega, lo sabemos desde Heráclito. Esos comentaristas que lamentan la fragmentación política y la falta de consenso, en realidad están diciendo algo muy antidemocrático porque la democracia, entre otras cosas, es una serie de valores en liza: la guerra de dioses de Max Weber. Eso sí, conviene que las diferencias no nos lleven a matarnos. Pero eso no es consenso, sino concordia, que significa que llegamos a una especie de anuencia, pero sin olvidar que pensamos diferente. En cambio la trivialización de la idea de consenso implica que si yo lo veo negro y tú blanco, los dos debemos verlo como gris. Eso es una absoluta imbecilidad porque entre otras cosas supone dejar de creer en la verdad.

Nos quejamos constantemente de que tal o cual político miente y, sin duda, es así. Pero el problema mayor no es que los políticos mientan, sino que han dejado de creer en la verdad. Y eso es lo que lo que debería preocuparnos en tiempos en que el relato ha ocupado el lugar del sentido. La desafección también viene de aquí, de que la población se ha dado cuenta de que los políticos han dejado de creer en la verdad. Si todo es discutible, porque no hay nada de fondo, entonces solo queda la ley de la selva. O como decía Pablo Iglesias hace unos años: instalar marcos ganadores en las cabezas de los votantes.

La cultura de la cancelación ¿es hija del afán de suprimir el conflicto?

–Por supuesto que sí. Tiene mucho que ver con esta impermeabilización del debate público a la disidencia, con este culto al consenso que hace que haya algunos temas que no se pueden tocar. Y luego también tiene que ver con la influencia de la cultura calvinista, que termina anegándolo todo, y que, entre otras cosas, proscribe el perdón. Esto es determinante. Es decir, la cultura de la cancelación es la proscripción del perdón, es la obsesión con un pecado para el que no cabe redención posible. Es esta idea de que una opinión recusable que tú manifestaste en redes sociales hace 15 años, cuando no sabías muy bien ni lo que estabas escribiendo, te puede condenar para toda la vida.

Esto, en una cultura católica como la nuestra, en la que el perdón es muy importante, debería llamarnos la atención. La revuelta de Lutero lo que está haciendo es clausurar el purgatorio. Está clausurando toda posibilidad de expiar los pecados. Es la idea de que sólo puedes salvarte, por la gracia, o condenarte, y que el término medio social está formado por losers a los que no salva ni Dios.

Y, en este contexto, ¿cómo interpretamos esa demanda de espacios seguros que inunda la universidad norteamericana?

–Al final se trata de fanatismo, de intentar preservar la pureza evitando mancharse con nada que venga de fuera. Se argumenta que ciertas ideas pueden molestar, pero es que las ideas molestan. La realidad tiene aristas muy afiladas y la educación consiste en pincharlas. Entre otras razones, para no mantener a los hijos en un estado de imbecilidad perpetua y de pura comodidad. Esta epidemia de sobreprotección que retrata Jonathan Haidt en su libro ‘La transformación de la mente moderna’ está cada vez más presente entre nosotros. Y lo que logra es condenar a los niños y a los jóvenes a una completa inutilidad. Cuando se habla de la necesidad de cultivar la antifragilidad lo que se quiere decir es que todo niño debe someterse una serie de estresores para volverse fuerte y para saber manejarse por la vida. Condenar a un hijo a la sobreprotección es volverlo inoperante.

La guerra contra la desinformación que está tan en boga ¿tiene más que ver con la verdad o con el poder de imponer el propio relato del que hablábamos antes?

–Bueno, al final la guerra contra la desinformación es una pamema. Desinformación y mentiras ha habido siempre. Y, de hecho, The New York Times, uno de los periódicos que nos previenen del problema de las fake news, fue el que empezó hace 20 años una campaña de justificación de la guerra contra Irak basada en una mentira flagrante como las armas de destrucción masiva. Que este periódico tenga el cuajo de alertarme de las fake news trumpistas me parece cuando menos paradójico. Yo no creo que ahora haya más mentiras que antes, aunque las redes sociales en ocasiones puedan propagar bulos como antaño los propagaban, y siguen haciéndolo, los medios tradicionales.

–En tu último ensayo, Los extrañados, reivindicas a cuatro escritores rechazados por su tiempo y postergados por la posteridad. ¿Tiene esto que ver de alguna manera con tu rechazo del consensualismo y con una cierta reivindicación de una disidencia ajena al postureo?

-La clave es que son autores que me gustan mucho. Y que me permitían hablar del extrañamiento, que es la sensación que tiene aquella persona que no termina de encontrarse a gusto en su sitio, que no encontró su lugar. Me venía bien que fueran escritores, porque generalmente quien encara la pluma es alguien que no termina de encontrarse muy a gusto en su entorno; de lo contrario no se pondría a escribir. Es decir, te falta algo, o tienes alguna insatisfacción o necesitas encontrar sentido a las cosas. A los cuatro escritores les debo horas de esplendor y de exuberancia y les regalo este libro como si fuera una prenda de amistad.

Percibo un miedo cada vez mayor a decir cosas que te puedan malquistar con tus editores o con tus lectores. Por no hablar de la tendencia de los escritores a halagar a sus lectores. Es una cosa terrible. Yo no quiero que me digan lo que ya sé y que me confirmen en lo que ya intuía. Al contrario, quiero que me digan algunas cosas que puedan molestarme, o incluso ofenderme. Creo que eso es lo que hace que la literatura tenga algo que otro tipo de entretenimiento no te va a dar.

Y ya para terminar, no querría concluir esta entrevista sin hacer una mención al humor, porque es un rasgo de tu estilo muy característico. Has descrito el humor como una herramienta filosófica, como un disolvente. ¿Qué desatasca?

–El humor desatasca todo aquello que obstruye las cañerías del entendimiento, que generalmente se quedan obstruidas por los lugares comunes, por las muletillas, por los latiguillos, por las frases hechas. Ya sabes que George Orwell decía en un texto admirable de 10 páginas que me gusta mucho, ‘La política y la lengua inglesa’, que toda frase hecha y que todo lugar común y que todo tópico, en realidad era una tentativa de dominar nuestra mente, de insertar en nuestra cabeza automatismos para que el poder de la muchedumbre pensase en el lugar del individuo. Por eso creo que mantenerse en guardia contra el lugar común no es solo una cuestión estilística, sino una tarea moral. Se trata de evitar que la muchedumbre piense por ti. Y el humor es sin duda un excelente disolvente. El humor, por definición, no solo tiene que desatascar, sino que debe corroer las estructuras del poder. En mi caso es mi herramienta filosófica preferida; una herramienta de indagación filosófica y no tanto de escapismo. También me gusta ese humor seco, resignado, de quien ríe por no llorar, porque te permite, por así decirlo, mirar de frente el absurdo de la existencia, no para combatirlo, que quizás no puedas, sino para intentar comprenderlo.

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