Cartel de la serie 'El Gatopardo'
El Debate de las Ideas
El Gatopardo, la serie
El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa vuelve a estar de actualidad, lo cual no deja de tener su gracia porque la novela es una emocionante elegía a los tiempos pasados, aquellos que precisamente la actualidad desecha en su creencia de que avanza por el mero hecho de estar en movimiento. Y si el felino se despereza de nuevo ―por supuesto con un gesto de indolente contingencia―, es gracias a una reciente adaptación, una serie de 6 capítulos, dirigida por Tom Shankland, Laura Luchetti y Giuseppe Capotondi, y disponible en Netflix desde el pasado marzo.
Celebré la serie incluso antes de verla, y eso que las probabilidades de que se tratara de un engendro parasitario eran muy altas, habida cuenta de que en los últimos tiempos se rescatan las imágenes que nos faltan para revestirlas de la ideología que nos sobra. Pero igual me alegré del estreno porque de primeras soy un firme partidario de reescrituras, adaptaciones y exégesis, ya sean a modo de ensayo o de ficción. La demasiada reverencia amortaja, y cuando algo me gusta, me gusta también verlo reflejado, variado, replicado, traído y llevado, aunque sea muchas veces por los pelos. Ponderar una versión únicamente en virtud de su fidelidad no tiene mucho sentido, ya que entonces la cima de la adaptación sería una fotocopiadora, el absurdo Pierre Menard, Gus van Sant con su clonada, y por ello vapuleada, Psicosis. El objeto permanece, pero la perspectiva ha de cambiar, de lo contrario mejor sería quedarse mano sobre mano.
Tampoco, si me apuran, tiene sentido obsesionarse con las intenciones del primer autor. En el caso de que su obra haya resultado tan sugerente como para fecundar la imaginación de otros, hasta el punto de inspirarles un deseo de emulación, será porque la obra en cuestión es grande, muy grande, más grande desde luego que el autor de turno. El lugar común que asegura que los libros son como hijos cobra aquí su verdadera dimensión: libros que crecen, se emancipan, hacen su vida y acaban dándole a su autor ―francamente estupefacto a estas alturas― nietos y biznietos, algunos legítimos, otros no tanto. Así pues, para descender del Gatopardo no es necesario alinearse con las intenciones de Tomasi di Lampedusa, sino atender a las cuatro agonías concéntricas que, cada una a su ritmo, constituyen el tuétano de la novela: la agonía del mundo, la de Sicilia, la del Antiguo Régimen y la del propio Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina. Los cuatro agonizan desde la primera página, y la desaparición de los cuatro merece ser llorada.
Que la serie no se descalabre ―y ya anticipo que no lo hace― supone un especial mérito porque partía con doble hándicap. Iba a ser comparada con la novela, como es natural; pero no menos con la adaptación de Luchino Visconti, una película demoledora en su belleza, un clásico. La serie tenía sobrados motivos para presentarse acogotada ante sus mayores; sin embargo, seis capítulos después, ahí sigue, erguida con la gracia desafiante de la juventud. No deshonra a su estirpe; de hecho aporta algo que faltaba, o algo que, en cualquier caso, no sobra.
Bien es sabido que Visconti, en sintonía con la postura del Partido Comunista Italiano, quiso insinuar con su película que la revolución seguía pendiente, que el Risorgimiento había sido puro tancredismo, la espuma de las olas, un fenómeno superficial que no hizo sino mantener el estado profundo de aquella Italia. La visión de Visconti, respaldada por la cita más célebre («Es necesario que todo cambie para que todo siga igual»), no se corresponde en realidad con el espíritu de la novela, pues si bien Fabrizio queda en un primer momento deslumbrado por la sentencia de su sobrino, acaba por darse cuenta de que en efecto todo cambia, pero en el sentido de que todo empeora. Pues bien, como con tanta finura ha visto Enrique García-Máiquez en su artículo para La Gaceta, la serie no se adhiere a la desesperanza reaccionaria de Lampedusa ni al azuzamiento ideológico de Visconti, sino que defiende la posibilidad de la conservación, porque, al menos sobre el papel, ni la revolución es conveniente ni el progreso inevitable.
Y esta opción conservadora es aquí claramente encabezada por las mujeres, lo que hace que, en comparación, las figuras masculinas queden un poco descoloridas, tanto respecto a la novela como al largometraje del 63. El nuevo Fabrizio de Kim Rossi Stuart, sin ser malo, no alcanza la monumentalidad que le trasmitió Burt Lancaster en su día. Algo parecido pasa con Saul Nanni, que encarna a un Falconeri aceptable, pero a quien ensombrece el recuerdo de un Alain Delon cuyo embrujo tal vez nunca podrá ser igualado. Pero no solo es una cuestión de reparto. El apagamiento del varón se aprecia también en el personaje del padre Pirrone. Al contrario de lo que leemos en la novela o vemos en la película, el sacerdote deambula aquí asertivo y sumiso, casi como una mascota, privado de sus mejores frases y de esa penetración jesuítica que demostró, por ejemplo, en el parlamento sobre la idiosincrasia de la nobleza, un ramillete de memorables observaciones que el espectador aguarda en vano durante las cinco horas y mucho que dura la serie.
El hueco que dejan los varones es, como decíamos, ocupado por la iniciativa de la mujer; algo ausente en Visconti, entrevisto en Lampedusa. Así, la Angélica de Claudia Cardinale, aunque con una nota de oscuridad en la mirada, era sobre todo lozanía, un fruto redondeado por la naturaleza. Entre las jóvenes aristócratas palermitanas, afeadas por la endogamia, hijas enfermizas de la cultura, la Cardinale pasea con tanta salud que parece capaz de quedar embarazada por alguno de los muchos pensamientos que la rodean. La Angélica de Deva Cassel, en cambio, es de un atractivo maléfico, puro maquiavelismo de la hermosura, un artefacto esbozado por la ambición de su padre y rematado por la suya propia. El poder de esta Angélica radica en el magnetismo que ejerce sobre los hombres, y el problema para ella, lo que de verdad le ha envenenado el alma, es haber sido consciente de semejante poder desde su primera adolescencia.
Sin embargo, donde mejor se aprecia este ascenso de lo femenino es en las mujeres de la familia Salina, empezando por la princesa Maria Stella, mejor dibujada y menos circunstancial que sus neurasténicas predecesoras. El vigor inédito de la madre sirve, además, para prefigurar el verdadero hallazgo de la serie: Concetta, que en este caso crece hasta disputarle a su padre el protagonismo. La actriz Benedetta Porcaroli, con su ceño siempre borrascoso, interpreta a una Concetta que posee un orgullo acastillado y hace gala de una gran autonomía desde primera hora. Lo demuestra cuando, en rebeldía con las decisiones de su padre, ingresa en el convento, lugar femenino y consagrado a Dios donde ningún hombre, ni siquiera el benefactor Príncipe de Salina, puede entrar sin permiso de la abadesa; permiso que le será negado una y otra vez.
Es Concetta la más parecida a su padre, la única digna de sucederle. El Príncipe lo sabe, y por eso en su lecho, en su butaca de muerte, le pide que sea la protectora de la familia. El título recaerá sobre su hermano Francesco, pero ella será la encargada de guiarlo en una suerte de patriarcado de inspiración conservadora y ―no sé con qué grado de paradoja― gobernado por una mujer. Y como al fin y al cabo Concetta es «una verdadera Salina», acepta obligada por la nobleza, y al punto se encarga de espantar a las hienas que habían hostigado los últimos años de su padre. Los carroñeros volverán pronto; pero igual es hermoso ese acto de resistencia por parte de la última Salina, sobre todo en lo que tiene de cumplimiento del deber. Y resulta curioso que esa pequeña nota de optimismo, que Tomasi de Lampedusa no quiso concederse, se aporte ahora, en el 2025, cuando los cambios que el autor lamentaba se han consumado del todo, cuando ya hemos abandonado incluso la esperanza de que esos cambios fueran para mejor. El final de la serie es más feliz porque es contrafactual, y eso nos recuerda que vivimos tiempos melancólicos.