Freire, durante su entrevista
El Debate de las Ideas
Palabra de honor. Una entrevista con Jorge Freire
«Quienes reducen la palabra a la palabrería, atacan la esencia de lo humano, que a su vez lleva ínsita una chispa de lo divino. Por eso afirmo que la palabra de honor es la versión humana del fiat divino», comenta el Premio Sapientia Cordis
Jorge Freire ha resultado ganador del II Premio de Ensayo Sapientia Cordis con Palabra de honor. Charlamos con él sobre esta cuestión de enormes consecuencias:
— Has titulado tu libro Palabra de honor. Dos términos que hoy pueden parecer contradictorios. Quizás nunca haya habido tantas palabras pululando por todos lados, mientras que el término de honor se ha convertido en una palabra casi esotérica. ¿Cómo se te ocurrió reivindicar la conjunción de estas dos palabras?
— Reivindicar el honor hoy suena a duelo a garrotazos, a crímenes de honor, a citarse en la puerta de la taberna del Laurel y arrojar el guante. Pero el honor nada tiene que ver con la honra, que es prácticamente su opuesto, y bien mirado no existen más crímenes de honor que los crímenes de honra. La honra se manifiesta de puertas para afuera, los demás te la conceden y también te la pueden quitar, mientras que el honor sólo comparece cuando uno se mira en el espejo, cuando se cita con su conciencia.
Y reivindicar la palabra de honor no es más que reivindicar la coherencia entre lo que uno dice y lo que uno hace. Hoy hay, qué duda cabe, palabrería, pero es que además la palabrería vana se impone sobre la praxis, de tal suerte que es más importante la reputación y el juego de pareceres que las propias obras.
En este libro he hecho un recorrido histórico, filosófico, lingüístico, con paradas en Cicerón, en Santo Tomás, en Quevedo, en Higinio Marín… Y tengo claro que la honra se batalla, se gana y se pierde en la plaza pública, mientras que el honor siempre se cultiva en soledad. El honor es una virtud muy discreta, un destello en lontananza, como una estrella distante que brilla desde los tiempos romanos. En general, toda virtud rehúye las alharacas. Cosa distinta son los valores, que uno puede colgarse en la pechera y que, pese a su nombre, nada valen.
— Uno de los de los ejes del libro es esa distinción entre honor y honra. ¿Pueden no solamente llevar caminos paralelos, sino incluso llegar a estar enfrentados?
— Esta confusión entre honor y honra es de larga data: ya Nebrija, en su famoso vocabulario español-latino, se servía de ambos para traducir el honos latino. Y Covarrubias, a inicios del XVII, dejó escrito que «honor vale lo mesmo que honra». Es una confusión que atraviesa todo el Siglo de Oro y que no se desmadeja hasta bien entrado el XIX, con el duodécimo diccionario de la RAE, que es de 1884 y añade una acepción que entronca antiguos y medievales: «Cualidad moral que nos lleva al severo cumplimiento de nuestros deberes respecto de los demás y de nosotros mismos».
Nada tienen que ver honor y honra: uno reside en el fuero interno y la otra en la plaza pública. El honor nos pertenece y la honra, en el mejor de los casos, nos la otorgan los demás… pero por ello mismo nos la pueden quitar de forma veleidosa y arbitraria. El honor no necesita testigos. La honra, en cambio, depende del qué dirán.
Lo que sucede con estas palabras con tanta solera es que parecen un palimpsesto en que cada época hubiera dejado sus huellas. Lo que comienza como una calzada romana termina siendo una trocha serpenteante llena de repechos, peñascos y maleza. El honor comenzó siendo un rasgo de distinción, de pompa, y así lo usan Terencio y Virgilio. Luego llega Cicerón y añade que no basta con que la toga brille, que no basta con ser humo y espejos, que la persona honorable ha de ser virtuosa, y acuña el concepto de honestum, emparentando ética y estética. Después aparece Séneca y lo convierte en brújula moral y sumo bien. Y más adelante San Agustín eleva la virtud ética a belleza inteligible y destello divino.
El honor no ha parado de mudar de piel y me ha gustado mucho hacer este recorrido.
— Encabezas tu libro con una cita de Julián Marías que marca el tono de toda la obra. ¿Realmente las palabras son tan importantes? ¿Realmente las cuestiones de palabras son las más graves y peligrosas?
— Suelo empezar con anécdotas y con comentarios fútiles para luego lanzarme a lo profundo. Este libro empieza hablando de cuestiones de palabras, que, como decía Julián Marías, parecen intrascendentes y son las más graves y peligrosas, y termina hablando de la verdad.
La historia del ser humano es la historia de su relación con la verdad. Y nos medimos con la verdad, nos citamos con ella, precisamente por medio de las palabras. Por eso debiera preocuparnos la vulgarización de las palabras y la inflación del lenguaje. Balzac decía que lo que pasa con algunas palabras es lo que sucede con las monedas del mendigo, que tienen los contornos muy desgastados y prácticamente han perdido la forma. Lo cierto es que se trata más bien de inflación: hablamos tanto que no podemos hacernos cargo de lo que decimos, de tal suerte que al final el lenguaje deja de ser significativo. Yo me fijo mucho en las tertulias políticas y en los… iba a decir los programas de noticias, pero son más bien programas de infoentretenimiento. Hace unos años, en 2008, cuando los periodistas hablaban de crisis, todos nos acoquinábamos; ahora, a fuerza de estirar el lenguaje, los periodistas han acuñado el sintagma de «crisis grave», porque ya la palabra crisis no nos dice nada.
— ¿Es por ello que defiendes una cierta parquedad de palabras?
— Yo conmino al lector a que sea digno de la biografía que le escriba el tiempo. Es decir, que actúe como si hubiera una especie de escriba, una mano que estuviera registrando todas sus acciones. ¿Qué tendrá nuestra biografía cuando rindamos el alma? ¿Frases muy bonitas, salidas ingeniosas promesas vanas? Solo queda lo que uno hace. Obras son amores y no buenas razones…
Tiene palabra de honor quien es capaz de empeñar su palabra. Es decir, no aquel que la va prodigando como quien riega un erial, sino el que sabe callar cuando toca y obrar cuando debe; quien sabe que empeñar la palabra es fundar una alianza, no lanzar sonidos que se lleva el viento.
No basta con tener palabra. El intelectual orgánico y el periodista sincronizado tienen palabra y ¿qué hacen con ella? La adulteran y la malbaratan. No basta con tenerla, porque la palabra es de todos. Pero tampoco basta con sostener la palabra. Hay quien es incapaz de dar su brazo a torcer, confundiendo la honestidad con la terquedad y cayendo en el viejo sostenella y no enmendalla. De lo que se trata es de ser personas de palabra.
— Esta idea de la importancia de mantener la palabra dada con independencia de lo que ocurra a nuestro alrededor, ¿no te parece que recuerda a esa actitud de aquellos artesanos medievales que, cuando estaban construyendo las catedrales, hacían su trabajo con la perfección comprometida también en lugares donde sabían que su obra no iba a ser vista por nadie, o al menos nadie más que Dios y ellos mismos?
— Y no es sólo que te mire Dios, es que te miran tus ancestros. El mos maiorum de los romanos y su respeto a los códigos de los antepasados tiene mucho que ver con esa idea de Chesterton de la tradición como democracia de los muertos. Esto hoy es inaudito y hasta contracultural. Tú imagínate algo remotamente parecido al cursus honorum, que los servidores públicos se vieran obligados a recorrer un intrincado laberinto de dignidades que aseguraran su honorabilidad… ¡Si hoy es al revés! ¡Si no hay cosa más difícil que dar con un político honorable!
— Escribes que la palabra nos trasciende. ¿En qué sentido crees que se puede decir que la palabra es sagrada?
— La palabra nos conecta con lo divino y es porque tenemos palabra que alzamos ciudades en lugar de madrigueras y erigimos catedrales en lugar de abrir agujeros en el monte. Quede claro que no hay nada de esotérico en defender el carácter divino del logos. No es más que una forma de evidenciar el común milagro de la palabra, que es lo que nos vincula a todos. Lo extraordinario no es que una zarza crepite en medio del desierto, sino que esa zarza nos interpele. La palabra, que muchos han querido reducir a adorno o a herramienta, es el hilo dorado que entrelaza nuestra humanidad. ¿Cuántos de los malestares que hoy sufrimos derivan de ello? Hoy cunden el desarraigo y la anomia, se desteje el lazo comunitario y las relaciones se vuelven líquidas. ¿Y cuál es el primer ladrillo a la hora de edificar una relación sino la palabra? Decir es comprometerse.
Quienes reducen la palabra a la palabrería atacan la esencia de lo humano, que a su vez lleva ínsita una chispa de lo divino. Por eso afirmo que la palabra de honor es la versión humana del fiat divino. «Sea la luz», proclamó Dios; «daré mi palabra», proclama la persona.
— De una palabra recuperada, casi podría decirse que bruñida
— A veces oímos decir que nuestro lenguaje se está empobreciendo. Esto viene de Orwell, que en 1984 presenta la idea de un diccionario de neolengua en el que haya poquitas palabras, porque al reducir el lenguaje se reduce el pensamiento. Es una buena intuición, pero lo cierto es que lo que sucede es todo lo contrario. Inundan nuestro lenguaje de palabras absolutamente estúpidas y prescindibles y así consiguen su objetivo con mucha más eficacia, haciendo que tengamos que manejar tanta chatarra y tanta propaganda. Solo hay que ver los neologismos que se han ido incorporando a la RAE: webinario, blúyin… Signo de los tiempos.
— Menudo contraste con tu afirmación de que la palabra de honor de los hombres equivale al fiat divino.
— Yo no quiero entonar el canto nostálgico por aquellos tiempos en que la palabra hacía innecesario un contrato, pero reconozcamos que una sociedad en la que el entendimiento entre sus miembros sólo se da por medio de cláusulas legales tiene un serio problema. De todos modos, lo importante no es que hubiera un tiempo en que bastara un apretón de manos y no hicieran falta firmas ni juramentos. Lo importante es que ese respeto a la palabra dada está al alcance de todos nosotros. Más que un acto de coherencia, dar la palabra y cumplirla es una manifestación de nuestra propia integridad, porque muestra aquello que somos cuando nadie nos mira.
— Escribes que honrar es mostrar aprecio y enaltecimiento, dar gracias como gesto de humildad y reconocer nuestra pequeñez. ¿Se encuentra aquí la clave para una vida buena y honorable?
— Ortega ya dijo hace un siglo que no había pecado más grave que la ingratitud; hoy convendremos en que no hay pecado más extendido.
La gloria es inherente a lo glorificado. Por ejemplo, cuando se glorifica Dios, lo que se hace es reconocer con justicia la gloria inherente a su carácter divino. ¿Y cuál es la forma más accesible y más sencilla de honrar sino dar las gracias? Vivimos en el culto al sujeto autónomo, al yo libérrimo y decisionista, el self made man que se tiene por único artífice de su ventura y que no debe nada a nadie.
En otro libro lo llamé el Anónfalo, el que niega el ombligo porque se considera plastes et fictor de sí mismo, como el Adán de Pico della Mirandola. Y, como se basta y sobra y es, con perdón, el puto amo, no celebra el santo sino el cumpleaños. Sobra decir que en el cumpleaños uno no celebra que lo nacieron, a lo Clarín, sino que más bien renueva votos consigo mismo, a la manera luciferina, y pide a los demás que le den palmas por haberse dignado nacer. Cosa bien distinta es el santo, que nos enlaza con la tradición y nos adscribe a una figura que, por mera comparativa, nos ennoblece.
En fin, la gratitud es impensable en tiempos de individualismo. El individuo es el artefacto que nos libera de nuestras cadenas, la naturaleza y la tradición, y así nos va. Y, sin embargo, dar las gracias es un gesto de humildad y, al mismo tiempo, es un gesto de audacia: cuando uno honra, lo que hace es reconocer su pequeñez, pero también su capacidad para mirar más alto.
— Y además dar gracias es un gesto que está al alcance de todo el mundo.
— Dar las gracias no te empequeñece, como piensan algunos. Antes bien, dar las gracias te absuelve de tu insignificancia. Al dar las gracias estás honrando el misterio de tu propia existencia y estás reconociendo el privilegio de formar parte de algo más grande que tú mismo.
— Señalas que a veces se ha querido presentar una disyuntiva entre conciencia y honor, como si pudiesen estar enfrentadas. ¿Es eso posible?
— El honor es la virtud propia de quien actúa en conciencia. En la aprobación ajena hay una fuerte esclavitud, o eso dejó dicho Epicteto, que de esclavitud algo sabía. Conque hagamos oídos sordos al qué dirán y respondamos únicamente ante nuestra conciencia, porque quien así obra es la más libre de las personas. Ahora bien, no caigamos en el error de concienciarnos, que no es más que una derivación del libre examen luterano. Hay quien se obstina en concienciarse y cae en una hiperactividad solipsista, justificada sola fide, que lo lleva a descuidar las obras y a convertirse en activista, militante o caja de resonancia. El honor, aunque brille de puertas para adentro, en público habla por nosotros.
— ¿En qué sentido sostienes que la palabra es también un acto político?
— Mis manuscritos suelen ser muy largos porque tiendo al barroquismo. Así que me tiro un tiempo puliendo adjetivos y desbrozando con el machete. Uno de los capítulos que eliminé lo había dedicado a un personaje fascinante, uno de los personajes más malévolos de la historia: Willi Münzerberg. En términos de propaganda yo diría que es más importante que Goebbels. Münzerberg demostró que igual la palabra puede dar la vida también puede ser el más deletéreo de los venenos. En el periodismo actual hay un periodismo que ha dado la espalda a la verdad, o mejor dicho, que ha trocado la verdad por el argumentario, y que debe mucho al magisterio de Münzerberg.
La palabra también puede usarse como acto político cuando sirve para infundir miedo a la ciudadanía. Sabemos desde Hobbes que no hay herramienta más efectiva para hacerse obedecer que el miedo. El problema es que, cuando cunde el miedo, no hay más vínculo social que la sumisión. ¿Acaso al poder le interesa tener a la población acojonadita? Hace cien años T. S Eliot escribió aquello que «Así es como acaba el mundo, no con una explosión sino con un gemido», y hoy parece que estuviera hablando de los gemiditos que exhalan los profetas del Apocalipsis en las tertulias.
— ¿Qué papel juega en este proceso eso que ahora llaman «el relato»?
— Creo que pinchamos en hueso cuando nos quejamos de que tal o cual político miente. Los políticos mienten desde la noche de los tiempos. Ortega llega a decir, en un texto precioso titulado «Mirabeau o el político», que la relación del político con la verdad no es la del ciudadano con la verdad, sino que más bien se asemeja a la del actor. Al final el político hace un programa electoral y, como todo apriorismo, tiene que confrontarlo con la realidad y es probable que no pueda cumplir lo prometido. Por eso entiendo que político termine comiéndose sus palabras. Pero lo inaudito de nuestro tiempo es que los políticos demuestran que han dejado de creer en la verdad. Desde Gorgias, siempre ha existido gente que ha negado la existencia de la verdad; pero siempre habían sido una minoría. Lo inaudito es ver que las élites asumen ese discurso.
Me cuidaría, eso sí, de llamar relativistas a dichas élites. Los que niegan la existencia de la verdad lo que quieren hacer es colarnos de matute su propio relato. «Es el relato, estúpido», escribió hace unos años Iglesias Turrión en un artículo que defendía que bastaba con imponer una serie de marcos ganadores en el caletre de los votantes para que de alguna forma, como por ensalmo, eso se convierta en verdad oficial.
— Tú adviertes de que el diálogo no siempre es positivo. ¿Sin reconocimiento de que hay una verdad, puede el dialogo ser algo más que una gimnasia dialéctica?
— Dia-logos es la razón que pasa entre quienes hablan. Sin verdad el diálogo no es más que pasteleo, floreo verbal, circunloquio, o sea, negación del verdadero diálogo. Yo digo que esto es blanco, tú dices que esto es negro y convenimos en que es gris. Eso no es el diálogo; si acaso, es consenso. Yo abjuro del consenso y, siguiendo a Julián Marías, defiendo la concordia.
Se dice que en la Viena finisecular se entendía la civilización como un café en que la gente gritaba y defendía sus posturas de forma muy vehemente. Ahora estamos en una confitería en la que se reparten halagos y prácticamente nadie dice nada que se salga del discurso autorizado. El consenso no es más que pasteleo.
No es de sorprender que defienden el consenso sean los mayores opuestos al diálogo. Me hizo mucha gracia lo que sucedió hace unos años cuando una familia del Maresme hizo algo tan escandaloso como pedir que se cumpliera la ley. ¡Qué barbaridad! Pidieron que a su hijo, que era menor, se le diese el 25% de las clases en castellano, y desde cierto sector del catalanismo les contestaron algo maravilloso: esto ya está superado, así que a callar. ¡Si ya hay consenso, no se te ocurra levantar la alfombra! El consenso es el chantaje que niega todo diálogo.
La concordia, en cambio, significa que podemos disentir sin llegar a matarnos. Lo propio de una sociedad viva es que haya diferentes principios en liza. Cuando los politólogos se quejan de que en el Parlamento cunde la fragmentación, de que hay desunión, de que hay fragmentación, yo creo que no se dan cuenta de que su postura es antidemocrática. El disenso es la esencia de la política y, ya puestos, de la vida. Recuerda a Heráclito: pólemos panton; el conflicto es el padre de todas las cosas…
— Señalas también la degradación del heroísmo. ¿Tenemos todos, parafraseando a Warhol, derecho a ser héroes durante quince minutos?
— Javier Gomá dice que el mal ejemplo te absuelve y que el buen ejemplo te señala con el dedo. Los héroes nos resultan incómodos porque, de alguna forma, nos están abochornando.
Creo que principios como el honor, el heroísmo o el sacrificio siempre van a ser anatema en sociedades definidas por la horizontalidad más gallinácea. Recuérdese que lo horizontal no es necesariamente democrático y que esa postura, la horizontal, propende a la holganza y al desparrame de cuerpo, mollera y alma. No es casualidad que molicie y notoriedad vayan de la mano. La gloria, que ya no tiene pedestal, es el arte de tumbarse y esperar que los likes vengan solos. Donde hay famosos, víctimas e influencers no puede haber héroes.
Por otro lado, el heroísmo a la manera clásica es impensable en una sociedad individualista. Y no lo digo por lo que las virtudes guerreras tienen de vestigio de otro tiempo sino, más bien, por su cariz comunitario. El Pelida Aquiles es el hijo de Peleo, al Atrida Agamenón es el hijo de Atreo… Los griegos sabían que una persona sin linaje era un tronco sin raíces. ¿Qué tiene que ver eso con nuestro tiempo, cuando nadie depende de nadie?
— ¿Es necesario que exista el ritual para que exista el honor?
— Etimológicamente, el rito es orden. Por eso las culturas y las comunidades siempre se fundan en rituales. Cuando hay un ritual compartido hay comunidad, porque el rito unifica a las sociedades sin uniformarlas. Nunca una cultura se había ufanado tanto en su supuesta diversidad y nunca había sido tan homogénea. Hoy puede haber identidades, que no responden más que al viejo narcisismo de la pequeña diferencia, pero apenas hay diversidad. Nos han quitado el ritual y nos han dejado la ceremonia, la pompa y la astracanada solemne. El rito es la encarnación misma de la repetición y el reconocimiento a quienes te han precedido… Impensable en una cultura que se prosterna ante lo nuevo y que, por hacer oídos sordos al pasado, descubre el Mediterráneo todos los días.
— Criticas en tu libro la mentalidad de rebaño. ¿Cómo se puede compaginar ese rechazo intuitivo de la mentalidad borreguil con aquello que decía Chesterton de confiar en el hombre común?
— Carl Schmitt decía en El concepto de lo político que quien dice humanidad busca engañar. No busquemos la sabiduría popular en la humanidad, ni en la gente, ni en la ciudadanía, sino en las personas. Es decir, en el prójimo, que es el próximo al que miramos a los ojos. La mentalidad borreguil es la del discurso de valores dominantes difundido por los medios de masas, que reciben este nombre porque, como los panaderos más aplicaditos, hiñen la masa hasta darle forma. ¿Cómo sustraerse a ello? Supongo que solo nos queda la cultura; y el gran reto de la persona culta es saber diferenciar la cultura, que es por definición cultivo, de la propaganda, que no es más que chatarra estéril y herrumbrosa. La cultura es cultivo y fertiliza nuestros campos, mientras que la propaganda no es sino chatarra estéril y herrumbrosa. La basura es orgánica y biodegradable; la chatarra es peor.
Creo, Jorge, que nunca había sido tan grande el trecho entre lo que se dice en los platós y lo que se dice en el bar. Cuando Gracián se inclinaba por Critilo, el hombre de cultura que descifraba el mundo, hablaba como hombre del barroco; si hubiera conocido esta cultura inundada por la propaganda habría cerrado filas con su estricta contraparte, con Andrenio, el hombre natural criado en una cueva. Como decía Jünger, más peligrosa que la persona sin cultura es la persona deformada por la cultura.
— También expresas una opinión negativa acerca de los prejuicios, que consideras una dejación de la inteligencia. Pero Michael Oakeshott defendía los prejuicios como esa sabiduría que se ha ido acumulando y que te ahorra mucho tiempo porque no podemos cavilar sobre absolutamente todo. ¿Hay alguna ocasión en que podamos salvar los prejuicios?
— Mi amigo Antonio García Maldonado ha compuesto un aforismo hilarante que parodia el estilo de los presocráticos: «Todo lo que parece que es, es. Porque nada puede ser pensado como ser y no ser». No cabe duda de que el estereotipo suele llevar algo de verdad, pero conviene usarlo con precaución. Ver venir las cosas permite esquivarlas con antelación y sin necesidad de agotar la sesera en honduras y cavilaciones. El problema es que, si uno se acostumbra al prejuicio, al final le terminan dando gato por liebre y corre el riesgo de olvidar que bajo la piel del manso cordero se esconde a veces el lobo.
— No sé si es mérito tuyo o del jurado, pero ¿no crees que hay una línea de continuidad entre Ejecutoria de Enrique García Márquez y tu Palabra de honor?
— Mi libro debe muchísimo a Ejecutoria. De hecho, es como un anillo que va concatenado con el libro de Enrique. Borges decía que cada libro tenía su contralibro y yo me atrevería a pedir a CEU Ediciones que los vendieran juntitos, en un pack.
— Ideal para llevarte a una isla desierta.
— Y para cultivar la nobleza de espíritu, que no es poco.