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Morante marca distancias

Tampoco ha sucedido algo inexplicable ni inesperado: ahora mismo, Morante está toreando así todas las tardes, si los toros se lo permiten. Es decir: al más alto nivel, comparable al de los más grandes artistas del toreo

Actualizada 04:30

El diestro Morante de la Puebla en la faena a su segundo toro durante la Corrida de la Beneficencia

El diestro Morante de la Puebla en la faena a su segundo toro durante la Corrida de la BeneficenciaEFE

Al salir de la Plaza de Las Ventas, el domingo por la noche, me dice un aficionado: «¡A ver qué dice usted mañana en El Debate!». Mi respuesta es fácil: «¿Qué voy a decir? Contar con sencillez lo que hemos visto usted y yo».

Cuando sucede algo extraordinario –y lo de Morante lo ha sido– son frecuentes dos reacciones. La primera: «No ha sido para tanto…». Así, uno sienta plaza de aficionado sabio, exigente. La segunda: «Ha bajado Dios del Cielo. Ha sido un milagro, ha toreado con el alma, ha hecho magia…».

Tampoco ha sucedido algo inexplicable ni inesperado: ahora mismo, Morante está toreando así todas las tardes, si los toros se lo permiten. Es decir: al más alto nivel, comparable al de los más grandes artistas del toreo.

El símil futbolístico es fácil: hubo un momento en el que el mejor del mundo era Zidane, o Cristiano, o Messi, o Pelé, o Di Stéfano. ¿Qué debía hacer el aficionado? Reconocerlo y aplaudirlo.

En los toros, las polémicas surgen siempre por los trofeos. Por supuesto, son importantes, por muchas razones. Esta vez, Morante ha cumplido su vieja aspiración de abrir la Puerta Grande de Las Ventas, ya no le quedará esa asignatura pendiente. Y lo ha hecho de una forma clamorosa, con muchos jóvenes aficionados (no los habituales «capitalistas») bajando al ruedo para sacarlo en hombros por las calles madrileñas.

Es lo mismo que antes sucedía, en casos extraordinarios, incluso aunque no se hubieran cortado orejas. A Antonio Bienvenida lo llevaron alguna vez a hombros hasta su casa, al comienzo de General Mola (hoy, Príncipe de Vergara); a Luis Miguel, igual, hasta su casa, en la calle del Príncipe. Ya se ve de qué nivel de toreros estoy hablando. En cambio, podría mencionar a unos cuantos que abrieron la Puerta Grande de Las Ventas y a los que hoy nadie recuerda.

Por eso, para mí, como aficionado, lo fundamental no son los trofeos. En mi opinión, la tarde anterior de Morante, el presidente se equivocó totalmente al no concederle la oreja. Este domingo, en su segundo toro, la espada quedó baja y el presidente podía haber negado la oreja, pero accedió –como es reglamentario, con el primer trofeo– a la petición clamorosa del público.

Repito: para mí, todo eso no es lo más importante. Dentro de poco tiempo, se me habrán olvidado los trofeos que cortó o no cortó Morante, pero seguiré recordando cómo toreó en Madrid, esas dos tardes.

El domingo, además, ha mostrado las dos caras de un auténtico lidiador, con el toro bueno y con el toro complicado. Con el primero, ha toreado con una estética bellísima, primorosa. Recordaba yo lo que escribió Ortega de Azorín: «Primores de lo vulgar». Es decir, dar los mismos pases que los demás, pero darlos mucho mejor.

Ejemplo claro: las chicuelinas. Estoy harto de ver, tantas tardes, chicuelinas que no son más quiebros violentos, en los que el toro, muy suelto, acaba en el otro extremo de la Plaza. Las que dio Morante, en su primer toro, han sido otra cosa totalmente distinta: envolverse en el capote, girando con suavidad y gracia sevillanísima, para dejar fijado al toro donde él quería.

Con un toro noble, Morante tuvo el buen gusto de torear con clasicismo, sin recurrir a las modas actuales: ni dio muletazos cambiados, ni manoletinas, ni bernadinas, ni circulares invertidos; ni se agarró a los costillares del toro; ni buscó el fácil aplauso, mirando al tendido. Y su faena tuvo un sentido, una unidad. Simplemente, toreó con clasicismo, creó belleza.

Su segundo toro, protestado de salida, empezó a hacer cosas feas, a quedarse muy corto, a embestir sin clase. No pocos espectadores jugaron a ser profetas: «Saldrá con la espada de verdad, no querrá ni verlo, ya ha hecho bastante, en el otro». Y se prepararon para silbar a Morante.

A los que así opinaban, no les faltaba razón: con ese toro, en otro momento, eso hubiera hecho Morante. Pero esta tarde no lo hizo: sencillamente, se puso a lidiarlo, a buscarle las vueltas, a enseñarle a embestir. Y, de repente, cuando lo consideró oportuno, para asombro de todos, soltó la mano izquierda y dejó unos naturales absolutamente extraordinarios.

Decía don Gregorio Corrochano que se dan muchísimos naturales sin naturalidad; en cambio, naturales –naturales, con sencillez, con naturalidad, sin retorcimientos ni afectaciones–, son algo muy raro. Eso es lo que tuvimos la suerte de ver, el domingo, gracias a Morante.

Un par de apuntes más. Vemos ahora muchas faenas mecánicas, repetitivas. Un espectador que asiste a muchas corridas sabe de antemano lo que muchos diestros van a hacer. Eso supone la negación del arte del toreo. Lo repetía siempre el muy sabio Pepe Luis Vázquez padre: el verdadero artista es el que improvisa y, al hacerlo, sorprende al público.

Morante lo hace habitualmente y lo hizo este domingo: cuando el toro le apretaba, se aliviaba con torería, sacándose al toro con un muletazo inesperado, que adornaba con un molinete invertido, ligado con uno de pecho. Ese derroche de inspiración piso en pie al público de Las Ventas.

Lo último. Comentaba yo con Remedín, la mujer de Manolo Vázquez, mis muy queridos amigos, la necesidad que siente algunas veces una figura auténtica del toreo de marcar distancias: «Hasta aquí llego yo y nadie más es capaz de hacerlo».

Exactamente eso ha hecho Morante en Madrid, estas dos tardes: ha marcado distancias con respecto al resto del actual escalafón, se ha situado al nivel de los grandes toreros de la historia. Y, mientras mantenga su actual salud y estado de ánimo, va a seguir haciéndolo. Ante eso, al buen aficionado sólo le queda disfrutar y aplaudir.

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