Vargas Llosa va a 'La Traviata', y se confunde
Regresa al Teatro Real una de las óperas predilectas de la afición, en el mismo montaje que hace veinte años le sirvió al autor de «La tía Julia y el escribidor» para descubrir a la diva Anna Netrebko
La Traviata de 2005 en Salzburgo
Cuesta encontrar a escritores que, en lengua española, hayan consagrado páginas notables a la música. Quizá es que la mayoría estén sordos. No voy a hacer ahora la lista de los principales, por más que me saliera corta. Pero si entre todos hubiera que señalar solo a uno por su singularidad, por la inmensa distancia que lo separa de todos los demás, aquel que se aproximó de un modo más asiduo, dedicado y entusiasta al arte sonoro probablemente fuese Alejo Carpentier.
No solo porque el escritor cubano consagrara muchos de sus estupendos artículos en la prensa a reseñar conciertos y discos, advirtiendo acerca de nuevas personalidades entre intérpretes y creadores, o concibiese reveladores ensayos volcados en la exploración de las raíces de la música antillana y sus influencias.
Todo eso bastaría ya para distinguirlo de muchos de sus colegas que nunca se sintieron concernidos por la llamada de las composiciones más elevadas, de cualquier época. Pero Carpentier fue bastante más lejos. Y hasta cabría situarlo en el mismo lugar junto a Thomas Mann, quizá por encima de Stefan Zweig, en este extremo particular.
Porque casi toda su literatura, posiblemente la más honda surgida en ese otro lado de La Mancha (el vasto territorio imaginario que, según Carlos Fuentes, uniría ambos continentes a través del Atlántico), está inspirada, influida y penetrada de un modo absoluto por la fuerza de la música.
Ya se encuentra presente en algunos de los mismos títulos de varias de sus novelas: Concierto barroco, La consagración de la primavera , … Pero, al igual que sucede con Thomas Mann en La montaña mágica, La muerte en Venecia y, sobre todo, su Doktor Faustus, resulta imposible apreciar estas obras en todo su esplendor, hondura y riqueza sin conocer las fuentes musicales en las que abreva el autor para construir los personajes, el sutil universo de sus fabulaciones, impregnadas de sonidos, expresiones y audaces teorías.
En el caso de Carpentier, el equivalente más conseguido de las mencionadas creaciones de Mann (al que estos días se le recuerda en todo el mundo por un aniversario) sería seguramente Los pasos perdidos, quizá su obra maestra. Alguna vez le escuché decir a Vargas Llosa que esa novela era la más importante entre todas las hispanoamericanas aparecidas en el siglo XX. Y conviene fiarse del autor peruano en esta materia, mejor incluso que de sus juicios musicales.
Vargas Llosa nunca pretendió ser otra cosa que un buen aficionado que, como persona de una insaciable curiosidad, siempre apegado al goce estético, solía acudir a conciertos y representaciones operísticas. Así ocurría durante sus últimos tiempos pasados en Madrid. Hasta que se separó de la pareja filipina, acudía prácticamente a todos los estrenos en el Teatro Real, donde además ocupó uno de esos cargos representativos que sirven para adornar los programas de mano.
Festival de Salzburgo
Cuando llegaba el verano, Vargas Llosa también era un asiduo visitante del Festival de Salzburgo, el más prestigioso de los certámenes musicales europeos, casi desde los tiempos de Max Reinhardt y Richard Strauss, sus fundadores. De ese modo, dejó algún escrito, a modo de ensayo breve sobre alguno de los espectáculos presenciados en el gran Festpielhaus.
Aquel que pareció tocarle de un modo especial quizá se correspondiese con el estreno de la producción de La Traviata de Verdi, a cargo del director Willy Decker, la misma que ahora, dos décadas más tarde, recalará en Madrid, a partir de la próxima semana, para clausurar la presente temporada del Real.
Si nos atenemos a lo que escribió entonces, más que el propio montaje, lo que le emocionó fue el debut en el rol de Violetta Valéry, la protagonista de esta ópera, de la soprano Anna Netrebko. Y no es que el resto del elenco le dejara indiferente (tuvo algunas buenas palabras para la actuación del tenor mexicano, Rolando Villazón, cuando aún se dedicaba a cantar), pero en el escritor, la artista rusa, ese día veraniego, debió dejar una impresión de esas que no se olvidan fácilmente, como ocurre con las interpretaciones de este compositor auténticamente trascendentes.
Edición «Deluxe Edition 2005» de la ópera «La Traviata» de Verdi, interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena
En Camelias fragantes, Vargas Llosa, luego de afirmar que la Netrebko, en su encarnación de la célebre cortesana parisina (que en verdad existió, Alphonsine Plessis, se llamaba, y fue amante del escritor de Alejandro dumas, hijo) «es una deslumbrante soprano y una actriz sin igual», remata asegurando que insufla «a su personaje calor y verdad gracias a la desenvoltura y los matices de ternura, desgarro y sinceridad que lo impregna, viviéndolo y cantándolo con acentos y sutilezas que lo depuran de todo lo que en él es truco y lugar común».
Solo trece años antes, las lágrimas de sir Geog Solti se deslizaban por sus mejillas mientras dirigía unas funciones de este mismo título, en Covent Garden, con otra joven cantante descubierta para el mundo en esa ocasión, Angela Gheorghiu. Otro deslumbramiento, el inicio de una carrera relevante.
Desde el mismo título, La descarriada, queda claro quién es la auténtica protagonista de esta obra, que Verdi juzgaba como la mejor de su producción, hasta ese momento, si tenía que juzgar «como aficionado» (si lo hacía como «técnico», entonces la escogida era Rigoletto).
Conocedor de donde se situaban las posibilidades reales del éxito, el músico se afanó en buscar a la mejor soprano para la ocasión, sin fortuna. El teatro, La Fenice de Venecia (que desde entonces ha convertido a esta ópera en una suerte de marca de fábrica propia, gancho infalible para los turistas que visitan la ciudad), ya había contratado a otra artista.
Con Fanny Salvini Donatelli, Verdi sabía que la ópera no iba a ninguna parte. Como así ocurrió durante su estreno, el 6 de marzo de 1853. Ni escándalo ni ninguna de las tonterías que habitualmente se propagan acerca de las causas reales del fracaso de La Traviata, durante su primera representación.
La historia, basada en La dama de las camelias, efectivamente suponía un bien afilado dardo contra los vicios de la moral burguesa. Pero las autoridades teatrales ya habían tenido la prevención de que, en ese momento, la obra se escenificara durante los días de la corte de Luis XIV, con lo que la diatriba social quedaba rebajada, a cierta, tolerable distancia.
No, si la ópera no triunfó inmediatamente se debió, sobre todo, a un error en la elección del reparto. Aparte de que no satisfacía los requerimientos pretendidos por el compositor («una Violetta joven, elegante y que cante con pasión»), la Salvini Donatelli se parecía a una ballena en escena.
En el lacrimógeno cuarto acto, cuando Violetta se consume en su lecho víctima de la tisis, viéndola, el público veneciano, en lugar de sacar sus pañuelos, se echó a reír a carcajadas: quizá si hubiesen tenido a la Caballé, y sus filados prodigiosos, la cosa hubiese sido distinta, pero la soprano catalana aún no había nacido. A la protagonista de la histórica velada no la perdonaron. Su apariencia se daba de bruces con la verdad dramática (ya entonces, el físico, y más si la voz resultaba normalita, tenía algo que ver en la ópera).
Si aparece en escena una intérprete como la Netrebko que hace justamente veinte años llegó a deslumbrar a Vargas Llosa, el resto de sus compañeros de reparto ya pueden esforzarse todo lo que sepan, que todo el éxito va a ser exclusivamente para ella.
Durante el mismo estreno de La Traviata, y sin contar con una Violetta adecuada, el tenor, Graziani, y el barítono, Varesi (que había disfrutado de grandes reconocimientos en Macbeth y Rigoletto), mostraron su interesada hostilidad hacia unos roles que, en su opinión, no les hacían justicia como intérpretes: deseaban otra música para ellos (o simplemente más en el caso del tenor, donde pudiera lucirse como su compañera).
Cuando, en 1955, La Scala conoció uno de sus mayores triunfos de aquellos años, gracias a la legendaria Traviata con puesta en escena de Luchino Visconti, que encumbró definitivamente a Maria Callas, al día siguiente del estreno, el tenor, la estrella Giuseppe di Stefano, se marchó a la playa.
El hombre, un siciliano extrovertido y de ideas firmes, no quiso saber nada del resto de las funciones. Estaba dolido porque toda la atención se hubiese centrado en su compañera: ¿acaso no conocía la ópera, lo que ocurre cuando aparece la Violetta soñada?
Callas tuvo más suerte con el joven Alfredo Kraus, cuando cantó con él esta ópera en Lisboa, en 1958; pero claro, seguramente no haya habido otro Alfredo Germont como el que cantaba el canario, para el que nunca existió una frase superflua, un acento oneroso.
A propósito de la Callas, Vargas Llosa se hizo un lío en su comentario. En su hiperbólico elogio de la Netrebko, el autor de Conversación en la catedral llega a confundirse con un dato importante. Afirma que los viejos aficionados lugareños le han comentado que nadie cantó una Violetta así desde que allí mismo, en Salzburgo, lo hiciera Maria Callas con Herbert von Karajan.
Falso. Ni la soprano ni el célebre director austriaco colaboraron nunca en este título, y menos en ese festival. Quizá esos mismos expertos desconocieran que una tal Renata Scotto había interpretado esta ópera antes que la Netrebko, en otros escenarios, situándose un poco más cerca del mito que su colega rusa.
En cualquier caso, vuelva ahora La Traviata para común regocijo de la operofilia, una obra en la que, como señala Charles Osborne, se despliegan todos los talentos de Verdi: «su dominio técnico, su claridad, su humanidad, su penetración psicológica, su sentido teatral y su infalible buen gusto».
Razón de más para acercarse estos días hasta el Real y comprobar si la protagonista escogida aquí, Nadine Sierra, se reencuentra con esa misma gloria (bises incluidos) que ya alcanzó a principios de año, en Barcelona, en este agradecido rol. Seguro que Vargas Llosa tendría algo interesante que decir al respecto. Y si los precios llegan a desanimarles, no se preocupen, que esta vez alguna pantalla colocarán en el exterior para entretenerles.