Léon Krier
El Debate de las Ideas
¿Quién era Léon Krier?
Frente a esa modernidad mal entendida, pensaba que la tradición, y sobre todo el humanismo, es lo que, de verdad, nos hermana
Luxemburgo, en 1946, era una doble frontera. Léon Krier nació en la línea de confluencia de dos naciones enfrentadas, Francia y Alemania, pero también, en el umbral entre tradición y modernidad. El instante preciso en el que el clasicismo cayó en el lado equivocado de la historia, y la modernidad, -o por ser más precisos, el movimiento moderno, se convirtió en el estilo de las democracias, protagonizando la reconstrucción europea.
Nacer en una frontera imprime carácter, la curiosidad se despierta, la mirada se aguza y uno comienza pronto a cuestionar los límites. Confucio, decía que se debe criar a los hijos con un poco de hambre y un poco de frío. La frontera francoalemana en 1946 reunía ambas condiciones. Aquel lugar debió animar al joven Léon a no resignarse, rechazar la fatalidad de la historia y desconfiar de quienes apelan al signo de los tiempos. En definitiva, a huir de la convención y a formular las preguntas correctas: ¿por qué dos naciones vecinas y hermanas habían intentado aniquilarse a lo largo de 70 años, con regular cadencia: 1871, 1914, 1939?
Léon Krier debió pronto descubrir que la historia de Francia y Alemania, y en particular su arquitectura, es en buena medida un juego de espejos: el barroco de Salomon de Brosse contra el de Dietterlin, el neoclasicismo de Ledoux frente al de Schinkel, Versalles y Sanssouci… Y esta sensación de eco, resuena con especial claridad en el urbanismo de sus capitales: la Place des Victoires (1682) con su original trazado circular, inspiró la Rondell, hoy, de Mehringplatz (1734); la Place Vendôme y su perímetro de gema tallada, con sus ángulos en chaflán, sirvió de modelo a la Leipziger Platz (1738); las «Barrières» de Paris, ese catálogo de puertas-aduanas con las que Claude Nicolas Ledoux reinventó el lenguaje de la arquitectura clásica, fueron coetáneas de la Puerta de Brandemburgo, y ésta, a su vez, impresionó a Napoleón hasta el punto, de buscar emularla con el Arc de Triomphe.
Como buen luxemburgués, la cultura de Léon Krier fue la del acervo compartido entre Francia y Alemania, y eso le llevó a comprender que las fronteras europeas son un artificio. Pero no solo las fronteras en su sentido horizontal y geográfico, sino también en su dimensión vertical e histórica, en su dimensión genealógica. Y es precisamente ahí donde Léon Krier descubrió la gran frontera que habría de marcar a su generación, esa frontera invisible e infranqueable que se dio en llamar tabula rasa.
Cuando Léon Krier inicia la carrera de arquitectura a mediados de la década de los 60 en la Universidad de Stuttgart, la ruptura entre tradición y modernidad era una verdad incontestada e incontestable. De hecho, el principal atributo de la arquitectura moderna era oponerse a todo lo anterior con determinación. Una determinación cimentada en la fe ciega en el progreso industrial, aquello que Raymond Aron llamaba, la «ambición prometeica» de la modernidad. ¿Cómo alguien en su sano juicio podría pretender oponerse a semejante fuerza?
Léon Krier lo hizo. En 1968, abandonó sus estudios y se mudó a Gran Bretaña. Ironías de la vida, inició su camino hacia la heterodoxia en el mismo año en el que Aron publicaba una de sus grandes obras: Progreso y Desilusión, La dialéctica de la sociedad moderna.
En el Reino Unido Léon Krier recala en el estudio de James Stirling, el arquitecto británico más prestigioso del momento. Allí participó en el proyecto de Runcorn New Town, una ciudad a las afueras de Liverpool, que se inscribía dentro del New Towns Bill, un programa nacional de vivienda que impulsó la creación de 32 ciudades. Runcorn New Town se inició en 1967, tardó 10 años en completarse, y se degradó tan rápido que tuvo que ser demolido sólo 12 años después de su inauguración, en 1989.
En 1972, tras cuatro años ejerciendo, Léon Krier había visto suficiente. Renuncia a la práctica arquitectónica desencantado, y afirma «soy arquitecto porque no construyo». Comienza entonces a dar clases en la Architectural Association y el Royal College of Art. Allí, se adhiere a la larga tradición de polemistas británicos, ese club encabezado por Chesterton, Shaw, Morris y Ruskin. Sin embargo, sus textos más mordaces contra el movimiento moderno, sus críticas más lapidarias hacia la ciudad contemporánea no están escritas sino dibujadas. Con la clarividencia de un grabado de William Blake, muestra a sus contemporáneos lo que ellos no son capaces de ver. Cómo una arquitectura que pretendía ser neutra, igualitaria e industrial -lo cual todavía en los años 70 era un atributo positivo-, estaba derivando en una ciudad monótona, segregadora y postindustrial. O por emplear términos más prosaicos, las ciudades eran cada vez más feas, sencilla y llanamente feas.
En 1977 se muda a Estado Unidos, donde se convierte en profesor de la Universidad de Princeton, lugar en el que trabaja hasta 1982, cuando pasa a dar clase en la Universidad de Virginia hasta 1987. Sin embargo, Léon Krier viaja a menudo a Europa, lugar que centra buena parte de su trabajo.
Primeras ciudades utópicas
A finales de la década de los 70 surge un proyecto en el que Léon Krier se involucra de forma especial. La designación de Luxemburgo como sede de la tercera capital de la entonces Comunidad Europea, lleva a la planificación de un nuevo barrio institucional, sobre la meseta de Kirchberg. El plan urbanístico aprobado responde -cómo no- a los postulados de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna, los CIAM. Su decálogo de intervención puede ser resumido en tres sencillos pasos. Primero: dividir la ciudad en zonas homogéneas claramente diferenciadas, para garantizar que los espacios de trabajo, vida y ocio estén bien alejados. Segundo: trazar grandes infraestructuras viarias y bolsas de aparcamiento para relacionarlos, desdibujando cualquier atisbo de escala humana. Tercero: proyectar una azarosa sucesión de mastodónticos volúmenes inconexos, con sus fachadas seriadas en alienante repetición fordiana.
Frente a esta escenografía orwelliana, Léon Krier propone su proyecto para la expansión de Luxemburgo de 1978, un barrio vivo, donde los edificios representativos se mezclan con los residenciales, con calles y plazas que se pueden recorrer peatonalmente en 15 minutos, y con edificios en manzana cerrada, que apenas superan las cuatro plantas de altura, en consonancia con la arquitectura del lugar.
El final de los años 70 y el comienzo de la siguiente década es un periodo de actividad frenética para Léon. Se suceden los proyectos urbanos en Berlín Oeste (1978), Bremen (1980) y Estocolmo (1981). Ninguno de estos proyectos llegará a completarse, pero le permiten establecer una amplia red de contactos que comparten sus ideales. En esos años Léon Krier entabla amistad con Lucien Steil, quien promueve el urbanismo tradicional, como una forma de resistencia anti-industrial y con Philippe Rotthier que, desde su exilio en Ibiza, pergeña iniciativas de difusión de la arquitectura vernácula. Juntos defienden una arquitectura ligada al paisaje y adaptada al clima local, hecha con materiales naturales cercanos, técnicas tradicionales y formas sencillas. Los grandes conceptos que hoy marcan el desarrollo de nuestras ciudades -conceptos como sostenibilidad, ecología, actividad física, comercio de proximidad, diversidad o identidad urbana- fueron enunciados a comienzos de los años 80, por un grupo de heterodoxos liderados por Krier.
Seaside y el urbanismo americano
En Estado Unidos, Léon Krier conoce a Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk, dos jóvenes arquitectos con oficina en Miami que habían tenido cierto éxito desarrollando complejos de apartamentos de estilo moderno. Léon Krier les descubre la importancia de recuperar la escala humana, potenciar los recorridos peatonales y re-naturalizar la ciudad. También apuesta por recuperar la construcción con estructuras de madera tipo Balloon-frame, entendiendo la casa de madera como la raíz de arquitectura vernácula estadounidense. Léon Krier colabora con ellos en la conceptualización de su primer gran desarrollo urbano: Seaside (1980). Allí construye su propia casa, una acrópolis en miniatura de apenas tres plantas de altura, donde se suceden los espacios a caballo entre interior y exterior: verandas, porches y miradores. Es como si hubiera querido condensar toda la obra paisajística de Schinkel en el palacio de Charlottenhof, en una casa de 200 metros cuadrados. Y es esa mezcla de sencillez y ambición la que la convierte esa casa en un proyecto brillante.
Krier siempre criticó que los arquitectos-estrella de hoy en día elijan vivir en el centro histórico de las ciudades, mientras condenan a los demás a vivir en sus edificios, que por «coherencia» sólo pueden ser radicalmente contemporáneos. Algo así como el síndrome Peggy Guggenheim, pretender ser el gran valedor del arte contemporáneo desde un palacio en el Gran Canal de Venecia.
Léon Krier supo rodearse de buenos amigos, y aún de mejores adversarios. Así, se convirtió en la némesis del grupo de moda dentro del panorama arquitectónico de los años 80: los deconstructivistas. Un grupo liderado por Frank Gehry, Rem Koolhaas, Zaha Hadid y Peter Eisenmann. De hecho, este último le espetó en medio de un debate en 1983: «!Léon, venga ya! No puedes seguir construyendo así hoy en día», a lo que Léon le contestó «You can’t, but I can». Esa frase tiene algo de contrapunto posmoderno al «eppur si muove» de Galileo, porque no es un susurro mascullado en latín, sino una rítmica sucesión de monosílabos articulados con toda la teatralidad de la lengua inglesa: «Tú no puedes, porque eres víctima de tu propio dogmatismo; pero yo sí que puedo, porque soy libre». Estoy convencido de que Léon Krier debió sentir una enorme satisfacción al pronunciar esas palabras.
Pondburry y el new traditional urbanism
En 1989 -en el mismo año que Runcorn caía bajo la piqueta- al fin llegó su gran oportunidad. Carlos III de Inglaterra, por entonces Príncipe de Gales, impulsó la construcción de una pequeña ciudad experimental a las afueras de Dorchester. El príncipe es un firme defensor de la arquitectura y el urbanismo tradicionales, lo cual dejó plasmado en su libro, Una visión de Gran Bretaña: una mirada personal de la arquitectura. Por ese motivo elige a Léon Krier como arquitecto, para que desarrolle una pequeña comunidad donde poner en práctica todas sus teorías urbanísticas: baja densidad, zonas peatonales, amplios parques y una arquitectura que retoma las formas y técnicas constructivas de la tradición inglesa. Esta ciudad llamada Poundburry, ha ido construyéndose lentamente a lo largo de los últimos 30 años, hasta alcanzar una población de 6.000 habitantes, convirtiéndose en un referente del New Urbanism, la corriente arquitectónica que aboga por la recuperación de las formas y los valores de la ciudad tradicional.
A este proyecto urbano le seguirán otros en distintos países, como Estados Unidos, donde colabora con Duany-Plater-Zyberk en la construcción de Winsor (1989); Italia, donde construye Città Nuova de Alessandria (1995); Guatemala, donde construye Ciudad Cayalá (2003) a las afueras de la capital, o Méjico donde proyecta Herencia de Allende (2018).
La recuperación de la ciudad europea
Sin embargo, más allá de su actividad como urbanista, existe una faceta de su vida quizás menos conocida, pero que ha tenido una influencia duradera en las ciudades centroeuropeas: su defensa de la recuperación del patrimonio histórico perdido durante la Segunda Guerra Mundial.
Visto con perspectiva, el movimiento moderno, cayó como un segundo telón de acero sobre el corazón de las ciudades europeas, imponiendo con radicalidad su ideario, sobre un tejido urbano maltratado por los bombardeos. Hay un dicho en Roma, que evoca una realidad parecida: «lo que no destruyeron los bárbaros, lo destruyeron los Barberini». Es decir, la arquitectura antigua que sobrevivió a la guerra cayó por obra de nuevos arquitectos. Pero existe una diferencia fundamental entre la Roma de los Barberini, el Londres de Christopher Wren o el Paris de Haussmann; y la intervención del movimiento moderno en las ciudades históricas. Antes de 1945, las transformaciones urbanas solían imponer un nuevo estilo, pero existía una continuidad en la escala, en los materiales y a menudo en las propias formas. En cambio, tras la Segunda Guerra Mundial, la modernidad rompió ese frágil equilibrio, renunciando por norma general a la reconstrucción de monumentos y centros históricos.
Léon Krier decía que la arquitectura «debe superar el falso dictado del «espíritu del tiempo», y que los edificios deben trascender las particularidades del momento de su creación, para transmitir valores duraderos». En este sentido, pensaba que los valores más duraderos de una gran ciudad son los propios monumentos y paisajes urbanos que han cimentado su identidad, y que por ello, no sólo deben ser conservados sino también recuperados, allí donde sea posible.
A comienzos de la década de 1990, Krier participó en diferentes comités para la reconstrucción de algunas ciudades alemanas como Berlín, Fráncfort y Potsdam; pero el lugar donde su impulso fue más decisivo fue Dresde. Allí, él fue el único arquitecto dentro de la comisión que estuvo a favor de volver a levantar la Frauenkirche, una de las obras maestras del barroco alemán. Y es gracias a su impulso -y al tesón de la sociedad civil-, que hoy podemos contemplar su cúpula de 91 metros de altura, tal y como la pintó Bernardo Bellotto, el infatigable viajero del siglo XVIII, sobrino de Canaletto.
Léon Krier siempre se sintió fascinado por las ciudades históricas, y hacia finales de la década de los noventa, se mudó a Uzès, una pequeña ciudad del sur de Francia, situada entre Nimes y Aviñón, donde yo mismo pasé muchos veranos de mi infancia. Allí entabló amistad con Ariel Balmassière, el arquitecto que salvó de la ruina el casco histórico de la ciudad. Para Léon Krier, Uzès condensaba los valores de la ciudad ideal: una ciudad pequeña, fácil de recorrer, con plazas porticadas y una densa trama de edificios de piedra, que abarcan todos los estilos de la historia de Francia. Allí vivió años felices disfrutando del mercado provenzal de los sábados en la Place aux Herbes y recorriendo la campiña circundante, en un lugar del que decía nunca dejó de aprender.
Premio Driehaus
En el año 2003, el filántropo americano Richard H. Driehaus, creó un galardón destinado a reconocer la labor de arquitectos que se han distinguido en la defensa de los ideales del mundo clásico, y los valores de la arquitectura tradicional. Léon Krier fue el primer ganador del premio Driehaus, por su contribución decisiva en la creación y consolidación del New Urbanism.
Ese reconocimiento lo consagró como uno de los grandes urbanistas de nuestro tiempo y le permitió entrar en contacto con la larga lista de arquitectos que, tras él, fueron galardonados. Nombres como Robert A. M. Stern, David M. Schwarz, Sebastian Treese o Pier Carlo Bontempi.
En el año 2010, el premio Driehaus recayó por primera y única vez en un español, Rafael Manzano Martos. Un arquitecto con una personalidad excepcional en la que convergen un conocimiento enciclopédico de la tradición arquitectónica occidental, y de la cultura hispano-musulmana. Y fue esa excepcionalidad la que motivó a Richard H. Driehaus para crear un premio con su nombre, que reconocieran la defensa de los valores de la arquitectura tradicional en la península ibérica.
Krier enseguida entabló amistad con Manzano, formando parte del jurado de su premio, y brindando un apoyo entusiasta a las diferentes iniciativas emprendidas por la Fundación Culturas Constructivas. Esta fundación alberga la Red de Maestros de la Construcción Tradicional, que busca recuperar los oficios de la construcción tradicional, como una forma de patrimonio inmaterial, e impulsa un concurso de arquitectura para la puesta en valor de la arquitectura vernácula y del patrimonio rural español. Fue precisamente, en el marco de este concurso donde conocí a Léon Krier, hace ya 10 años. En él descubrí un gran conversador, una persona con una vitalidad y una vehemencia extraordinarias, pero sobre todo un enamorado de nuestro país, que había establecido su residencia en Palma de Mallorca. Allí falleció el pasado 17 de junio de 2025.
Léon Krier, Ayn Rand y 'El Manantial'
Tras este recorrido por su vida, me resulta más difícil si cabe definir a Léon Krier. ¿Acaso fue un arquitecto?, ¿un urbanista?, ¿un polemista?. ¿Fue un héroe de la tradición?, ¿un antihéroe de la modernidad?, ¿o un villano postmoderno? A menudo, estos últimos son sencillamente los mejores. Pero ¿quién fue Léon Krier?
Léon Krier fue un filósofo, y un hombre libre, dos conceptos que no siempre van de la mano. Además, ejerció un tipo de filosofía muy particular, una de las más caras que existen, -con permiso de la macroeconomía- y que, como ésta, se escribe con el dinero de los demás. Y es esa peculiar condición, la que más aleja la arquitectura de la libertad, por mucho que tengamos marcado a fuego el tópico del genio creador, libre y original.
Pero, aunque todo arquitecto tiene algo de filósofo, creo que Léon Krier fue un filósofo con mayúsculas. Verán, nunca lo hablé con él, pero siento que toda su vida sirvió para poner en práctica y refutar, uno de los libros más míticos de la arquitectura. Se llama El Manantial, y es una novela que han leído prácticamente todos los estudiantes de arquitectura, desde su aparición en 1958. Seguro que su argumento les suena…
Un estudiante inconformista, decide abandonar la carrera de arquitectura, comienza a trabajar en el estudio con más éxito de su tiempo, pero renuncia desencantado, porque está convencido de que lo que se construye perpetúa una visión del mundo equivocada, rígida, codificada y claustrofóbica. Harto de luchar, decide no construir, pero va entablando una red de amigos que le dan pequeños trabajos, donde empieza a poner en práctica una visión de la arquitectura totalmente adelantada a su tiempo -una arquitectura sostenible, adecuada al clima y construida con materiales naturales-.
Hasta que un día, un gran promotor, cautivado, decide confiarle un trabajo importante. Es entonces cuando las críticas se vuelven más afiladas, los medios lo atacan y lo ridiculizan… pero él se mantiene fiel a sus ideales. Lucha, gana, y al final del libro consigue a la chica -que aquí, podemos llamar Irene- y los dos, forman una pareja magnética, porque son profundamente libres.
Solo hay un pequeño detalle, que aquí ha podido pasar inadvertido, Howard Roark -que así se llama el protagonista de la novela- lucha a lo largo de quinientas páginas contra la arquitectura tradicional, para imponer una nueva arquitectura: la arquitectura moderna. Léon Krier realiza el camino inverso. Pero resulta curioso cómo todos los alegatos en contra de la tradición que pueblan la novela, pueden hoy ser leídos al contrario y no perder un ápice de su vigencia: una arquitectura que repite formas por mera moda sin comprender su origen, que se ha vuelto presa de la monumentalidad ignorando la escala humana, que impone las mismas soluciones sin importar el clima…
Como Roark, Léon Krier fue alguien poco convencional y libre-profundamente libre-, con esa concepción radical de la libertad que tenía la autora de El Manantial, Ayn Rand. Pero lo que lo vuelve alguien extraordinario, es su capacidad para demostrar por la vía de los hechos, que de algún modo, Ayn Rand, era víctima del gran mito de su tiempo, aquel que la había expulsado de su Rusia natal: el mito de la revolución.
Cuando Léon Krier inició su carrera, existía una opinión unánime de que la arquitectura moderna era la culminación y la superación de todo lo anterior, y que las ciudades debían relegar el pasado para abrazar el progreso. Esa era la opinión de todos los críticos de arquitectura - Zevi, Benévolo, Frampton-, era la opinión de grandes historiadores -Gideon, Toynbee- y por supuesto de importantes filósofos -como la propia Ayn Rand-.
Frente a todos ellos, Léon Krier defendía que el sueño de la razón provoca monstruos y por ello creía que las ciudades no deberían ser reformuladas en una revolución permanente al albur de la originalidad. Frente a esa modernidad mal entendida, pensaba que la tradición, y sobre todo el humanismo, es lo que, de verdad, nos hermana. Eso es lo que convierte la ciudad en un espacio compartido entre individuos y generaciones. Y eso es el urbanismo.
Abelardo Linares del Castillo Valero, del estudio Jiménez & Linares