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Gilbert Keith Chesterton, su obra Ortodoxia (1908)

Gilbert Keith Chesterton, su obra Ortodoxia (1908)

El Debate de las Ideas

San John Henry Newman: doctores tiene la Iglesia

San John Henry Newman había tenido el inmenso privilegio de disfrutar del arte y la cultura del Romanticismo británico magistralmente representado por poetas como Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth

Para hablar de San John Henry Newman, hemos de contemplar su vida y obra desde una doble vertiente. Así, comprenderemos mejor su decisivo y definitivo paso al frente para abrazar la fe católica en 1845.

Por un lado, es innegable la influencia que tuvo entre sus contemporáneos del siglo XIX y, por otra parte, la que tendría con posterioridad a su muerte; es decir, ya en los siglos XX y XXI casualmente refrendada no hace mucho tiempo con su canonización en 2019 por el Papa Francisco y, lo más reciente, el anuncio de nombramiento como «Doctor» de la Iglesia Universal el pasado 31 de julio por parte de León XIV.

Casualmente, si el Papa León XIII había sido el encargado de nombrar cardenal a Newman sin haber llegado al obispado allá por 1879, el actual Sumo Pontífice —con el mismo nombre— da continuidad y mayor protagonismo al santo británico en función de su importancia e influencia en vida como ya ha ocurrido en 37 ocasiones precedentes desde, por ejemplo, los nombramientos de algunos de los Padres de la Iglesia como San Ambrosio de Milán, San Gregorio Magno o San Agustín de Hipona en 1298.

El siglo XIX había contemplado el auge del Imperio Británico, de su expansión y asentamiento colonial, y, de igual forma, un creciente aumento de muestras de escepticismo en una población que se atrevió a apartar la religión a pesar de que, en sus últimas décadas, surgiera un auténtico renacer de la ortodoxia religiosa por parte del propio Newman, nacido en 1801, y otros autores que, en proceso de conversión o como anticipo de la misma, seguirían la estela del líder del Movimiento de Oxford. No cabe duda de que Gilbert Keith Chesterton, su obra Ortodoxia (1908) y la exhibición de su apologética cristiana dieron fe de ello en los primeros coletazos del siglo XX años antes del estallido de la Gran Guerra.

San John Henry Newman había tenido el inmenso privilegio de disfrutar del arte y la cultura del Romanticismo británico magistralmente representado por poetas como Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth. Ambos, a través de la estética y la belleza, emprenderían el camino hacia la fe y la razón, la verdad de Cristo y su obra en etapas finales de vidas alejadas de, incluso, un radicalismo inicial. A esta etapa le seguirían otras como el Neomedievalismo o la corriente anteriormente citada en torno a la ciudad universitaria de Oxford.

Así, la notoriedad del principal instigador —Newman— a la hora de gestar e impulsar su propósito supondría el hallazgo de luces entre la infinidad de penumbras otorgadas por la oscuridad espiritual de aquellos tiempos. Sin duda, hoy no andamos muy alejados de un panorama similar a lo largo del orbe. Desgraciadamente, la historia parece repetirse y buscar su reflejo en males pretéritos.

Además, verdad y vida iban a convertirse en elementos esenciales de un movimiento, el de Oxford mencionado, que buscaba reminiscencias en sus orígenes pre-reformistas para «resetear» la Iglesia Anglicana en pos de una defensa a ultranza del anglo-catolicismo. De esta manera, tanto la doctrina católica como la práctica litúrgica comenzarían a tomar forma en las intenciones de profundos y elocuentes discursos por parte de la cabeza visible de un Newman que no escondía sus propósitos.

La sapiencia, erudición y retórica de Newman no pasaron desapercibidas ni fueron flor de un día o de una simple meditación en los círculos religiosos de la nación. De hecho, sermones como Waiting for Christ y The Tears of Christ se anticiparían a su conversión dejando a las claras la profundidad católica en escritos de nuestro protagonista en los que el entendimiento, concepción o comprensión del catolicismo se adhieren a un nuevo pensamiento que, filosófica y teológicamente hablando, culminaría con su conversión católica en 1845, no sin provocar una serie de daños colaterales en los cimientos de la Iglesia Anglicana.

Lógicamente, la cultura y sociedad de aquella Inglaterra victoriana iba a entrar en un inesperado estado de shock teniendo en cuenta la preponderancia de Newman a nivel nacional desde años atrás. Para muchos resultaba inconcebible que uno de los pilares fundamentales del anglicanismo retornase a los orígenes; además, a una religión que había sido rechazada y estigmatizada durante siglos con enorme y generalizado desprecio desde las clases altas británicas.

Tal vez, la actitud y proceder de aquel valiente Newman había provocado un irreparable año a la inteligencia y orgullo de sus paisanos por el mero hecho del retorno al catolicismo, considerado portador de «lacras» como la ignorancia, la superstición e, incluso, la chabacanería.

Y es a partir de este momento cuando surge esa reacción contracultural en un Renacimiento Católico que, por otro lado, iba a contar con la presencia en masa de la inmigración irlandesa como consecuencia del hambre y la miseria provocada por la hambruna de la patata. La vía de escape hacia el vecino oriental parecía la más sencilla —y económica— para esa diáspora de más de 8 millones de irlandeses que, por origen y religión, también tendrían que soportar episodios de racismo y discriminación.

El ingreso de Newman en la Iglesia de Roma en la flor de su vida el 9 de octubre de 1845 —a sus 44 años— le permitiría vivir como un miembro de «el verdadero rebaño del Redentor» hasta los 89 años ya cumplidos antes de su fallecimiento el 11 de agosto de 1890. De ahí, su inminente festividad en los santorales católico, anglicano y, con diferente fecha —el 21 de enero—, episcopal. Ese tiempo fue más que suficiente para, como reza su lema cardenalicio (cor ad cor loquitur), ser sincero y dirigirse o hablar a otros corazones con el bien, con su paz, predicando la verdad en su propio lugar cumpliendo los mandamientos y confiando en Dios y en su palabra. Y, sobre todo, renegar, denunciar y huir de la presencia de cualquier tipo de liberalismo en la religión, como recogía su discurso del 12 de mayo de 1879 al ser nombrado cardenal:

«El cristianismo ha estado demasiadas veces en lo que parecía un peligro mortal para que ahora temamos por él cualquier nueva prueba. Hasta aquí, cierto; por otro lado, lo que es incierto, y en estas grandes contiendas suele ser incierto, y lo que suele ser una gran sorpresa cuando se presencia, es el modo particular por el cual, al final, la Providencia rescata y salva Su heredad elegida. A veces nuestro enemigo se convierte en amigo; a veces es despojado de esa virulencia especial del mal que era tan amenazante; a veces se desmorona por sí mismo; a veces hace justo lo que es beneficioso, y luego es eliminado. Comúnmente, la Iglesia no tiene más que hacer que seguir cumpliendo sus propias tareas, con confianza y paz; permanecer quieta y ver la salvación de Dios.»

En la profundidad de ese mensaje, de una prosa sobresaliente según la crítica literaria inglesa o, incluso, autores como James Joyce, y una concepción aristotélica en la búsqueda de la virtud, el santo británico seguirá proyectando su luz —ahora como Doctor— sobre la tradición viva que nos lleva a la vida fiel, sencilla y racional de la Iglesia para convencernos de las verdades de la metafísica y nuestra fe católica.

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