El día que el gran Tkachenko le prestó su camiseta a Lavrov
El canciller ruso evocó en Alaska la nostalgia de viejos sueños imperialistas, mientras un bot asiste en sus planes suicidas a una joven norteamericana, en Inglaterra ponen un anuncio para alertar sobre el maltrato en las óperas de Mozart y las nuevas celestinas buscan prototipos de Barbie y Ken para emparejarlos
Equipo de baloncesto de la Unión Soviética
Quién no recuerda a Valodia Tkachenko, aquel desgarbado gigantón ruso, de imponente mostacho y andares cansinos, que solía alzarse ante los sueños de gloria de los equipos de baloncesto españoles, incluido el nacional, con sus 2,21 de estatura, hasta terminar decantando las victorias en la cancha, casi siempre, del lado soviético.
Fue un ídolo precario, cuya generosa humanidad apenas lograban contener aquellas ceñidas camisetas con el reconocible logo soviético: CCCP. Finalizada su breve carrera de hazañas deportivas, tuvo que trabajar en una agencia de taxis de Moscú, asignando rutas al Travis Bickle de turno. Y aunque antes hubiera logrado tratar con la épica, por el camino se dejó las rodillas: no había descanso posible cuando se trataba de establecer la superioridad moral de una nación.
Vladimir Tkachenko
Nacido en Sochi, paraíso del ocio particular de Stalin, abandonó el balneario para jugar en uno de los equipos punteros de la URSS, el Stroitel de Kiev, de donde era su familia. En Ucrania, entre los suyos, conoció la efímera felicidad hasta que su enorme talento alertó a las autoridades, que decretaron el traslado a Moscú, en contra de sus deseos, para que se luciera mejor en el gran rival capitalino, el TSKA.
Algunos años más tarde, cuando en el 2000 vino a dirigir unas funciones de Guerra y Paz, en Madrid, tuve la ocasión de conocer brevemente, y de charlar, con Valery Gergiev, el responsable artístico del gran teatro Mariinsky de San Petersburgo. Hablamos de política. Ya andaba fascinando por la llegada al poder de Vladimir Putin.
En poco tiempo, el nuevo líder había dado muestras de su capacidad resolutiva aplastando a los rebeldes chechenos. Gergiev presentía que aquel nuevo hombre fuerte podía devolverle a Rusia su orgullo perdido, lo que se traduciría en el escasamente velado deseo de que algunas de las repúblicas independizadas regresaran al seno materno.
¿Por la fuerza de las armas? Gergiev no llegó a concretarlo, pero no se ahorró críticas hacia la «debilidad» de Gorbachov y sus intolerables «concesiones».
En las élites de ese gran país siempre ha pesado el pensamiento de aquellos que, como Akasákov, creían que «el pueblo ruso no es solo un pueblo, es una humanidad». Y como tal, merece ocupar un lugar (incluso físico) aún más prominente en la tierra, el de un imperio con vocación de salvar a Occidente: en el pasado de su racionalismo, hoy, de la decadencia que pregona una cultura que ya ni siquiera es capaz de discernir entre hombres y mujeres: la semántica se impone a la biología.
Lavrov haciendo declaraciones en la televisión rusa con el jersey con las siglas «CCCP»
Por eso, ver ahora al canciller Sergéi Lavrov, siempre despojado de máscaras, antítesis de la taimada diplomacia florentina, llegar a Alaska con los michelines enfundados en un remedo de la antigua camiseta que tantas veces portó Tkachenko en sus días de sometimiento a las órdenes de los jerarcas soviéticos, representa el esclarecedor testimonio de un programa nada oculto: el anhelado retorno a esa grandiosidad, real o soñada, que Dostoievski esbozó como nadie: «No, no juzguen a nuestro pueblo por lo que es, sino por lo que querría ser».
Si tu hija se despide, la culpa es del bot
Hace un par de semana comenté, a propósito de la silenciosa, nihilista epidemia de suicidios a la que estamos asistiendo, la reciente publicación de un libro del escritor Marc Caellas, donde reúne algunas de las más ingeniosas, desesperadas y literarias notas con las que varias ilustres personalidades: actores, cantantes y poetas, entre otros, decidieron despedirse de este valle de lágrimas.
Pero como hoy la profecía de don Hilarión se ha cumplido más allá de sus propias expectativas, y resulta evidente que «las ciencias adelantan que es una barbaridad», al autor se le ha escapado una nueva modalidad, que debería contemplar ya en una próxima reedición: la carta luctuosa encargada a ChatGPT.
Ya ha sucedido en EE. UU. Los progenitores de Sophie Rottenberg, pero sobre todo la madre, Laura Reiley, periodista y escritora finalista del Premio Pulitzer, tuvieron la sospecha de que algo en la redacción de aquellas últimas palabras de su adorada hija de 29 años mostraba un estilo algo impersonal e impostado, artificioso, frío y funcionarial.
Tirando del hilo, Reiley descubrió que, efectivamente, el chat bot con el que su niña había mantenido una fluida relación de amistad durante sus últimos meses de vida, y al que esta le había confiado su firme propósito de retirarse del mundo cuanto antes, pudo intervenir además en aquella misiva, por propio requerimiento de la chica.
La madre, seguramente destrozada ante la perspectiva de que Sophie hubiese elegido a un consejero virtual, en lugar de su propia familia, o la terapista a la que frecuentaba por su depresión, para conversar frecuentemente sobre sus tendencias suicidas, ha iniciado una campaña para poner límites a este tipo de intercambios virtuales, lamentablemente más reales que otros.
Pero, aun reconociendo el infinito dolor de la madre, si entre la psicóloga y su discreto compañero de confidencias, el complaciente bot llamado Harry, que intentó disuadirla en varias ocasiones, Sophie prefirió al consejero cibernético hasta para comunicar los desconocidos motivos de su partida, ¿qué responsabilidad podría albergar la nueva tecnología en este tipo de trágicos desenlaces?
En cualquier caso, el debate que se ha abierto ahora, a raíz de este en particular, resulta tan apasionante como aterrador.
Mozart para bobos, según el anuncio
Desde luego, algo de razón tienen los rusos (y varios de sus aliados) cuando asisten entre perplejos y alborozados al lento pero progresivo declive de la llamada civilización occidental.
Véase otro ejemplo más de hasta donde cala la estupidez por los pagos europeos, estos días. Los británicos, otrora fuente inagotable de esclarecidos pensadores (de Locke a Scrouton), no dejan de abonar el terreno para que aquel excéntrico beodo, pero efectivo propagandista del Brexit, Nigel Farage, recale en Downing Street más pronto que tarde.
En Glyndebourne, a las afueras de Londres, se celebra desde hace casi 80 años un festival lírico que, impulsado por una misma familia, los Christie, en su propio hogar campestre, sirvió en sus inicios para que el público reconociera la grandeza inmarcesible de Mozart, gracias a las cuidadas puestas en escena que de sus óperas se ofrecían allí mismo, a raíz de su fundación.
Escena de 'Las bodas de Fígaro' en la Royal Opera House
El idilio mozartiano ha perdurado allí hasta el presente, pero ahora contaminado por el wokismo. Hoy se vuelve a representar, en el feudo amable de Glyndebourne, Las bodas de Figaro, para la que Mozart se basó en algunas de las avanzadas ideas que, al autor del original, Beaumarchais, uno de los inspiradores de la Revolución Francesa, le costaron varios días de cárcel en tiempos de Luis XVI.
La escandalera se produjo porque el escritor denunciaba los privilegios de la nobleza, con tono burlón, pero inequívocamente realista. Mozart, siempre atento a la taquilla, recogió el guante, y sirvió una comedia musical en la que el astuto Figaro, un criado, se enfrenta a su señor, el conde Almaviva, encaprichado de su joven novia, con la que el aristócrata desea consumar a toda costa.
La osadía del sirviente, pero sobre todo la fina inteligencia hermanada de las féminas protagonistas, logran desenmascarar finalmente al aristócrata, que se queda con las ganas.
Pues ahora, más de dos siglos después de su estreno, alguien ha debido considerar que la trama contiene elementos perniciosos, capaces de debilitar aún más los espíritus sensibles. Por eso se han tomado la precaución de incluir en el programa de mano de las actuales representaciones la siguiente, real advertencia:
«La historia de ‘Las Bodas de Figaro’ se desarrolla sobre los desbalances de poder entre amos y sirvientes, y hombres y mujeres. En algunos puntos, personajes de estatus inferiores son objeto de avances sexuales y un comportamiento físicamente agresivo».
Desde luego, si ese tipo de mensajes resultan imprescindibles para prevenirnos acerca de una ópera del siglo XVIII, en caso de que los tanques de Putin decidiesen continuar su camino, será difícil que encontraran aquí alguna oposición: mucho antes, los ofendidos por las agresivas acciones del presidente ruso seguramente ya habrían enfilado rumbo a Costa Rica, Paraguay, Honduras o Panamá.
El negocio de buscar pareja como robots
No sé si seguirán con ello, es lo que tiene leer la prensa en la pantalla en lugar de hacerlo, como antaño, tras desplegar aquellas sábanas con la tinta aún caliente, aunque más propicias en ocasiones que las del propio dormitorio. Antes, durante el fin de semana, el New York Times tenía una sección que era de las mejores, más entretenidas, de ese otrora gran diario.
Se trataba de una suerte de ecos de sociedad en los que se informaba, a través de fotos y textos breves, pero siempre puntillosos en el detalle, de los amenos enlaces, o proyectos de tales, entre la aristocracia de Manhattan y alrededores (Greenwich no podía faltar).
Allí podías enterarte de que James Althorp-Siemens III había decidido unir su destino, más inmediato, al de Cynthia Harewood, en una próxima ceremonia que se celebraría en San Patricio, antes de poner inmediato rumbo a otro santo, Barth.
Además, se ofrecían algunos datos precisos sobre los orígenes de la pareja y familia más próxima. Por ejemplo, que James era hijo del notable filántropo del Met Orathius Althorp-Siemens jr., que debía su fortuna no a estar emparentado con los potentados alemanes, sino a sus propias habilidades financieras como miembro fundador de una consolidada firma de valores de Wall Street.
Su hijo, tras obtener una licenciatura en Harvard, seguiría los pasos en el negocio familiar, se afirmaba. Mientras que su prometida, Cyinthia, después de estudiar piano en Juilliard, ocuparía un puesto en la junta de benefactores del Carnegie Hall, a la que también pertenecía, desde los 90, su augusta progenitora, la elegante dama Leonor Harrington de Funnes.
Las imágenes que acompañaban a los textos solían sumar clase, y más envidia, al ofrecer la imagen idílica de una inatacable felicidad basada en la mutua, libre elección de dos personas predestinadas, «del mismo círculo», a las que la vida solo podía reservarles una sucesión de instantes venturosos, quizá no una luna de miel perpetua como la de Íñigo y Tamara, al no tratarse de gente ostentosa ni tener que vivir del cuento, pero sí una existencia despojada de incordios y sobresaltos, más allá de los que pudiera situarles en el camino algún imprevisible revés de la salud.
Pues bien, en su afán de destruir cualquier atisbo efímero de dicha, la reciente «comedia romántica del verano», Materialistas, nos viene a desvelar que, en realidad, la mayoría de estos enlaces surgirían hoy fruto del cálculo, nada que ver con la espontánea punzada de Cupido.
En el filme, una moderna celestina prepara las uniones por catálogo, como si comprasen en la web de Zara, en función de los intereses de cada miembro de la pareja: ellas los pretenden altos, guapos y, sobre todo, forrados.
A ellos, que tampoco desprecian una buena posición, les mueven más las medidas de pecho y cadera, tanto como la edad, casi siempre menos de treinta en la mayoría de los casos, para que el atractivo perdure al menos un tiempo. Pues vaya, qué chasco.