La fea burguesía, de Miguel Espinosa
El Debate de las ideas
Manuel García-Pelayo y nosotros
En el otoño de 1990 se publica la novela póstuma La fea burguesía, de Miguel Espinosa, «escritor de culto» –supongamos que en el último medio siglo eso significa literariamente algo distinto a «escritor prestigiado por la izquierda política»–. En Espinosa, alguna vez, como puede verse en su ambicioso ensayo Las grandes etapas de la historia americana (Revista de Occidente 1956), despunta un escritor político provincial y sutil, dotado para la escritura, una combinación fecunda que, bien mirado, no es rara entre las minervas políticas.
Tardé en hacerme con aquella novela postrimera lo que dista la biblioteca complutense del Noviciado del mostrador de novedades de la librería Fuentetaja, rayada hace años de la calle San Bernardo porque el edificio que la albergaba, en metafórica sintonía con los acontecimientos de 1989, amenazaba ruina. Empecé a leerla sobre la marcha y el primer capítulo me deslumbra, aunque vi enseguida que estaba como a medio hacer y más bien embastada por el editor. Hablaba entrelíneas Espinosa de uno de los maestros de la Atenas del Segura. Qué borde me parecía la forma de contar esa historia, cuánta mala intención; nunca me ha interesado, sin embargo, ni entonces ni ahora, la literatura de los buenos sentimientos. Cuando descifré el nombre fingido del protagonista, «Castillejo», unos años más tarde y ya conociendo el campo de minas contrapersonal que es todo departamento universitario y, a fortiori, los de Derecho Constitucional, el esperpéntico retrato del iuspublicista ofendido, un hombre bueno y una inteligencia fina, me pareció, más que una infamia, una atrocidad.
Aquella mañana de octubre o noviembre desfilan para mí en ese libro nada menos que Carl Schmitt, su discípulo «F. J. Conde» y el alumno de éste en la Universidad Central, «Castillejo», joven catedrático de Derecho Político en Murcia, una ciudad de rosarios de la aurora, vendedores de iguales y tardes caliginosas que Tierno Galván desprecia, por beata, y para la que reserva en sus Cabos sueltos (Bruguera 1981) la ocurrencia, muy bien traída a la vista del imafronte de su catedral, de «león barroco». Me divertía la mentira literaria que asperjaba azufre schmittiano sobre dos personajes que yo creía inventados, aunque daba por seguro que serían representativos. Entonces yo no sabía exactamente de qué, al margen de la diabolización, por franquistas, de las dos promociones mayores de juristas de Estado españoles de la posguerra.
En el prólogo de algunas de las traducciones de su Introducción al cristianismo (1968), Joseph Ratzinger ha contado con una modestia conmovedora el origen del «primer impulso» para la redacción de uno de sus grandes libros, acaso su ópera magna para el entendimiento de un novel en teología como yo. «Como joven profesor en la Universidad de Múnich trabé conversación, sentado a la mesa, con un estudiante persa de medicina; para él se trataba del primer encuentro con un representante de la Facultad de Teología. [...] Quería saber en qué consistía la fe cristiana. [...] Ante esa pregunta, percibí de repente toda la pobreza de nuestra teología occidental [...] en relación con las preguntas de las culturas no cristianas». Omitida la sideral distancia que media entre este sencillo pasaje que reproduzco del tomo cuarto de la edición española de sus Obras completas (BAC 2018) y mi experiencia de universitario en agraz, ese «estudiante persa» bien pudiera ser un universal de la incitación intelectual: el paradójico accidente trascendental que hace carburar las molleras.
Mi estudiante persa solo podía ser un maestro. Una mañana del curso 1989-1990, avanzado ya el mes de abril, me citaba con don Dalmacio Negro en la cafetería de Políticas. Yo acudía a su seminario privado del CEU en la calle Julián Romea desde el otoño de 1988, después de cursar con él Historia de las Ideas y de las Formas Políticas en el curso 1987-1988, pero como el maestro es un segundo padre, nos veíamos o nos hablábamos por teléfono con relativa frecuencia, también en la facultad. Yo solía escuchar, para tomar nota después y poner esclusas al olvido –así ha sido durante más de treinta años–, pero ese día le hablé del literato murciano, de su «Carl Schmitt» infamado y del discípulo fabuloso de este: «F. J. Conde». Don Dalmacio contuvo su perplejidad –ahora caigo en el parecido extraordinario de su gestualidad con la de Toshirō Mifune en algunas escenas de Yojimbo (1961)–, levantó hombros y antebrazos como solía y me despabiló con la noticia, para mí extraordinaria, de que el personaje era también persona y profesor suyo de Derecho Político: «A Javier Conde y a su libro Teoría y sistema de las formas políticas (IEP 1944) debo mi vocación, pues despertó mi interés por el pensamiento político». Me hablaba con admiración de su genio y su estilo literario, narrándome algunos de sus lances. Un año tras otro, después de la derrota política de su romanticismo antirromántico falangista y hasta 1956, el año de su extrañamiento diplomático en Asia, Conde subía a la tarima y se enfrentaba, impertérrito, a la violencia verbal de un puñado de pijos rebeldes –la violencia de los sobrealimentados, Julien Freund dixit–, hijos de la crema franquista y antifranquistas futurizos. El espectáculo, recurrente las primeras semanas de octubre, concitaba el interés de los alumnos de los cursos superiores, admirados por el silencio alciónico del profesor que, generalmente al cabo de dos o tres clases, cerniéndose sobre el desorden, dominaba autoritariamente (por su auctoritas) a los alborotadores.
Ese mismo día o al siguiente ya tengo en mis manos los dos tomos de los Escritos y fragmentos políticos, unas obras selectas antologadas por el propio Conde y publicadas en el Instituto de Estudios Políticos antes de que su nombre fuera sometido al trueque y a la «democrática» alteración de las nomenclaturas (damnatio memoriae). A la dirigencia socialista de la época, que entonces no necesitaba disimular pues se sentía justificada sola fide, se le ocurrió disponer que una cuadrilla de funcionarios públicos colocara miles de banderillas (DRAE, 4ª acepción) sobre el viejo nombre del instituto impreso en los restos de edición de casi cuarenta años. Poco después, tal vez para evitar el escándalo y no dejar huella de la bellaquería, algunos de esos libros que ya no pasan el filtro se envían a la máquina despulpadora.
Francisco Javier Conde, cuyo nombre, como después comprobé, aparecía registrado en las bibliografías pelágicas que don Dalmacio endosaba en sus programas, junto a los de Luis Díez del Corral, Jesús Fueyo o José Antonio Maravall, tiene sobre mí el efecto de un aldabonazo intelectual. Me como sus libros, con los que me pongo a régimen, pero su obra interpela también mi conciencia de español. Decía Gonzalo Fernández de la Mora en sus memorias, Río arriba (Planeta 1995), que «la inteligencia española, como con tantos compatriotas eminentes, no ha sido justa con Javier Conde, uno de los más finos ingenios de su tiempo. [...] Aún no se ha escrito la monografía que merece, cuando abundan las consagradas a mediocridades intelectualmente insignificantes, pero jaleadas por algún clan partidista».
Conde me desvela un continente: el de la primera generación de juristas de izquierda bien formados en la universidad española. Por virtud, pero también por necesidad, el autor de Introducción al derecho político actual (Escorial 1942) se hace capitán de una escuela, la del derecho político español; se convertirá además en epónimo de la generación de los «juristas del 27». Pesa sobre su juventud el Finis Hispaniae de Cavite y Santiago, pero también el de 1917 (año horrible de aquel «Bajo el arco en ruina», de José Ortega y Gasset) y 1931 (el año del pronunciamiento del 14 de abril y la ruptura de lo poco que queda ya de la legalidad constitucional de 1876). Su atmósfera es la del regeneracionismo costista y la de la llamada «generación competente» de 1914. Deben afrontar, en palabras que Luis Olariaga esculpe en El Sol (25 de junio de 1925), «una sublime empresa: entrar en cintura a España». Vienen unos del krausismo y otros, los menos, del catolicismo social, mentalidades en último análisis congeniales por sus hechuras organicistas. Frecuentan todos las mismas revistas y los mismos maestros; leen a Carl Schmitt y Hermann Heller, en traducciones o directamente; obtienen los estipendios de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas que les permiten estudiar en Europa –uno de nuestros tónicos contradecadentistas–, pero sobre todo en Alemania, tajo del orteguiano «fermento rubio». Francisco Ayala, Francisco Javier Conde, Nicolás Ramiro Rico y Manuel García-Pelayo son, más que otros coetáneos suyos, palmeras celtibéricas que anhelan ser abetos.
El atronador silencio de las universidades públicas sobre esta generación española extraordinaria, la más compacta y original desde el Siglo de Oro, y la omertà de sus caciques, generalmente discípulos aprovechados que pusieron en olvido al maestro, constituyen un escándalo. Según la base de datos Teseo, entre 1978 y 2024 se han colacionado en España unos 310 000 doctorados. Pero ni una tesis sobre José Antonio Maravall. Ni una sobre Jesús Fueyo. Ni una sobre Rodrigo Fernández-Carvajal. Increíblemente, ni una sobre Nicolás Pérez Serrano, en boca, sin embargo, de todo constitucionalista patentado. Ni una tampoco sobre Francisco Ayala jurista, el traductor arrepentido de Carl Schmitt. Hasta hace pocos meses, una solo sobre Manuel García-Pelayo. Ocuparse de ellos, según los anglosajonizados «estándares de excelencia científica», es un suicidio académico. Imposible recibir de la putrefacta ANECA un humilde marchamo que permita el acceso de investigadores serios a las convocatorias públicas I+D+i, tonel de las Danaides del que, sin embargo, pilla cacho cualquier locura sin fundamento. Como el ridículo derecho constitucional con perspectiva de género, basta doctrina de la que dentro de unos años renunciarán sus teóricos y teóricas hodiernos, extirpándola de las breves historias de su labor científica.
Apenas hay un par de libros rigurosos que traten con justeza el pensamiento político español del tercio medio del siglo XX. La gran mayoría son libros irrelevantes, escritos por profesores y para profesores y financiados por la sectaria política cultural del Estado. Hay uno de esos muestrarios muy salado: Pensamiento político en la España contemporánea (Trotta 2013), que da noticia en sus páginas de un pensamiento político (español) socialista, sindicalista y aun anarcosindicalista y libertario, también del «pensamiento político del primer comunismo español», del «pensamiento político en el exilio» y hasta de un «pensamiento político de oposición al franquismo en el interior»... En cambio, el pensamiento político de los ingenios que menciono aquí es sepultado en un capítulo titulado, con gran sentido del humor, «la ideología del franquismo».
El azar, una casualidad que se injerta como algo necesario en la propia realidad biográfica, aclara vagamente el origen de este libro, Manuel García-Pelayo, jurista de Estado. Una teoría de las formas políticas (Comares 2025), una obra de gran mérito y contracorriente que también ha tenido sus «estudiantes persas». Concebido y redactado como tesis doctoral que se defiende en la Universidad de Bolonia (2024), el compacto volumen que ahora se incorpora a la colección «Filosofía, Derecho y Sociedad» de la editorial granadina, ha sido sometido por su autor, Francisco Vila, a un concienzudo escrutinio durante los meses previos a su edición en España. También a una saludable poda.
Manuel García-Pelayo, jurista de Estado, título suficientemente expresivo, apunta y empuja en una dirección que no podrá ser obviada en los próximos años: la de la revisión crítica de una etapa decisiva en la historia cultural española, aquella que a grandes rasgos se corresponde con el tercio medio del siglo XX, incluso con lo que llamo «casi un cuarto de siglo de oro» del pensamiento político en España, objeto de mi memoria Pensamiento político en España a partir de 1935 (RACMP 2021). Como explica el autor, Manuel García-Pelayo es un verdadero arquetipo de esa época y de las dos grandes promociones de juristas y pensadores políticos que tienen la responsabilidad, como servidores del Estado, de ordenar la vida nacional.
Pero la trayectoria de García-Pelayo nos recuerda también que nadie elige el régimen político bajo el cual se nace y se vive. A ello se refiere Carl Schmitt en uno de los pasajes más profundos y peor entendidos de Ex captivitate salus (Porto y Cía. 1960): «Tampoco un investigador o científico puede escoger a capricho los regímenes políticos. En general, los acepta al principio como cualquier ciudadano, como súbdito leal». El jurista alemán, que redacta el alegato que acaso tenga que esgrimir más adelante, reelabora inconscientemente, o tal vez no, una banalidad superior y olvidada y que afecta particularmente a la situación existencial de todo facultativo de la política y el derecho público. Todo jurista, particularmente el que se ocupa del derecho público, sirve al Estado, lo cual, a priori, no le desacredita necesariamente.
Manuel García-Pelayo es un «servidor del Estado». El Estado es su signo, como explica Francisco Vila en un libro absolutamente desmitificador de un personaje en realidad desconocido y casi legendario. Parecería su vida, a juzgar por otras aproximaciones convencionales a su obra, la de un perseguido político, cancelado por sus ideas socialistas. Sin embargo, Francisco Vila nos descubre un García-Pelayo mucho menos fantástico: ni hay razones políticas en su «exilio» americano de 1951 ni resultaría jurídicamente incoherente –para un decisionista schmittiano– su voto de calidad en la célebre sentencia del «caso Rumasa». Extrañará a muchos, sin duda, el interés admirativo y absolutamente lógico de un joven socialista español por el fascismo italiano. En este sentido, podría decirse que el libro de Francisco Vila resulta develador hasta la iconoclastia.
Todo el libro gira en torno al Estado como «forma política histórica concreta», acaso el más grave de los remedios ideados por el arbitrismo hispánico para enderezar el fuste de la nación: ni quijotismo, ni cervantismo, ni constitución, ni dictadura, ni república, ni federalismo, ni europeización; tampoco fármacos de menor cuantía como la política social o la autonomía universitaria. España necesita del Estado. Lo pregonan Ortega y sus discípulos y lectores, de Ramiro Ledesma Ramos a Luis Araquistáin, pasando por el propio Manuel García-Pelayo, bien instruido, como se muestra en estas páginas, por Otto Hintze. Desde finales de los años 20 todo es Estado y soberanía para la acuciada elite universitaria española. Con Thomas Hobbes en barbecho hasta que a finales de los años 30 traiga noticias de él Carl Schmitt, nada de extraño tiene entonces el interés por Bodino, lección aprendida mayormente de Hermann Heller, su gran propagandista alemán del primer tercio del siglo XX. Nicolás Ramiro Rico, discípulo en Granada de Fernando de los Ríos, redacta en los primeros meses de 1930 una memoria (inédita) sobre «Jean Bodino y el ambiente jurídico del siglo XVI». Francisco Javier Conde, en 1935, defiende en la Universidad Central su tesis El pensamiento político de Bodino, un ensayo de interpretación que trastroca el convencionalismo académico en vanguardia intelectual.
No puedo abstenerme, por último, de encomiar las cualidades de su autor. Francisco Vila es un investigador nato, metódico y abnegado, valores que hoy, desgraciadamente, cotizan a la baja en las bolsas universitarias. Su edición, hace unos pocos años, de varios informes desconocidos de Manuel García-Pelayo: Inédito sobre la Constitución de 1978 (Tecnos 2021) no tiene misterio para quien conoce su capacidad de trabajo, su pasión y su sentido de la oportunidad. A su olfato inaudito para trasegar y revolver papeles debemos también otro estudio, publicado el año pasado, de su magister ex lectione: El Rey (Tecnos 2024). En el futuro, seguramente, leeremos alguno más por él repescado en los archivos familiares de García-Pelayo, en el de Madrid y en el de Caracas, este último ya en el Archivo del Tribunal Constitucional gracias a su trabajo in situ. Quedan en deuda con Francisco Vila la historia constitucional española y la historia de las ideas y de las formas políticas.