Rosalía: la reina va desnuda, o casi
Aunque nos la vendan como una suerte de revolución musical, capaz de competir con Mozart o de renovar la ópera, el disco de la última estrella catalana constituye una hábil operación de marketing con vanas pretensiones intelectuales
Rosalía en una imagen promocional de su nuevo disco
En contra de la corriente más común, afirmar que el rey va desnudo no suele resultar grato para quien se arriesga a desvelar el embeleco. Y menos en estos tiempos, cuando cualquier opinión mínimamente elaborada, ya no digamos si se trata de un juicio basado en un análisis riguroso, ha de enfrentarse a pecho descubierto con la invectiva, breve y sulfurada, de esa turba que suele utilizar el refugio de las redes sociales, y otros santuarios del anonimato, para desplegar sus fobias, odios y rencores a la manera de antiguos desahogos tabernarios.
Lo que se lleva esta semana es asegurar que Rosalía, más allá de santa, es un genio que ha revolucionado la historia de la música, pero no solo del pop, sino del entero arte de Euterpe: sus camaleónicas interpretaciones abren nuevos, ignotos caminos para la ópera y culminan las contribuciones sacras de Händel y Mozart. Los más modernos (de oídas o lecturas) se permiten incluso hallar entre el reciente puñado de sus canciones cierta influencia del dodecafonismo de Schönberg, más por adornarse que otra cosa.
Foto de la cubierta de Lux de Rosalía
Impresionante. Los músicos de verdad callan, mientras en privado se sonrojan y sueltan sapos y culebras en grupos de Whatsapp y tertulias domésticas o de cafetín. Su incomodidad no pasará de ahí porque lógicamente temen sufrir las insidias que ampara el estado de excepción impuesto desde las redes, si se deciden a vulnerar la «omertá».
A gran parte de ellos les invade una cierta perplejidad: tantos años dedicados a formarse para perseguir el sueño de vivir dignamente de su profesión, consagrados a la noble tarea de devolver a la vida las creaciones de Bach, Beethoven o Falla y resulta que el éxito absoluto era esto: buscar la colaboración de la Sinfónica de Londres, que lleva años alquilando diariamente el talento de sus esforzados músicos en la grabación de músicas para películas, series, anuncios de televisión y colaboraciones con ídolos del pop para poder llegar a fin de mes; proyectar un par de agudos con segura técnica ; adornarlos de minimalismo al más puro estilo de Michael Nyman (como en El cocinero, su mujer y su amante), y venderlo todo como si se hubiera vuelto a componer el Réquiem de Fauré.
Un reconocido pianista dice lo que piensa
¡Quién va a decir nada si este pasado viernes, en París, casi queman vivos a los integrantes de la Filarmónica de Israel (podía haber pasado a juzgar la facilidad con la que los manifestantes pro-palestinos lograron prender bengalas en la Philarmonie), y prácticamente ningún músico ha dicho nada al respecto! En España, desde luego, ninguno. Ha salido la mezzo Aigul Akhmetshina, la próxima Carmen del Teatro Real, a decir que el mundo ha perdido definitivamente la cordura y que los artistas se encuentran indefensos (quizá por callar ante este tipo de actos terroristas) ante las instituciones.
Pero sobre lo de Rosalía ha aparecido, por fin, un valiente, al que hay que entender sobre todo por lo que dice entre líneas. Juan Pérez Floristán, uno de nuestros mayores pianistas, todavía joven (por lo que de su más que sobrado talento aún cabe esperar próximas, definitivas hazañas), se encuentra este fin de semana en Madrid.
El pupilo andaluz de Daniel Barenboim interpreta, ahora mismo, esa obra maestra que es la Rhapsody in blue de Gershwin con la Orquesta Nacional, pero aún ha tenido tiempo para declarar en una entrevista radiofónica que llamar a Berghain (el primer tema que se dio a conocer del nuevo trabajo de Rosalía) «música clásica es un poco exagerado». Sobre lo que antes, ya había dicho: «Según las masas tiene elementos de música clásica. Me conflictúa (sic) porque esta es una de las grandes victorias de la industria del pop o de la política, marcar la agenda».
Juan Pérez Floristán
Y aquí ya estamos un poco en lo de siempre, aplicado al mundo de la cultura. Una parte de los músicos que han conseguido modestos resultados en sus carreras como artistas clásicos (no es el caso de Floristán, que tiene una carrera importante), se preguntan si no habría resultado mejor para ellos, de procurar la fama y el éxito, haberse convertido en reguetoneros.
Mientras, en el otro lado, los millonarios del pop, ahítos de riquezas y complacientes lisonjas, anhelan el ideal reconocimiento de los compositores serios. Paul McCartney lo intentó con su lamentable Liverpool Oratorio (que en realidad es casi más del director Andrew Davis). Inmisericorde, Roger Waters nos castigó con una ópera sobre la revolución francesa y sus elevadas aspiraciones sociales, Ça ira. Y el admirable cantante venezolano Alfredo Sadel realizó una breve estimable carrera como tenor lírico (lo mismo que intentó, sin demasiada suerte, el valenciano Francisco, el de Latino, de la mano de Carlos Caballé, el agente musical más importante que ha habido en España).
Ni Vivaldi ni Hildegard von Bingen, quizá Nyman
Más allá del camelo de Berghain, que a ratos es puro Michael Nyman (más que Arvo Pärt) con pretensiones de equipararse a otros altares fuera de los eclesiásticos, los que tienen que ver con las alturas de esos compositores en los que los más aventurados hallan trazas de misticismo elaborado y sincero (Hildegard von Bingen, Vivaldi… por favor), el nuevo disco de Rosalía puede resultar algo alejado del insulso pop actual. Nada extraño cuando se viene del subsuelo. Por elevación frente a la ruda simpleza del reguetón, puede que alguno haya caído en el espejismo de situarse ante la nueva Mariana Martínez, la ignorada compositora española que fue vecina de Haydn.
Tras la más bien aburrida faena de escuchar el insulso disco entero, ese ponderado dominio de las lenguas (superficial, luego no pronuncia bien ni doppelgänger), las supuestas referencias multiculturales no obedecen a ningún hibridismo conformado mediante experiencias, asimilación y estudio, sino a un mero empeño comercial. Apreciado con en el imprescindible detenimiento, resulta como lo que expresó aquel visitante que, en cierta ocasión, visitó la mansión del gran Maurice Ravel: «La sensación es como si estuviéramos en una tienda china de curiosidades, en la que se ha expuesto un siglo de exotismo juguetón». Exotismo de postal.
Sobre la pretendida espiritualidad es mejor correr un tupido velo: Lux no es más que otra muestra de hábil cálculo mercadológico perfumada con unas inofensivas gotas de esencia New age y sentencias huecas como las del ya algo agotado Paulo Coelho (ahora pululan por ahí cientos de influencers que le han calcado el estilo en 200 caracteres). Al menos, lo de Madonna tenía esa pretendida audacia sin pretensiones que no engañaba a nadie (ni a los más moralistas): lo suyo era pura diversión bailable con ribetes provocativos.
Las letras, de una poesía rancia e infantil, más allá del balbuceo, la onomatopeya o la escatología (dónde queda el gran Sabina…) sirven mayormente como vehículo de sus privados ajustes de cuentas con antiguos amantes de los que ahora se identifican con la masculinidad tóxica, pero que ya sus abuelas (Concha Piquer y por ahí) retrataron con mayor estilo, agudeza, gracia y música.
A nadie le van a aguar la fiesta estas líneas si lo que se desea es esquivar el tedio con unos sonidos amables que no descubren nada. Pero de ahí a que se pretenda hacernos pasar a esta artista efímera (quién se acordará de ella dentro de unos años), dotada de cierta personalidad, como una mezcla entre María Zambrano, Virginia Woolf e Isaac Albéniz, …
Puestos a ser modernos u originales, el genial Bambino ya lo fue mucho más; y en el arrebato trágico de su voz a ratos quebrada, su desgarro suicida (que heredó de Camarón para servir a músicas con vocación más comercial), perdura siempre el eco de emociones hondas, sentidas y genuinas.